martes, 31 de enero de 2012

Fresco

Salgo a hacer mi paseo matinal y me cruzo con un conocido. Entablamos una conversación fugaz:

    Buenos días —empiezo yo.
    Hace fresco, ¡eh!

Foto: jaxxon

Una de las cosas de vivir en Asturias es que te terminas acostumbrando a este intercambio trepidante de demostraciones de ingenio de las que da testimonio cada lunes Maxi Rodríguez en Parando en Villalpando. Naturalmente, me guardé las ganas de contestar lo que se me pasó por la cabeza, que debió ser una cosa parecida a “fresco, no. Lo que hace es un frío del carajo; de hecho, si tratara de ponerme a mear contra un muro, me quedaría con las pelotas liofilizadas”. Si no frenas a tiempo, te enzarzas en una conversación así y, casi seguro, terminas calentándote. Ahora que caigo, la próxima vez, dejaré ver hasta dónde llegamos…


Un carácter, el de los asturianos, difícil de entender y que —resumiendo a las bravas— se sintetiza en dos principios elementales:

    Poner el gesto contrario al que se quiere transmitir (decir cosas en serio con cara de guasa y bromear como si estuvieras de funeral).
    Vocear a pleno pulmón (así puedes mandar “recados”).

Una consecuencia es que las exclamaciones se concretan, para economizar, en un único vocablo eufónico que se dice de un tirón; su epítome es “cagonrrós” y, es un axioma ineludible, no hay frase tabernaria que no utilice alguno como remate.

Otrosí, el asturiano fuera del chigre (y del terruño) es —además de abatido por su melancolía— un personaje incomprendido. Su forma de expresarse pierde sentido allende el Pajares.

Hace poco un amigo me contaba una estancia en Sevilla y el comentario de un contertulio andaluz: “caramba con los asturianos, que al frío lo llamáis fresco”.


No es síntoma exclusivo entre la asturianía; toda España parece enfrentarse con la variedad idiomática. Al margen de las peleas lingüísticas y el sinsentido consentido de autorizar intérpretes que faciliten el entendimiento en el Senado —como si conseguirlo pudiera llegar a ser posible—, la pobreza generalizada en la utilización de un léxico variado convierte a quien lo hace —léase como una excusa no pedida— en una suerte de pedante altanero.

Una de las causas se encuentra en la idiocia propagada por la TV y otros medios, que reduce el uso a cada vez menos palabras que —amalgamadas a lo bestia por un empleo indiscriminado— carecen del sentido que convierte en valioso a lo escaso y en nulo —porque para nada vale— a lo que vale para todo.

¡Qué huevos frescos!


Debo a mis seguidores habituales una entrada dedicada en exclusiva a la familia Tarradellas, prometida en el doble artículo dedicado a los abuelos (parte I y parte II). En su preparación estoy recopilando la historia familiar de la saga catalana, aunque, para hoy, entresaco —como aperitivo— un anuncio de pizzas (ese producto tan típico de cualquier masía que se precie).


En treinta segundos de anuncio, dicen fresco —y variantes: frescor, fresca o frescura— hasta siete veces, lo que da el resultado de una vez cada, cada (30 partido por 7), cada (30 dividido por 7), cada (30 entre 7), ¡vaya!… una vez cada muy poco, claro.

No es el anuncio más fresco de todos los que recuerdo. En la memoria de todos está Rodolfo Langostino.


Resulta perfectamente entendible preocuparse de la frescura del pescado. Hay quien ha adaptado una máquina, originariamente destinada a sándwiches y bebidas, para ofrecer pescado fresco durante las 24 horas del día. Como alternativa se plantean ofrecer también cebo vivo para pescadores [en un supuesto hipotético, quizás ligeramente optimista, podrían completar un bucle continuo en el ciclo de vida/captura de un pez/pescado].

La sirena entona cánticos que te atrapan y te dejan subyugado y de los que es difícil escapar. Más que fresco, congelado.


El filete de panga, una verdadera ganga.


Es importante atender, no sólo, a si el pescado es fresco, también debemos observar su procedencia. Hemos podido encontrar una empresa, Villa Carmen, que comercializa “Pescados y Mariscos Vivos y Congelados”. Suena bien: su página web empieza con una afirmación rotunda: “No cabe duda que la calidad del marisco fresco gallego es, muy merecidamente, el más apreciado del mundo”.

Me fijo en la dirección de la página web http://www.mariscofrescogallego.com/ y no cabe la más mínima duda: es marisco, es fresco y es gallego.

Más adelante, en la misma página, señalan:

“Lo primero que debemos hacer es asegurarnos que detrás de cada portal hay una empresa que respalde y adquiera la responsabilidad en cada envío, para ello lo mejor es contactar con el interesado y tratar de obtener la mayor información posible”.

“La preguntas mas directas deben ir dirigidas a la procedencia, calidad y servicio del marisco o pescado, seguido de una breve consulta sobre que orígenes tienen determinados productos, es decir, si por ejemplo lo que buscamos es percebe consultemos de que zona los tienen y en que lonjas se ha subastado. Si en estas dos primeras cuestiones se muestran reacios a realizar las respuestas, comencemos a dudar”.

Más abajo empieza un epígrafe: De la mar a tu domicilio.

1. Una vez que has realizado el pedido, nosotros compramos el marisco y el pescado en las principales lonjas ¿asturianas? [¿no habíamos quedado que era marisco gallego?] y gallegas donde tienen lugar las subastas, ya sea a primera hora de la mañana o por la tarde.

Me han surgido dudas y sospecho que es posible que no sean del todo gallegos. En la página web busco el apartado Localización y, tras clicar, me encuentro el siguiente panorama. La dirección ahora ha cambiado: http://villacarmen.es/contacto.php. Claramente se señala Desde Luarca a su disposición. Se indica la dirección de los puntos de venta, los dos en Luarca, Asturias y se incluye mapa de Google con ubicación de ambos.

Da la sensación que se trata de un asturiano —fresco— poniendo cara de gallego.



Ya hemos visto que —la procedencia— puede ser construida. También hay que tener cuidado cuando el pescado es, digámoslo pronto, demasiado fresco.



Otros productos también se abonan a la etiqueta de frescos. Cada uno interpreta lo que eso significa de la forma que más le apetece o interesa. Podemos, en la opción 1, pillar una gallina ponedora y, mientras suena de fondo la canción del final de Grease —cuando Travolta renunciaba a ser un macarra, mientras la Newton-John se embutía unos pantalones de cuero negro y se ponía a fumar, transformándose en un barriobajera con ritmillo y un pelín mayorina—, mandarla a recorrer el campo, primero, y la ciudad, después, esperando incluso a que el semáforo se ponga en verde.

Hablamos de huevos, claro.


La opción 2 tampoco resulta especialmente estimulante, al contemplar cómo Manolo Gómez Bur pone al día, a la turista de turno, sobre la contabilidad española y el concepto de plus-va-mía. (Métele clavo o impuesto, que traga. La economía doméstica a estudio)



Me queda el queso. Casi paso por encima. Pero antes de dejarlo atrás, recordé un anuncio precioso de Angulo, “el queso fresco de autor”.


Empecé a dudar al ver la figura de pac-man, el comococos. No me pareció la esencia de la frescura. Busqué un poco más.

Encontré a la chacha Sebastiana. Angulo, lo siento, me parece que te van a tener que dar…


Pero en eso irrumpió como un río de agua viva ¡VIVA!, el anuncio definitivo de quesos. En realidad se trata de una serie de anuncios. Los famosos quesos árabes Panda.


Ahora lo tengo decidido. Lo siento profundamente, pero,
Angulo, ¡vete a tomar po’l … Panda!


Ya poco más me queda que añadir. Contemplar a Letizia Ortiz, antes de que le antepusieran el doña, informando, y pareciendo mirar en oblicuo a la cámara, quizá abrumada, por lo que parece una crónica anticipada de las relaciones comerciales de su futuro cuñado.



La sección “al fresco”, presentada por Mar-Cial en Muchachada nui, de la que extraigo su particular explicación de los gestos.



Y dejo para el final a los que se autodefinieron, en su momento, como “los frescos del barrio” y condenaron a cualquiera de su entorno a cargar con su impuesta maldición.



Luego, en su desfachatez total, en su falta de preocupación por cómo dejarían el campo que, previamente, habían hoyado y destrozado, emigrarían huyendo despavoridos para guarecerse a la sombra de las nuevas etiquetas protectoras: natural y auténtico. En su paso, marcado por la confusión, dejarían arraigada la (falsa) idea de que el pan está fresco, cuando quieren decir caliente o, mejor todavía, recién horneado.

Y, así, hay idiotas que ponen máquinas para despachar pan fresco, como si fuera pescado.



Parece que la iniciativa no ha funcionado como él esperaba. Una clienta, lo explica con claridad:

“Me preocupa que el pan salga de una máquina. El pan, como la fruta y las verduras, tiene que venderse en el mercado. No se puede vender dentro de bolsas herméticas en el supermercado. Aquí tenemos lo mismo. No quiero comprar de una máquina. Quiero saludar a la panadera. Quiero verle la cara y saber que ha hecho mi pan. De lo contrario, no disfrutaría comiéndolo”.

Que quieren que les diga. Tengo perfectamente claro con quien estoy de acuerdo.

Pero, es posible, que a quien esto lea, mi opinión le traiga al fresco.

sábado, 21 de enero de 2012

Perros, ¿sí?

Tenemos perro en casa. Apareció, de repente, hace un mes. Es una historia, demasiado reciente, dolorosa y familiar para que os aburra con ella.

Pero ilustra a la perfección el trato que, todavía, se dispensa a los clientes, fundado, en ocasiones, en la suposición de que el cliente debe conocer, no sólo la legislación local, sino la específica de cada comercio.

Salgo a pasear con ella y dudo si poder entrar en las tiendas. Ya no quedan establecimientos que pongan, visiblemente, en la entrada, aquellos viejos carteles de “Perros NO”.

Foto: pepelisu

Como ya no tengo carácter para asumir que me reprendan, decido no entrar. Pero sigo sin saber por qué ya no quedan esos carteles. Me hago preguntas, pero no sé si encuentro respuestas adecuadas. Por ejemplo: ¿puedo asumir entonces que, mientras no esté indicado, —“el que calla otorga”—, están permitiendo implícitamente la presencia de mascotas? ¿Les agobia tanto cartel de “NO fumar”? ¿Temen que el escaparate —la entrada— parezca un búnker?

Foto: Jeremy Brooks


Lo cierto es que, actuando así, me hacen quedarme siempre fuera.

viernes, 20 de enero de 2012

La estrategia del urogallo

Evolución, no adaptativa, de la utilizada por su pariente próximo, el papagayo, consistente en, como su primo, repetir lo que escucha, tal y como lo ha oído.

Foto: Dingilingi
Intentar realizar su pequeña aportación le transformó, de rara avis, en extincta avis.

jueves, 19 de enero de 2012

Los abuelos (II)

Viene de Los abuelos.

Foto: Tanya Dawn

Analizábamos, como si de un experimento sociológico a lo Gran Hermano se tratara, el papel que la publicidad otorga a los abuelos en la sociedad actual. Seguimos donde lo dejamos.

En algunos casos, nietos y abuelos pueden desarrollar una relación de complicidad rayana en el delirio paranoide.


Ya se sabe que hay quien sólo sabe ser competitivo, y tiene que ganar siempre.


El tema de los dientes da mucho juego. Ten cuidado si, siendo abuelo, aúnas en tu entorno la carencia de una pieza —dental— y la presencia de una buena pieza —mental—.


La vista confunde. Si no andáis con cuidado, os convertiréis en la yegua y el alien.


En fin: la relación entre nietos y abuelos puede llegar a ser idílica. Los mayores siempre pensando en sus pequeños.


Hay preguntas que es mejor no hacer a una abuela; para eso está tu madre.


Los abuelos puedes reservarlos para actividades delirantes.


Así, no me extraña que, cuando notas que tu madre te falla, siempre puedas elegir irte con ellos.


Luego no querrás estar en ningún otro sitio.


Un abuelo te da toda su vida; agradéceselo mientras puedas.


Haz que tenga un gran día.


Ellos lo darían todo por ti.



Dejo para una entrada próxima a la familia Tarradellas, la más presente en el imaginario colectivo —por sus numerosos cameos en la publicidad española—. Se han ganado un merecido homenaje que reservamos para un artículo en exclusiva.


A mis abuelos (Manolo, Manolita, Antonio y Baby)
A los de mis hijos (José Luis, Dely, Jesús, y Totó)

Los abuelos

Las sociedades cambian. Las costumbres también. Uno de los parámetros que podrían emplearse —aunque no me consta que se haga— para medir el grado de evolución y progreso de una sociedad, es observar el papel que se reserva en ella a los mayores.

Foto: eljoja

Así que, desde esta atalaya en la que yo mismo me he puesto, quiero actuar como vigía y observar cómo tratamos, aquí y ahora, a los abuelos.

Al margen de mi postura personal; de las anécdotas que pueda recordar de los míos propios; de la experiencia en el trato con los que tengo más próximos, me gustaría convertir esta reflexión en un acto que trascienda el ámbito privado de mis opiniones, recuerdos o experiencias. No pretendo estar en posesión de la verdad y no considero que mis vivencias sean, necesariamente, extrapolables.

Le he dado vueltas y he encontrado una forma de presentar —alejada o distanciada de mi propia persona— que me permitirá, al tiempo, realizar un experimento sociológico: cómo muestra la publicidad a los abuelos.

Antes de empezar, debo avisar que este artículo está preñado de animus jocandi; confieso sin rubor que me he reído mucho al hacerlo. No creo que su naturaleza invalide el intento. Sí quiero aclarar que no he pretendido ser, en absoluto, irrespetuoso.

Vamos allá


El anuncio más antiguo que recuerdo, que incluyera un abuelo, es esta pieza en la que se juntan abuelo y nieto, en una relación sumamente especial, en la que, mientras le ofrece el mismo caramelo que su abuelo le había ofrecido a él cuando tenía cuatro años —y que misteriosamente desapareció de España, porque, hasta la emisión del anuncio, nadie conocía la marca— y aprovecha, envidioso, para encresparle, a su nieto, el cabello que él mismo añora. El papel del abuelo se convierte en transmisor de tradiciones, pero, teniendo en cuenta el papel pasivo que adopta el muchacho —no emite ningún sonido; ni siquiera un relamiente “hummm” tras meterse el caramelo en la boca— y la estética retro del abuelo con su chaleco abotonable, no nos extraña que se convirtiera, años más tarde, en el nieto que no le gusta el queso.


Otro ejemplo de abuela aferrada a las tradiciones es esta griega —espléndida en su inimitable “jronya que jronya”— que termina su intervención con un seco portazo. Hay abuelas con carácter.


Un clásico de las abuelas adaptadas a su tiempo es la inefable defensora de la fabada, —que cambia desde la “auténtica” de los primeros tiempos a la “natural”, de plena vigencia—, mientras la protagonista, “mutatis mutandis”, se empecina en su epigónico “dai prisa, dai prisa”.


Tanto cambian las cosas a su alrededor que se ve obligada a hacer un cursillo de emergencia a un alpinista fallido, vuelto, a la vida, por las excelencias del plato estrella de los asturianos y, a la actualidad, por el resumen exprés de la veterana.


Es un caso inversamente proporcional al del pastor aislado del mundo que, ni sabía que Franco había muerto, ni intuía una época de sequía europea para el Madrid.



Así era el mundo del campo y la trashumancia: aislamiento personal y existencial que sólo un todo-terreno era capaz de subsanar. En la ciudad, los abuelos se mantenían al día. Nuestro próximo protagonista se va de farra con su amiguete y unas “chatis” y salen a lucir tipo, mientras sus nietos mellizos añoran cuando el abuelo, en lugar de hablar de su “tingo”, les contaba cuentos, les llevaba al cine o al circo —actividades hoy en desuso— para irse, los cuatro y los que se apuntaran, de guateque crepuscular permanente.


También es verdad que hay abuelas que, con un volante en las manos, demuestran ser unas cachondas.


No es muy habitual que la publicidad se planteé un mundo en que los dos abuelos sigan vivos, juntos y tengan su propia vida familiar, en ocasiones, llena de dramas domésticos.


Es posible que, el amor, a sus años, siga siendo tan necesario, como perjudicial para la salud.


Y los hay ¿de verdad existen todavía?, abuelos liberados de tareas ajenas que pueden dedicarse a formarse en lo que les interesa.


Pero lo normal es que se les cargue de tareas. Hay abuelas que no temen el diagnóstico de personalidad múltiple y aglutinan en su persona las tareas de enfermera, cocinera, animadora, consejera y canguro, sin dejar de ser, por encima de todo, abuelas.


Y hay, también, hijas obsesivas que, a pesar de encargar la tarea de cuidar al nieto enfermo, mientras ellas trabajan, desconfían de la capacidad de su propia madre.


Hay nietas cabronas.


También hay nietos que saben aprovechar esos momentos para disfrutar de estar con sus abuelos. Pueden llegar a convertirse en los mejores maestros.


Llego hasta aquí. Seguirá en Los abuelos (II).

Esa incierta edad [el libro]

A veces tengo la sensación de que llevo toda la vida escribiendo este libro. Por fin está terminado. Edita Libros Indie . Con ilustracio...