You Got My Mind Messed
Up (1967)
Memphis,
en 1966, era una ciudad pequeña, aunque muy importante en el negocio musical,
por la cantidad y variedad de personajes implicados en él. En el verano de ese
año se celebró una convención de DJ, seres dedicados a la mala vida, que, a la
menor ocasión, organizaban una timba. En una de ellas se aburrían Dan Penn y Chips Moman, dos músicos
blancos que, si no hubiera existido el soul,
se habrían dedicado para siempre al country.
Pero Memphis era un lugar especial, en el que no existía (al menos en lo
musical) segregación: compositores y productores, músicos y propietarios de
sellos discográficos o estudios de grabación, trabajaban juntos para hacer una
mezcla altamente explosiva. Así que Penn
y Moman, blancos ambos, hartos de
perder el tiempo jugando a las cartas, se involucran en componer una canción, aprovechando
retazos de la melodía de uno y frases escritas por el otro. Necesitan
concentración y tranquilidad, algo que no encuentran en el hotel donde se
realiza la convención. Quinton M.
Claunch les ofrece una habitación para trabajar, en el hotel que está
enfrente, de su propiedad, poniendo una condición: la canción que compongan la
interpretará su protegido, James Carr.
Claunch, blanco, era, además de propietario del
hotel donde finalmente se compuso la canción, fundador de los sellos HI, donde Al Green alcanzaría la inmortalidad, y Goldwax, donde publicaba Carr.
Era también su representante y, el cantante, su apuesta más firme para destilar
esa música, conocida como southern soul, y cocinada con dos
ingredientes básicos: la pasión de los intérpretes (negros) y los sentimientos
de los compositores y músicos (blancos).
Ese
lugar, a mitad de camino, donde todos nos mostramos débiles y nos atrevemos a compartir
nuestras difíciles experiencias vitales, las que han hecho mella en nosotros para
siempre.
Treinta
minutos necesitaron Penn y Moman para poner la guinda a una
canción eterna. En ella, un adúltero le habla a la mujer con la que mantienen
relaciones ilícitas, con quien se reúne en el lado oscuro de la calle. El tono
es de culpa absoluta, abrumado por estar haciendo lo que sabe que no debería
hacer. La letra tiene pasajes estremecedores: “esconderse en la oscuridad”, “vivir en las tinieblas”, “ser víctimas”,
“pagar por lo robado”, “es un pecado”, “está mal”, “escabullirse”, “nos
encontrarán”, “no llores”.
James Carr había interiorizado esas emociones y
debía expresarlas en el estudio de grabación —Royal Studios, propiedad de Willie
Mitchell, en lo que antes había sido el Royal
Theatre—. Llegado el momento de grabar, Carr no aparecía. Claunch
le encontró, agazapado en el techo del estudio, casi catatónico. Era evidente
que sufría una crisis personal; el texto y las emociones contenidas en él le
habían calado con tal hondura que no podía despegarse de ellas.
La
mano izquierda de Claunch, su amigo
y reverenciado admirador, su charla tranquila y unos pitillos compartidos,
lograron convencer a Carr para que
bajara y mostrara al mundo —a todos, para siempre— lo que implica reprocharse a
uno mismo y sentir la necesidad de verse redimido.
Eso
es implicarse, cantando una historia, y lo demás, monsergas.
James Carr era un tipo complejo, introvertido y
atormentado, incapaz de cantar en público, pero dotado de una dilatada sensibilidad.
La
anécdota referida, una de las más esclarecedoras de su personalidad, sería juzgada
hoy por cualquiera de los que esperan a ser atendidos en la cola del
supermercado, despachada con la ligereza y superficialidad que caracterizan los
tiempos que vivimos, identificada como muestra evidente de bipolaridad.
Sin
despeinarse siquiera.
Y
sin posibilidad de apelación o recurso.