Ricardo Villegas: tt
Y
dijo: “Dios mío, dame una recortada”.
Y entonces apareció una a su lado. Cargada. Caliente. Con inmunidad. Con licencia para matar. Dios le dijo: “mata a quien consideres porque no te juzgaré. Eres un hombre justo y actuarás con justicia”. Entonces la puso en el asiento del copiloto de su coche y condujo. Se paseó despacio por la zona financiera y buscó el momento en el que saliera de sus oficinas el presidente del banco que le dejó sin casa por no poder pagar la hipoteca. Se paró delante de la entrada del gran edificio de metal y cristal. Amartilló y disparó desde la ventanilla del copiloto. El presidente salió disparado hacia atrás con las vísceras sobre la camisa y nadie supo de donde vino el disparo. Envalentonado, se fue al Congreso. Se puso en la puerta. Disparando una y otra vez a cada uno que saliera con esas carpetitas ridículas y esas sonrisas hipócritas de quien no tiene prisa ni siente ninguna responsabilidad. Se amontonaban los cadáveres y la sangre iba esparciéndose por el suelo hasta manchar sus propios zapatos con ese azucarado color a resbalón y a desprecio. Empezó a andar por la calle y vio a unos chicos molestando a una señora. Les disparó. Un tipo con prisas y deportivo no le dejó pasar, mientras caminaba, por el paso de cebra y le reventó la cabeza apuntando a través de la luna trasera. Sacó el cadáver del coche y aceleró por la avenida. Decidió disparar a los conductores cuyas matrículas acabaran en cuatro. Gritaba “!es un daño colateral!” que es lo que le dijeron cuando le diagnosticaron un problema pulmonar por el amianto de su casa, la que perdió. Se fue al colegio de su infancia y dejó a aquel profesor, al que le suspendió por haber copiado (sin haberle pillado), empotrado contra la pizarra de su antigua clase. Entró en el Ayuntamiento y disparó contra la vaga y parsimoniosa señora de información, contra el que gestionó tarde su solicitud de ayuda y contra el concejal de urbanismo. Se fue a la TV y entró en plató arrasando contra los presentadores que le cuentan lo que no quiere oír. Aprovechó para destrozarle las piernas a un futbolista famoso que esperaba para una entrevista. Mató a su cuñado, por tonto, y al perro del vecino, que cayó con un contenido y agudo sonido animal, por no parar de hacer ruido por las noches. Disparó en la cara de su tercera novia, por dejarle, y en la cara de Benito, su marido, que fue por el que le dejó. Aprovechó para reventar la moto que tenían en el garaje, que fue el motivo por el que le abandonó, la muy insustancial. Le atravesó los tímpanos al insulso cantante de moda. Le metió el cañón por la boca y apretó el gatillo a ese vecino que se jacta siempre de lo bien que lo hace todo. Dejó a su jefe desangrándose en el despacho y sus clientes ahogándose en su sangre preguntándoles si era ahora cuando tenían la razón. Fue a por los youtuber, a por los homeópatas y reventó completamente varios recintos de coaching y autoayuda. Apareció en dos o tres empresas de venta piramidal al grito de “ya está aquí vuestro nuevo faraón” y el polvo de los productos de maquillaje destrozados con él mismo apareciendo entre las sombras con los fogonazos de la recortada casi le hacían imaginarse a sí mismo a cámara lenta. Se sentó en el banco de un parque haciendo puntería con todos los corredores que tenían pinta de runners. Asesinó curas y gurús, lamas e imanes. Fue uno por uno acabando con el sufrimiento de los pacientes terminales de un hospital. “¿Imposición de qué hostias?”, le dijo a un experto en reiki como últimas palabras. A un vegano, por pasar cerca. Se paró en un centro comercial con un cartel que ponía “Ebanista en paro” y reventó a todos los que se reían después de mirarle mientras cargaban sus muebles de mierda. Volvió al coche. Se había
quedado sin munición.
“Dios mío” —dijo— “dame armamento pesado. Un tanque es la mejor solución”.
“Dios mío” —dijo— “dame armamento pesado. Un tanque es la mejor solución”.
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La
canción que acompaña los destrozos de todas
las películas de Tarantino, editadas
por Jaume R. Lloret, es una
maravilla intemporal, publicada en 1969 en el sello Philly Groove de Thom Bell,
con las voces de William Hart, Wilbert Hart y Randy Cain, galardonada con un Grammy
a la mejor interpretación R&B de un dúo o grupo, The Delfonics; una de las formaciones con mejor conjunción en sus
armonías vocales y coreografías sincopadas, lastrados por contar con un sastre
daltónico, aficionado al consumo de psicotrópicos, que hace volar sus mentes.