En
todo caso, nos obsesiona fisgar, ver qué hacen los demás y aprovechar para
juzgarlos a ellos —y si es posible, decirles cómo deben actuar— en lugar de
enfrentarnos a lo que verdaderamente nos corresponde, que no es otra cosa que
cuidar de nuestro jardín.
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Me
preocupan las relaciones que se establecen en el conjunto de la sociedad, pero
mi responsabilidad, el compromiso que libremente he adquirido y que debo
cumplir, se circunscribe al ámbito de mi matrimonio y familia.
Soy
consciente de que hablar de matrimonio suena anticuado, porque la neolengua ha reemplazado el término, y
yo debería estar hablando de relación de
pareja.
Y
asumo que hablar de familia, en los
términos que se han expresado aquí, resulta profundamente viejuno, porque se afirmó que “la familia es el principal sostén de la
sociedad. Su principal utilidad radica en convertirse en instrumento de
transmisión de valores, costumbres y tradiciones”.
El
método recomendado es el modelo. Los hijos aprenden viendo a los padres.
Yo
aprendí viendo a los míos. Recuerdo cómo eran las cosas en casa y, aunque
admito que todo recuerdo es una re-construcción de lo vivido, mediatizada por
la experiencia, en un intento en el que, según Kevin Dunbar, “las personas
tienden a condensar las historias originales […] en un hilo narrativo lineal, y
se olvidan de […] un camino lleno de desvíos y de tropiezos”, creo que
puedo concluir que las cosas no eran entonces, al menos en nuestra casa, como
se quieren pintar hoy.
Para
empezar: mis padres estaban casados según el régimen de gananciales que sigue
siendo el régimen por defecto que se aplica en la mayoría del territorio
español, salvo indicación expresa en sentido contrario. Viene a significar que
todos los beneficios o ganancias, de cualquiera de los dos cónyuges, obtenidos
después de contraer matrimonio, se consideraban comunes a esa sociedad. Es un sistema justo, y por eso
se ha mantenido. Permite que uno de los dos contrayentes no perciba retribución
por su trabajo sin que eso signifique que no haya ganado nada. “A las duras y a las maduras”.
Mi
madre se ocupaba de las tareas domésticas (en esa calificación tan molesta y
condescendiente que en su DNI le hacía poner “sus labores”) y mi padre estaba pluriempleado (una práctica poco extendida
hoy). Su actividad principal la realizaba en casa y no percibía un salario: era
médico, tenía una consulta en el domicilio familiar y, por lo que hacía, se le
consideraba “profesional independiente”.
Así que esas condiciones genéricas como “trabajar
fuera de casa” o “percibir un sueldo”,
le resultaban igualmente ajenas a él.
Recuerdo
bien que las cosas se hablaban en casa. Primero entre mis padres, que las trataban
a puerta cerrada, sin que estuviéramos delante los hijos y que, con la entendible
reserva, prefiero no imaginar cómo hacían para despachar asuntos, en su alcoba.
Y, más tarde, cuando éramos capaces de participar, se planteaban en lo que llamábamos
“Consejos de familia”, en los que
hablábamos de los planes para las vacaciones, de asuntos de diferente grado de relevancia,
del cambio de domicilio que tuvimos que afrontar, entre otros varios. Nuestra
participación estaba condicionada, pero se nos permitía hablar y expresarnos
(teníamos “voz”, aunque no siempre “voto”).
En
todo caso, nunca tuve la sensación de que mi padre sometiera a mi madre a sus
ideas o proyectos, sino que los discutían y tomaban decisiones, como buenamente
podían, según las circunstancias. En la medida de lo posible, dejaban que
asomáramos la nariz en lo que resultaba verdaderamente relevante.
No
eran una excepción; al menos en el círculo de amistades con el que se
relacionaban. Tengo la impresión de que era una fórmula habitual, o, al menos,
no del todo infrecuente.
Hoy
—cuando ya no puedo preguntar a ninguno de los dos si mis recuerdos, más allá
de ser una reconstrucción, son en realidad una invención, ficticios, porque
nada fue del modo que me gusta recordar—, debo encontrar los límites del jardín
del que me siento responsable.
Estoy
a punto de cumplir 17 años junto a ella. En esa decisión, que tomamos “libre y voluntariamente”, que nos
vinculaba “en lo bueno y en lo malo”,
todos los días de nuestra vida, “hasta
que la muerte nos separe”, hemos construido una relación que ha cambiado y
evolucionado, madurando y creciendo, haciéndose fuerte por los proyectos que
afrontamos (de los que, el más importante, es la educación de nuestros hijos),
aprendiendo de los reveses que da la vida, tratando de superarlos aplicando
nuestros propios criterios, basados en lo que vivimos en nuestras casas,
nuestra experiencia, el sentido común y unas gotas de inconsciencia que
hicieron que el recorrido fuera más divertido y apasionante.
Unos
años en los que nos empeñamos en conocernos, en comprendernos, en aceptarnos y,
cuando nada de eso funcionaba, a resignarnos y entender que las debilidades
ajenas tenían tanto sentido como las propias. Que las fortalezas de tu compañero te hacen más fuerte a ti, más capaz y complejo. Que los matices
desconocidos y los cambios de humor y los días malos (como los buenos) no son
siempre predecibles. Que no siempre vale tener planes, porque no todo lo bueno
se puede prever. Que no todo debe dejarse para última hora, porque hay cosas
que se pueden esperar.
En
este jardín en el que estoy metido, del que no quiero salir —acompañado por una
mujer llena de mérito y coraje, una verdadera luchadora, tierna y esforzada, trabajadora
con denuedo, llena de iniciativas, testaruda y peleona, cariñosa y libre para
pensar por su cuenta— compruebo la realidad de una sociedad que trata de manera
diferente a hombres y mujeres, lo que me llena de espanto. Un mundo en el que,
cuando la mujer no es ninguneada o despreciada, como si fuera inferior, surge
un batallón de mujeres que luchan contra la injusticia tratando de cambiarla de
signo, como si la injusticia a la inversa no fuera igual de injusta.
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Me
enciende que traten de hacernos creer que hombres y mujeres somos iguales.
No
consiste en establecer relaciones de igualdad.
Me
exaspera cuando quieren tratarnos como idénticos.
No se
trata de establecer relaciones de identidad.
Somos
igual de valiosos. No es una realidad que dependa del sexo.
Es
preciso construir
relaciones de equivalencia.
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Nos
quedamos turulatos escuchando las afirmaciones cientifistas de los invitados de
Punset —al que su suspiro final en el
anuncio debería haber fulminado como personaje de referencia— y, sin
entender nada, repetimos conceptos vacuos —neuronas espejo, plasticidad
cerebral, potenciales evocados, ritmos circadianos, cualquier variedad de
neurociencia— y creemos comprender que todo comportamiento se corresponde a una
predestinación contenida en las instrucciones fijadas en nuestra dotación
genética, localizada en una topografía cerebral que pretendemos vislumbrar, más
que en los hábitos que hayamos aprendido y desarrollado; en todo lo que hemos
terminado interiorizando.
El
estudio de las razones de las diferencias sólo presenta argumentos para
sostenerlas, en lugar de ayudar en la búsqueda de formas de superarlas.
No
nos maravillamos por la forma particular que tenemos de hacer las cosas (con
independencia de nuestro sexo, que hoy nos es permitido elegir); nos
reafirmamos en describir la forma en que estamos predeterminados para realizarlas.
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Imagino
una existencia más allá de un pasado como cazadores / recolectores y
amamantadoras / maestras. Quiero suponer que todo eso, nuestra herencia ancestral,
supone un marco de referencia. Y que mi vida es un lienzo en el que puedo
bosquejar un tipo de relación particular que construiré junto a ella, con
reglas definidas por nosotros, considerándonos como equivalentes, que ayuden a
la consecución de nuestros proyectos compartidos y sirvan de modelo para el
desarrollo de la autonomía de nuestros hijos.
Si
alguien ve el cuadro, mientras se está realizando, más o menos brillante en su
esbozo (pero único en su expresión
concreta) y se fija en los genes que nos han marcado, me resultaría tan
sorprendente y ridículo como alguien que, viendo La Gioconda, quedara fascinado por la veta de la madera del marco.
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Son
despreciables todas aquellas mujeres que pretenden excluir de la formulación de
los términos de su relación de pareja a los hombres —máxime al pretender excluirlos
de todas, y no sólo de las que son
partícipes—, dando por hecho que resulta preciso revertir la dominación
precedente y que, dado que sus abuelas fueron sumisas, sus nietos deberán ahora
ser sometidos.
Despreciables,
por tratar de imponer a la fuerza un tipo de relación, de la que excluyen de un
plumazo a los que deben ser parte ineludible en su definición.
Despreciables,
por ponerse a mirar por encima de la valla, diciéndole al vecino lo que tiene
que hacer, en lugar de dedicarse a cuidar su jardín, que se mantiene seco, lleno
de trastos y descuidado como un erial.
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Recuerdo
un curso en Madrid y una alumna sosteniendo que “si toda la lucha de las mujeres había servido para que su hija se
pusiera de rodillas y la practicara una felación a un chico de quien ni
siquiera sabía su nombre, era una lucha que no había servido para nada”.
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