Acabo de terminar mi paseo matinal. Por razones que no vienen al caso detallar aquí, ha sido más largo —y más exigente— de lo que estoy acostumbrado. He tenido que parar, para recuperar fuerzas, y he aprovechado para avituallarme. Lo he hecho en un bar que suelo encontrar al paso, pero es la primera vez que entraba.
Animado por el frío, he pedido un caldo —de gallina— y un pincho vegetal.
Foto: abbyladybug |
Los pinchos, en Asturias, son una variante local de las distintas formas de tentempié que se extienden por toda España. La dicotomía tapa/pintxo sigue siendo reduccionista y deja fuera parte de todas las posibilidades que, cualquiera que haya viajado por esta piel de toro, ha podido descubrir. Distintas denominaciones —y diferentes formas de expresión— para cubrir esa necesidad fundamental —y arraigadamente española— de tapar un huequín.
En Asturias la forma cotidiana de hacerlo, se articula por medio del pincho (con “ch” y no “tx”), una presentación de alto contenido nutritivo y no demasiado elaborada que, por norma general, se autoadministra sin necesidad de interacción social.
Los asturianos no nos vamos de pinchos.
Normalmente consiste en un panecillo relleno de algún derivado cárnico (cinta de lomo, pechuga de pollo rebozada, carne guisada, bacón y huevo, picadillo de chorizo, …), fritura de pescado (calamares o chipirones a la romana) o huevos revueltos (acompañados de lo que la inspiración del cocinero aconseje). En Madrid se les conoce como montados. Básicamente son minibocadillos que se comen, a bocados, empleando exclusivamente las manos.
También se incluye dentro del pincho la clásica cuña de tortilla de patata (o variantes), acompañada de una rebanada de pan.
Y, dentro de la categoría generalista del pincho, caben también los emparedados: sándwiches elaborados con rebanadas de pan de molde, tamaño king-size, cortadas en cuatro raciones trazadas por las diagonales. Al margen de las variantes internacionales que se aglutinan bajo la etiqueta global del “sándwich club” (en la que cada club pone lo que quiere entender), un clásico en todas las barras asturianas es el vegetal, que normalmente suelo pedir en bares que no frecuento, ya que la combinación mayonesa + pan de molde, suele resultar —incluso en el peor de los casos; y he estado en muchos sitios— más esponjosa y más fácil de deglutir (la experiencia de enfrentarse a una tortilla seca, empujada por una rebanada de pan seco, es una trago difícil de pasar hasta para el director del sistema informatizado de tráfico de la ciudad de Mumbai).
Pero hoy me he hartado. Se han superado los límites permitidos por un cliente esporádico (y pejiguero) (como yo). Detallo:
— Para una presentación más original, el cocinero había dibujado un cordón de mayonesa —y espolvoreado huevo cocido rallado—, recubriendo la rebanada superior, pero no iba untada por dentro. Resultado: la jugosidad, a la mierda.
— El servicio con que se presentaba el pincho consistía —como suele suceder demasiado a menudo— en un cuchillo (sin filo) y un tenedor, ambos de postre, totalmente ridículos (en tamaño) para enfrentarse al pincho y hacerlo en condiciones ventajosas. Resultado: la organización estructural, a la mierda.
— Debo añadir que también me dieron una cucharilla de postre para tomar el caldo; sospecho que deben estar reservando el ajuar para una eventual visita de la familia real —o una delegación de la NBA—; no sé, gente de altura. Resultado: el caldo, al platillo (para el caso, como si hubiera ido a la mierda).
— El sándwich estaba elaborado en dos pisos (tres rebanadas): en el superior llevaba una rodaja de tomate natural y abundante lechuga, cortada en juliana, pero sin aliñar (espero que, al menos, estuviera lavada). En el piso inferior, una loncha de jamón York y otra de queso. ¿Alguien me puede explicar en qué cabeza cabe, incluir en un sándwich, o en lo que sea, una loncha de jamón York sin darse cuenta de que la denominación vegetal se va, literalmente, a la mierda?
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Estoy en deuda con Maxi Rodríguez y Fernando Serrano Lozano como proveedores de ideas.