Mi
última colaboración en Yonlok, la
revista que dirige y edita el gran Santi
Alverú.
Disponible
en este enlace.
Aquí, el texto completo:
Contaré hasta diez
UNO
Conoces un restaurante espléndido al que
recurres para (algunas) cenas íntimas. Hasta ahora, nunca te ha fallado: no hay
demasiada gente, tiene un precio moderado y el trato es agradable (sin llegar a
ser invasivo). Se come bien; siempre quedas con la sensación de que ha sido una
buena elección.
Es curioso: no se lo has dicho a nadie.
Lo mismo te pasa con ese requiebro en el
que encuentras sitio para aparcar, esa tienda en la que tienen prendas de tu
talla a precio de saldo, esa página que lees porque ofrece consuelo a tus
preocupaciones...
No quieres compartir nada de ello. Tú,
que sientes un leve orgullo por cada recomendación que realizas, que afirma tu status de ..., ¿de qué?
¿Por qué haces una foto de cada cantina
de mala muerte en la que te han tirado la comida —asquerosa, un puto engrudo
incomestible— y lo compartes en tu vida social como si fueras el narrador del Candy Crush? ¿Qué motivación oculta te
lleva a hablar bien de aquella fonda, aquel hostal en el que pernoctaste en el
que el cartel exterior anunciando “habitaciones
con baño individual y TV” era mucho más que un presagio, pero dijiste que
era un “coqueto rincón con vistas”?
”Coqueto
rincón con vistas”, ¿de
verdad? Lo único que se veían eran tus pies apoyados en el quicio de la ventana
y una cúpula para desquiciar a cualquiera.
Reconócelo ahora: la vida virtual está
llena de imposturas: el primero de los mandamientos es “no reconoceré nunca un error en público”. El segundo, más sibilino
y taimado, implica un avance maduro: “resérvate
los placeres privados para tu uso exclusivo”. Nada hay tan desalentador
como ser consciente de que haber hablado de algo ha provocado que se rompa el
encanto que provenía, en gran medida, del desconocimiento, de la ingravidez, de
la ausencia de masa.
Ser prescriptor
tiene sus inconvenientes.
DOS
Todos sabemos que en casa, ese lugar al
que uno acude a refugiarse sin conseguir aislarse, la forma de alcanzar un
mínimo de verdadera intimidad (no cuenta pertrecharse tras un pestillo, o unos
auriculares; desconozco la razón, pero así lo determina mi lógica personal), la
única forma de lograr intimidad, insisto, es esperar a que todos duerman y,
entonces sí, campar a tus anchas.
Aunque a veces resulte cansino. Un salto
de madurez se produce el día que descubres que, si te levantas pronto (muy pronto) hay un momento en el que
todos duermen y puedes hacer casi cualquier cosa que imagines.
Si todos están dormidos, muchas cosas se
convierten en posibles.
En el lecho, parecen lechones. ¡Benditos
sean!
TRES
Esos ratos que te lleva tanto
conquistar, y que tanto aprecias, los desaprovechas más a menudo de lo que te
gustaría, enfrascado en bobadas que no te resultan de provecho; la que más
detestas (porque te resulta ineludible) es quedar fascinado por la actualidad,
esa maquinaria preparada para ti, que te impide avanzar y que no te permite una
mirada retrospectiva. Esa sensación de ser un hámster, dando vueltas infinitas a una rueda, mientras intentas
evitar que te cataloguen como hípster.
Hay más similitudes con el comportamiento reiterado de esos roedores
domésticos, pero dejo la puerta entreabierta para que la imaginación de cada
uno brote atinada y certera.
Ahora puedes verte: silencioso, lleno de
cautelas, intentando prolongar ese instante en que todos duermen, menos tú,
ocupado en averiguar quién se murió, quién nació tal día como hoy, qué tropelía
han cometido los popes de la patria (y
que haya sido descubierta y publicada).
Un hámster. Un bucle. Eso es lo que eres
y lo que te mantiene atrapado.
Todo confluye en que has madrugado y has
logrado, antes de lo normal, estar de malhumor.
Te machacan, te bombardean, te masacran.
Inutilizan tus defensas para que, inerme, su mensaje te atraviese y te cale. Su
victoria total se consigue cuando te oyes expresarte con los mismos argumentos,
en términos similares, a la fauna de opinadores a la que sea que prestes
atención; no importa el color de tu pelaje, todos suelen decir lo mismo, de
forma idéntica. Sólo un lince captaría diferencias; pero tú lees en pantalla y
estás cada día más cegato.
No hay argumentos sofisticados que
valgan: todo debe ser sintético. El mensaje, la elaboración, la forma de
presentación. El tratamiento informativo se basa en píldoras que debemos
ingerir. La importancia recae en la(s) dosis: si la primera es siempre
gratuita, la mayor adicción se establece con las que, por ser más pequeñas,
deben administrarse con mayor frecuencia.
Se absorben al instante. No te cabe
duda. Eres consciente de ello.
Notas la modorra que te empieza a envolver...
CUATRO
Veo una foto de un político dormido en
un acto. Ahora no recuerdo si era una sesión en el congreso, un concejal de un
ayuntamiento del que nunca antes había oído hablar, del parlamento europeo, o
de una reunión de banqueros.
No tengo la menor idea. Ni creo que me
importe.
Pero se me ha quedado grabada la
postura; ese repantingamiento que sólo permite el sopor, el ángulo imposible de
cuarenta y cinco grados del cuello, la boca abierta, la punta de la lengua
asomada y reseca, la estalactita que se forma como un hilillo de saliva y que
ha hecho charco en el hombro...
Hay detalles precisos y esclarecedores: ese
pavo se ha dormido. A pierna suelta.
Incluso podría jurar que noto sus ronquidos.
Descubrirlo me indigna: ¿cómo es posible
que un servidor público se quede dormido mientras realiza la tarea para la que
le pagamos entre todos? ¿Cómo se puede llegar a tener las pelotas de acero para
dejar tu atención a cero?
O no es eso contra lo que luchamos en
situaciones similares: alguien hablando y aburriendo a las piedras, una
presentación en powerpoint, un
monólogo sin gracia, una reunión cualquiera, ..., ¿no nos empeñamos todos en
mantenernos (con)centrados? Que levante la mano quien haya apartado la vista
del ponente (ni estando imponente), quien haya mirado la hora en el móvil,
actualizado su estado, jugado al Candy,
contestado el correo, subido fotos, escuchado música, tachado los muertos en la
saga de los Lannisters y los Targaryen. ¿Quién? ¿No hay nadie?
¡Claro que no hay nadie!
El verdadero arco del triunfo del mundo
fugaz que nos rodea está en conseguir que alguien atienda. Todo el mundo está
con la mirada desviada, deslizando un dedo, adormilados, ¿acaso no hemos
madrugado hoy para conseguir un poco de intimidad casera?
CINCO
Hemos desarrollado tanto nuestros
sentidos, hemos sido entrenados de una forma tan precisa, que nos hemos
convertido en perros de presa. Olfateamos el rastro de un político y sobre él
nos abalanzamos. Sólo importa el color, porque los que nos azuzan buscan sangre
fácil y rápida. La que nunca sacia, la que precisa de una nueva dosis,
administrada contra un enemigo impersonal (los políticos nunca son personas),
pero que propicia un ambiente proclive al reparto.
Caranchoa es un ejemplo paradigmático. No me preguntes
ejemplo de qué...
Ese paradigma explica por qué sentimos
satisfacción cuando vemos políticos atizándose. Da igual si son vietnamitas,
ucranianos o bolivianos: las leches
entre gente que viste traje y corbata son relajantes, sedantes, exfoliantes.
Nunca lo hubiéramos imaginado antes.
Su falta de pericia (actuando como un
perro nadando ingrávido en una piscina carente de agua) es lastimosa. Y quizá
por ello, deseamos en privado —aunque no lo confesemos en público— que en lugar
de practicar la argumentación griega, o la oratoria latina, se especialicen en
la lucha grecolatina. Por pudor (nuestro), les disculparíamos el uso de mallas.
No daremos más motivos para permitir que nos enreden.
Deberán abandonar la jerga pugilística,
como acostumbran ciertos plumillas: nada de intercambio
de golpes, estar arrinconado,
pillado con la guardia baja, contra las cuerdas, salvado por la campana, necesitar la cuenta de protección, estar sonado,
noqueado, ganar a los puntos...
Ya no serán metáforas, sino una
descripción fiel de su modus operandi.
Segundos
fuera; dormir al rival supondrá la victoria
definitiva.
SEIS
Un equipo de una TV local debe cubrir un
acontecimiento anual: el 2 de febrero una marmota (Punxsutawney Phil) se
despierta de su prolongado sueño y, atendiendo a su propia sombra, decide si el
invierno ha terminado o si, por el contrario, se da la vuelta para seguir
durmiendo, sólo un poquito más. El equipo que se desplaza desde Pittsburgh está
formado por Bill Murray, Andie MacDowell y Chris Elliott, en los papeles de estrella, conseguidora y técnico
portabártulos. (((En el lenguaje propio de la TV: locutor, productora y
cámara))).
La película dirigida por Harold Ramis en 1993 encierra una
gigantesca inversión: el protagonista del meollo es Phil, no Bill. El exceso
de ego del segundo provoca que
olvidemos que no es el único que se encuentra atrapado en el bucle que lleva a
que, día tras día, suenen Sonny &
Cher, saludados todos los que dormitan en la población de Pennsylvania con
el “¡Arriba excursionistas!”. Y es
que todo el pueblo está atrapado en ese día sin fin: la rueda gira, con
independencia de que te encuentres en su interior (o la contemples desde
fuera).
Somos hámsters.
El ciclo de Phil (la marmota) es más
amplio y su rotación tiene centro solar.
El de Bill (el meteorólogo) es más
reducido. Su centro es lunar —se confirma el diagnóstico de lunático—, y
arrastra a todos los demás en su desvarío.
Quizá Phil sea afortunado porque no
tiene problemas para dormir.
Quizá Bill no sea más que alguien
trastornado por su propia condición, sin percatarse de los que se encuentran a
su alrededor.
Phil es festejado, con independencia de
lo que haga; Bill es infeliz asistiendo a una rutina impuesta e imposible de
romper.
Phil se despierta y la fiesta continúa; Bill
sólo quiere despertarse y que la fiesta haya terminado.
SIETE
Rip
van Winkle es un
holgazán que prefiere dormir a cumplir su tarea. Su esposa le regaña por pasar
demasiado tiempo en el bosque. Animado por la ingesta de alcohol, un día se
queda dormido y despierta transcurridos veinte años. Él no lo sabe, pero, en el
entretanto, trece colonias americanas se han independizado de la corona
inglesa. Dar vítores al Rey ya no es una conducta apropiada. De forma abrupta percibe
que el tiempo ha pasado y cómo han cambiado las cosas.
Un cuento de Washington Irving, un clásico por el que no pasa el tiempo.
Mientras tú duermes, el tiempo pasa.
OCHO
Rip (cf.
“Siete”, supra) y Bill (cf. “Seis”, supra) son extremos de una distribución continua de consciencia.
El primero ocupa el escalón más bajo: en
realidad se trata de un inconsciente.
Lo es estando despierto, cuando desatiende sus obligaciones. Lo es, ítem más, cuando cae dormido. Su
profundo sueño le impide ser consciente de lo que sucede a su alrededor.
El segundo llega a la cúspide de la
consciencia. Es, en realidad, hiperconsciente.
Pero su atención tiene un único foco y le convierte en un ensimismado. Como
todos los de su condición, su egoísmo es una trampa (que le atrapa). Sólo
consigue romper el bucle cuando, hastiado de sí mismo, vuelca su atención en
los demás y, guiado por su conciencia, alcanza un grado de entrega y amor
absolutos. Sus cadenas desaparecen y puede despertarse (liberado) en un día nuevo.
Con independencia del punto de la escala
en que uno se encuentre, la lección es evidente: “el sueño te hace vulnerable”.
Freud lo sabía. Era la vía que utilizaba para
acceder al interior de sus pacientes.
El mismo camino que transitaba Freddy Krueger.
NUEVE
Dormidos, atrapados en la inconsciencia,
somos incapaces de provocar daños.
DIEZ
Dicen que “al enemigo que huye, puente de plata”.
Asumimos como corolario que “al que duerme, si es poderoso (nuestro
enemigo), le contamos un cuento, le amodorramos, le mecemos, le cantamos una
nana”.
Y, así, en cualquier reunión de postín
(políticos, banqueros, una soirée chez
Vanderbilt), conectamos el hilo
musical y hacemos sonar, como si se tratara de un ascensor que no cesa de
bajar, una canción en bucle: Emilia
Mitiku puede ser un suave y envolvente colchón sonoro.
Invirtamos el intento de Sherezade de mantener en vilo al sultán.
Proporcionemos opio a los opulentos.
Consigamos que se aticen entre ellos.
O, mejor todavía:
Dejemos que duerman.
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