Estoy
lleno de prejuicios.
Pasan
los años y —me percato de ello—, algunos se acentúan. Me gusta pensar que, con
la edad (o quizá la madurez), he podido tamizarlos, buscando evitar que todos
mis prejuicios sean negativos.
Algunos
me predisponen positivamente hacia algo o, muy especialmente, hacia alguien. Se
activan de forma inmediata cuando escucho:
— realizar una pregunta sin plantear un
expositivo previo
— admitir la incapacidad para establecer
un criterio, al aceptar que se desconocen todos los elementos que puedan
fundamentar la valoración personal
— reconocer que uno mismo es un “vago redomado”.
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Intuyo
lo que significa para quien se identifica así.
De
los dos términos, el esencial se emplaza en segundo lugar.
El
primero se emplea como un señuelo: algunos se quedan con la imagen de Tomás el gafe balanceándose en una
mecedora.
Es
un embuste, un artificio; la muleta que atrapa al morlaco.
Despista
y desenmascara.
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Quien
se etiqueta a sí mismo como redomado,
es cauteloso y astuto.
Tiene
en alta estima la cualidad negativa que se le atribuye.
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No
es alguien apático, holgazán o perezoso. No se siente vacío o desocupado.
No
es, en absoluto, un vago1.
Quizá
sea vago2, y ande sin rumbo fijo, sin detenerse en ningún lugar.
Puede
que sea impreciso, indeterminado, indefinido.
Con
seguridad, le gustará matar moscas con el rabo.
Necesitará
disponer de tiempo.
Sabrá
cómo hacer para encontrarlo.
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Con
toda certeza empezará más cosas de las que sea capaz de terminar.
Esa
desazón le anima a confesarse, públicamente, como vago.
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Olvido,
en mi deambular errático, que no estoy hablando de mí.
Me
vienen a la cabeza las veces en las que he oído decir: “soy un vago redomado” y, como si fuera un resorte, mis orejas se
ponen tiesas, me quedo parado como si fuera una teckle marcando una presa.
Me
encuentro con alguien que creo que merece la pena dedicarle un poco de tiempo
para ponerme a escuchar.
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"Este mundo es un lugar de ajetreo. ¡Qué incesante bullicio!
[...] No hay domingos. Sería maravilloso ver a la humanidad descansando por una
vez. No hay más que trabajo, trabajo, trabajo. No es fácil conseguir un simple
cuaderno para escribir ideas. [...] Yo creo que no hay nada, ni tan siquiera el
crimen, más opuesto a la poesía, a la filosofía, a la vida misma, que este
incesante trabajar".
Henry D. Thoreau
Life without principle (1863) es uno de los escritos incluido
en “Desobediencia
civil y otros escritos” (Alianza, 2013).
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"En estos tiempos en que todo el mundo está obligado, so pena
de ser condenado en ausencia por un delito de lesa respetabilidad, a emprender
alguna profesión lucrativa y a esforzarse en ella con bríos cercanos al
entusiasmo, la defensa de la opinión opuesta por parte de los que se contentan
con tener lo suficiente, y prefieren mantenerse al margen y disfrutar, tiene
algo de bravata y fanfarronería. Sin embargo, no debería ser así. La supuesta
ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer muchas cosas que no
están reconocidas en las dogmáticas prescripciones de la clase dominante, tiene
tanto derecho a exponer su posición como la propia laboriosidad".
Robert Louis Stevenson
An apology for idlers (1877) es el primer escrito incluido en
“En
defensa de los ociosos” (Taurus, 2014).
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“El trabajo es el esfuerzo que se dedica a crear, a partir
de la materia pasiva (‘bruta’), una cosa nueva a la cual se le da una nueva
finalidad gracias a la mano modeladora del artífice; la proeza, por su parte, y
en la medida en que produce un resultado útil para el agente que la realiza,
consiste en enderezar hacia los fines de éste energías que antes habían sido
dirigidas hacia otros fines por otro agente.
[…] La gama general de actividades que responden al
apelativo de proezas pertenece a los varones por ser éstos más corpulentos, de
mayor envergadura, más capaces de realizar un esfuerzo repentino y violento, y
más inclinados a la autoafirmación, a la emulación activa y la agresión”.
Thorstein Veblen
The theory of the leisure
class (1899) se tradujo
como “Teoría
de la clase ociosa” (Alianza, 2014).
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"Nos inclinamos a desear cosas que no nos gustan y a
disfrutar de cosas que no deseamos [...]. La gente se deja llevar por
convenciones sociales -en este caso, la asentada idea de que estar 'de ocio' es
más deseable, y conlleva un mayor estatus, que estar 'en el trabajo'- en lugar
de por sus sentimientos verdaderos".
Nicholas Carr
“Atrapados. Cómo las
máquinas se apoderan de nuestras vidas” (Taurus, 2014) ya fue motivo de un comentario
en este blog.
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Es
suficiente.
Ya
he esgrimido bastante material como para espantar a todas las moscas atareadas,
ocupadas, laboriosas; a todos los que les intimida que les consideren ineficaces
o improductivos, carentes de excelencia; los que ocultan su falta de curiosidad
(a la que consideran insana) en una
sucesión inacabable de tareas que les permite “hacer por hacer”, “sentirse
ocupados” o “matar el tiempo”.
He
sido provocador y habrá quien considere que le he hecho perder el tiempo, atendiendo a un sinsentido.
Daba
vueltas sin llegar a ningún sitio (mareando la perdiz, en un circuito, entre semana).
Estaba,
definitivamente, perezoso
(y un poco tonto).
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Es la forma más enrevesada que puedo
concebir para aceptar un ofrecimiento que me ha sido hecho.
Nunca he usado paraguas.