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Cuando yo era pequeño, como vivíamos en Asturias —y aquí el agua es muy buena y abundante—, en casa todos bebíamos del grifo. Se guardaban un par de jarras en la nevera para que estuviera fría y todo arreglado. Cuando llegaba el verano, pasábamos tres meses en Navia, y solucionábamos las continuas diarreas provocadas por la deficiente calidad del agua, consumiendo masivamente citrocil, el único medicamento de mi infancia del que recuerdo su nombre, aparte de la omnipresente aspirina. Algunos recordarán la fuente en la que la gente cogía el agua directamente del cañu —hay quien sigue aún haciéndolo—. Entre nosotros diré que entonces surgió en mí una consideración sospechosa hacia las personas que bebían agua embotellada. El escándalo de Solares no hizo más que afirmarlo. Años más tarde, Coca-cola quiso entrar en el mercado del agua y lanzó la marca Bonaqua. A raíz de la polémica desatada por utilizar agua extraída directamente del grifo, sólo para España, sacó una nueva etiqueta: Aquabona, con un lanzamiento publicitario nuevamente envuelto en polémica. En New York, una empresa, Tap’d NY, alcanzó mucho éxito vendiendo agua del grifo purificada. Parece ser que los New Yorkers consiguen reafirmarse como tales consumiendo un agua pública de alta calidad, pero la principal ventaja para gente que se pasa el día en la calle, es que es notablemente más barata que otras marcas. Entendiendo la perspectiva de las películas ambientadas en la gran manzana —para los que no hemos podido ir todavía— comprendemos por qué todos llevan contenedor (mochila, bols@, bandolera) y botellín de agua. En las oficinas se encuentran, cada vez más, esas garrafas invertidas que actúan como dispensadores de agua. Y muchos compran también garrafas para sus domicilios.
En fin, que el agua embotellada nos rodea a todos.
Antes de eso, hace muchos años, en un viaje de trabajo y mientras esperaba en la barra de un bar a mi compañera, atendía para entretenerme a una conversación que mantenían tres chicos sobre sus preferencias en marcas de agua. Todavía no conocía yo el concepto del maridaje en el vino y ellos, con soltura, lo aplicaban al agua.
— Pues yo para tomar un gin-tonic prefiero “tal”.
— Pero para acompañar una carne es mejor “cual”.
Y así siguieron un rato. Entonces caí en la cuenta de que estábamos en Tenerife y comprendí: en Canarias sólo beben agua embotellada, lo que les permitía distinguirlas.
El siguiente hito en mi relación con el agua bebida viene de una historia relatada múltiples veces en casa. Una cena de trabajo. Ella y sus compañeros se reían después de haber finalizado un proyecto. Era una conversación salpicada de ironía y dobles sentidos. La cara seria para decir algo gracioso y el semblante sonriente para meter una puya —la típica conversación entre asturianos—. En eso llegó el camarero a tomar la comanda:
— Y para beber, ¿qué agua prefieren?
— ¿Hay para elegir?
— Sí, tenemos por ejemplo Lanjarón, que es muy buena para la circulación.
— Pues a mí me trae de Bezoya —repuso uno presto.
Bezoya ha lanzado una nueva campaña publicitaria, dejando de lado las propiedades organolépticas de su producto. Han cambiado la ley de Murphy para transformarla en tres nuevas leyes: la de Marta, la de Ana y la de Raquel. Nos olvidamos de las dos primeras y nos quedamos con nuestra nueva inspiradora: Raquel.
Su ley es: Si algo puede salir bien, saldrá bien. Llamadme obsesivo, pero voy a analizar, con detenimiento, el anuncio.
Chica jovencita, buen aspecto, tipo estupendo. Trabaja en una empresa sembrada de buenrollismo que casi da miedo. Yo no recuerdo haber visto ningún sitio parecido. Vamos con calma:
0:04 — Raquel coge su bolso y su botellín de agua y se pira. Es la única que lo hace, los demás se quedan tranquilamente en sus lugares de trabajo. Tampoco parece que Raquel vaya muy apurada a hacer una gestión, simplemente parece que su jornada ha terminado: en cualquier caso el estrés se ha evaporado en la bezoyicina (oficina tipo Bezoya, tengo que explicároslo todo).
0:08 — Raquel pasa por delante de la oficina del catálogo de Ikea. Los archivadores A-Z bien ordenaditos y clasificados por colores (azul agua y negro elegante con unas notas de blanco espuma de mar). Un par de cajas con tapa realzan el toque sueco. Dos compañeros de Raquel — informalmente vestidos: la corbata no se lleva en la bezoyicina— trabajan amistosamente en una mesa en la que sólo se ve —ni pantalla de ordenador, ni bandejas in-out— un bezoyín (botellín de Bezoya, ya sabes).
0:09 — Raquel deja atrás a otros dos compañeros que no se coscan porque ella se pire antes: ella le muestra un papel y él (también sin corbata, of course) parece que asiente lleno de bezoyismo (buenrollismo especial Bezoya, claro).
0:12 — Oh!!! Raquel se encuentra un inconveniente.
0:13 — En la bezoyicina son tan eficientes que ya han preparado un bezoyicartel anunciando una avería en el ascensor. Da la sensación de que está incluso plastificado (en la bezoyicina no dejan las cosas a medias).
0:14 — Raquel se da cuenta de lo lista que es: en un plis ya se ha hecho su plan B.
0:15 — Baja por la escalera con balaustrada en la que se cruza con una nueva pareja —la bezoyicina tiene una clara inspiración en el FBI: todos van en parejas, salvo nuestra independiente protagonista—. El plano no permite confirmar la segura ausencia de corbata en el cuello del chico.
0:16 — Raquel está a punto de alcanzar a otra pareja —ésta formada sólo por chicas— en un plano que nos deja ver la vidriera de la escalera.
0:17 — Las chicas han sido abducidas y Raquel da un saltito grácil y ya está en la calle —a través de la puerta abierta se ve a una pareja que pasea al paso y otra que conversa junto a una vespa: ecologismo concienciado y sostenible, bezoyismo en estado puro—.
Fin del anuncio y Raquel sonriente cual gato de Cheshire.
Bien, vamos por partes: ¿quién ha sido el creativo que se le ha ocurrido poner en dificultades a Raquel y pedirle que haga el tremendo esfuerzo de tener que, mientras se marcha antes de la oficina, ponerse a bajar un tramo de escaleras para llegar a la calle? ¿Estaba loco o qué?
Gracias a David por el soporte y a todos los demás (él incluido) por soportarme