La librera envolvió el paquete y dejó una dedicatoria que, hasta no llegar a casa y ponerme a abrirlo, no leí. Era ésta:
“Esperando que salga el sol, que siempre sale.
Los mejores deseos de una republicana”.
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Es época de buenos deseos. Yo lo hago desde aquí, para todos los que lleguen a leer este artículo. Pero lo hago de forma genérica, neutra. No me gustaría que mis deseos no coincidieran con los de la persona a quien se los envío.
Es tiempo de listas. La enfermiza obsesión por no perderse nada, hace que muchos se empapen, a última hora, de lo que no deberían haberse perdido y, así, las listas se convierten también en anticipo de las primeras obligaciones que deben subsanarse lo más pronto posible. Da igual si se trata de libros, discos o películas: la cosa es ir tachando lo conocido o, más todavía, lo que falta por conocer. Allá cada cual.
Es tiempo de listos. Cada uno se espabila como puede y hay quienes, conociendo el afán de muchos de cumplir con lo pautado, aprovechan para colocar en ranking productos de su interés. Hace poco me he divertido muchísimo con Manuel García Viñó y su “El País. La cultura como negocio” en el que, con saña y lucidez, mostraba las artimañas del entramado del Grupo Prisa para “colocar” material de las editoriales del grupo y promocionarlas a bombo y platillo en su buque insignia. La sinergia como forma de aprovechamiento de la expresión cultural. En fin: leo poco y escribo a ratos; no me considero por ello capacitado para juzgar las estrategias de los demás. Sin embargo, sigo considerándome libre para reírme con lo que me plazca y Viñó lo consiguió con creces.
Veo la lista que el suplemento cultural “Babelia” propone como mejores libros de 2011. La encabeza Javier Marías con “Los enamoramientos”. Desconozco la calidad literaria de Marías; nunca he tenido ocasión de acercarme a su obra. Pero me llamó la atención su portada.
Una bonita fotografía de una pareja besándose, vista a través del reflejo en el retrovisor de un coche antiguo. Una playa de fondo y fotografía en blanco y negro. No sé. A mí en principio me evoca la escena del apasionado beso de Burt Lancaster y Deborah Kerr en “De aquí a la eternidad”; seguro que es un beso que está en la lista de los más recordados de la historia del cine.
Miro un poco y encuentro una lista que coloca ese beso en el Top 2, utilizando la foto para ilustrar el artículo. La lista es del programa “A vivir que son dos días”, de la Cadena SER, del omnipresente Grupo Prisa.
La imagen baila en mi cabeza. Doy vueltas en la playa y siento como si ese beso fuera, como todos los besos pueden llegar a ser, el primero de un millón de besos.
Si tuviera que alejarme de ella, le pediría a quien quiera que fuera a la feria de Scarborough que le dijera que me trajera perejil, salvia, romero y tomillo.
Conseguiríamos que todo volviera a ser perfecto
Era 1987. La recuperación de Nina Simone vía anuncio de “Chanel nº 5” con Carole Bouquet(en un spot dirigido por Ridley Scott) se convirtió en un verdadero descubrimiento, espoleado con la realización de un vídeo tremendamente original (en aquellos años). Aardman Animation (más conocidos después por Wallace & Gromit y ahora por el simpático juego Home Sheep Home) fueron los responsables. Consiguieron que tocar la batería con escobillas se considerase ultra–cool.
Anuncio de Chanel nº 5
Vídeo de Nina Simone
Lo cierto es que la atracción de la feria funcionaba. Perfect fue un éxito redondo y llevó al disco de debut del grupo de Eddi Reader a estar en las primeras posiciones de las listas. Yo me lo compré. 1988 fue el año de Fairground Attraction y su “The first of a million kisses”.
Visto ahora no sé cómo queda. Mejor le preguntamos a Elliott Erwitt. Creo que le gustará. Rentabilizar doblemente la misma foto y colocarla —con 23 años de diferencia— en las listas: seguro que mola.
Inmersos, como estamos, en un mundo que cambia a una velocidad trepidante, nos encontramos atrapados en las trampas que nos plantean y, sutilmente, nos empujan a actuar de una determinada forma y nos obligan a pensar según las reglas que diseñan para nosotros.
La manipulación opresiva utiliza los canales de comunicación de la mayoría —los mass-media—, en un discurso que asfixia la posibilidad de plantearse un pensamiento divergente.
La pluralidad —manifestada en formas de pensar y comportarse diferentes— paulatinamente va desapareciendo, transformándose en un discurso monocorde —por monótono y por aceptarse por acuerdo mayoritario—.
El lenguaje es la herramienta utilizada. La verdad aceptada se manipula como anticipó George Orwell —desconociendo que su novela era predictiva— y, como si fuéramos todos Winston Smith, ya no sabemos, ni lo que fue cierto entonces, ni lo que es ahora verdadero.
La memoria, el recuerdo, la historia —como todo— son construcciones manipulables interesadamente y, como consecuencia, pueden siempre volverse a escribir. Nuestro mayor enemigo está dentro de nosotros y ya no podemos confiar en nadie.
“Lo importante no es lo que uno dice sino lo que la gente entiende”.
Cuando los trucos se utilizan como entretenimiento, asistimos a un espectáculo —la magia— cargado de ilusión y emocionante para todos.
Cuando su uso implica la búsqueda de un beneficio, interesado, de unos pocos, a costa del sacrificio de muchos, los trucos se convierten en engaños y nuestra obligación es tratar de desenmascarar a los farsantes y las artimañas arteras que emplean para alcanzar sus lúgubres fines.
Las manos frías de Potter tratan de atrapar en sus redes a George Bailey. El fragmento de interés transcurre entre (1:40 y 6:50)
Hasta hace muy poco, asumíamos con una cierta naturalidad —y una elevada dosis de despreocupada inconsciencia— que nuestra economía se regía por la ley de la oferta y la demanda. El mercado era el resultado práctico de la plasmación en un instante concreto de esa relación de fuerzas. Así lo define el diccionario: “conjunto de compradores potenciales, o de posibilidades de venta o de demanda de un producto o de un servicio”. Economía de mercado es, pues, la “basada en la ley de la oferta y la demanda”.
Ya no es el parqué, ahora son ellos. Un enemigo plural, difícil de combatir por carecer de rostro, pero que utiliza su poder para coger un teléfono y obligar a tomar drásticas decisiones. Son actores definitivos.
La sociedad civil debe alzarse frente al atropello a que se ve continuamente sometida.
¡Identifícate!: ¿Alguna vez has hablado de los mercados? Estás atrapado. La sugestión colectiva nunca es espontánea. Los intereses no están ocultos. Cualquiera que quiera ver, encontrará muestras del deterioro creciente y del empobrecimiento al que nos quieren condenar.
Ya ha pasado antes. Pero ni el enemigo era tan poderoso, ni nosotros tan lúcidos para saber cómo enfrentarnos a él.
La película resume, en un breve episodio, la crisis de 1929. Próximamente la verás en TV.
Aprovechando la época, me despido con un mensaje apropiado: “Jo, jo, jo”.
Siempre me ha gustado trabajar en bares. No es que pretenda convertirme en Sam Malone y hacer de Cheers mi escenario laboral cotidiano, sino que, por circunstancias de mi trayectoria profesional —que sería prolijo detallar ahora— tuve que, a la fuerza, desacostumbrarme a utilizar agenda y, adaptativamente, utilizar servilletas como forma de plasmar ideas. Ni siquiera en eso soy especialmente innovador.
El autor se llama Dan Roam. Y su libro lo han traducido aquí como “Tu mundo en una servilleta”. Y es un trabajo verdaderamente interesante.
Hubo una época en mi vida en que los bares se convirtieron en mi oficina (portátil) y, desde entonces, me gusta aprovechar esos espacios comunes para pensar, escribir y leer.
De un tiempo a esta parte, vengo observando —y supongo que no soy el único— que ya no abundan los bares silenciosos. La TV ha ido extendiendo sus redes: ya no sólo es el fútbol el que condiciona que los aparatos estén encendidos. Cada día hay más locales que la tienen puesta siempre.
Y si no es la TV, es la música.
El otro día entré en una cafetería a la que había echado el ojo. Ha cambiado de dueños, la han reformado y ahora se presenta como un espacio tranquilo. Creo recordar que, en su nombre, encierra el prometedor término lounge. Junto a chill-out se han convertido en las etiquetas que identifican la música ambiental. También ambient, pero ésta quizá reservada para la electrónica, quizá sólo instrumental y probablemente experimental.
En cualquier caso había observado al pasar que el local tenía música tranquila. Recordaba que tenía una sala aneja en la que esperaba poder disfrutar del necesario aislamiento para escribir o leer. Iba bien equipado y tenía tiempo. Me animé. Al entrar pude comprobar que el local estaba vacío. Sólo dos camareros (chica, aparentemente dueña, y empleado). Pregunté si podía pasar a la salita, me dijeron que sí. Encargué mi café y me pertreché en un sillón aceptablemente cómodo.
En la sala principal tenían la TV encendida, pero en la salita, no. Solamente se oía la música; estaba en modo lounge. Cuando la camarera me trajo el café, yo ya estaba con mi artillería desplegada
Normalmente espero que la gente piense por sí misma, sin necesidad de empujarles a que lo hagan. No me merece la pena tratar de convencer a nadie de lo que debería de hacer en una situación evidente, así que prefiero frecuentar establecimientos que adaptan su forma de trabajar a mis necesidades específicas. No había que ser muy listo para intuir que alguien que se acomoda a tomar un café, acompañado por un libro, cuaderno de apuntes y bolígrafo, no está precisamente buscando la compañía de un rescatador bálsamo sonoro.
En fin, lo que terminó sucediendo es que disfruté primero de una tranquila canción acorde a lo que el nombre del local prometía. Pongamos que Getz y Gilberto en “Desafinado”.
Pero a partir de ahí la cosa evolucionó de la siguiente forma: pop español (las letras entendidas distraen más), rock (y subida del volumen) y hip-hop (más alto todavía). Ahí decidí marcharme y seguir con la búsqueda que anunciaba al principio del artículo.
Ya sé que soy raro, pero en ocasiones agradezco un poco de silencio.
Definimos ruido como el sonido —desagradable— que produce conductas de evitación. Es, ya lo sé, una percepción completamente subjetiva. Eso no quiere decir que no deba ser respetada.
Gracias por avisarme que tú eres demasiado estúpido.
El silencio se ha convertido en un enemigo. No es sólo que no se encuentren bares en los que ya no tengan la TV o la música permanentemente encendida —acepto sugerencias para Oviedo—. Es que el silencio incomoda y se trata de combatirlo de forma permanente.
De hecho se ha desarrollado un estilo musical que tenía como destino natural salas de espera en hospitales, aeropuertos o consultas de médicos. La idea es que, si es verdad que la música calma a las fieras, rellenar el vació sonoro con una música insulsa tranquilizaría a los que no han desarrollado pautas adaptadas para los momentos en que les toca esperar. Se ha desarrollado un sub-género musical apropiadamente conocido como “música de ascensor”. En su tiempo se contrataba con una empresa (Hilo Musical) que emitía varios canales de temáticas diversas. Su máximo exponente fue Ray Conniff.
El popurrí fue siempre su seña de identidad y sus cantantes sincopados alcanzaron mayor protagonismo en determinados momentos de la carrera del bueno de Ray.
Los ‘70s fueron así. Imagínate entrar en un ascensor amenizado de esa forma. La segunda forma más horrible de viajar en ascensor, tras montar en el de “El coloso en llamas”.
En Estados Unidos explotaron hasta el delirio la estética kitsch. Naturalmente contaban con Las Vegas como excusa y con Liberace como su estandarte. Liberace fue depurando su puesta en escena (su piano y su candelabro como señas de identidad) hasta alcanzar el clímax en su presentación en un espectáculo en 1981. No creo que necesitéis comentarios.
Mirando retrospectivamente uno aprecia las cosas con más sentido de la perspectiva. Si has sentido rubor viendo a Liberace, recuerda que nosotros, los españoles, elevamos a la categoría de mito a Luis Cobos, el único director de orquesta que incluye entre sus instrumentistas a un ventilador (su cabellera siempre al viento, por favor).
El principio activo es el mismo: encadenamiento orquestal de temas famosos, reconocibles por la mayoría y machacados hasta reducirlos a una pasta amorfa que sólo se distingue por la característica identitaria del ejecutor: elección armónica de la guardarropía en los colaboradores (Ray), candelabro y pianos por doquier (Liberace) y melenina al viento (Cobos).
La música para ascensores parte de una idea profundamente arraigada. La cultura extendida y generalizada por los mass-media —aunque no llegue a producir verdadero entusiasmo—, tampoco molesta a nadie. Es la cultura de medianías; verdaderos pastiches carentes de toda sensibilidad artística, pero pretendidamente inofensivos.
Ruido de fondo indoloro, incoloro e insípido.
Recuerdo multitud de situaciones con espanto.
Una playa en la que, por los altavoces, emitían música de continuo.
Música navideña atronando por la calle.
Estar comiendo en el jardín de un restaurante, un domingo, y sufrir a una pareja que, sentada en ángulo, atendían él al periódico y ella a la radio que puso encima de la mesa para oír el carrusel deportivo.
Un violinista callejero —rumano— que te mira fijamente mientras pide por su ejecución.
Ir al fútbol con la radio puesta.
Mi padre siempre decía: “no hay parto sin dolor, ni hortera sin transistor”.
El ruido es una forma de contaminación acústica. Nadie lo combate. Reclamo un poco de silencio y lo hago con dos canciones que están llenas de gusto.
Ya lo sé. Me consta que parece una incongruencia pedir silencio a voces.
He encontrado un canal en youtube que responde al nombre “Silencio, se lee”. Se presenta la novela “El jinete del silencio”, de Gonzalo Giner, autor también de “El sanador de caballos”. Hablan el autor y la presentadora, Charo Vergaz —a la que no discutiré su gusto personal— de Yago, el protagonista.
Lo que más llama la atención es que, ni en ese microcosmos, dejan que el autor lea en silencio un párrafo del libro.
Así que sigo sin encontrar un bar donde, estando en silencio, dejen leer o escribir o incluso pensar. Sé que existen unos cafés literarios, pero no son lo que yo busco. Primero, porque ha desaparecido la tertulia. Apagados por los cambios, sometidos a la proliferación de las tertulias radiofónicas, desaparece la necesidad de conversar escuchando para someterse al ir, más o menos, oyendo. Pero además, los cafés literarios presentan una carta de naturaleza artificiosa, al proponer un cóctel de música de fondo y libros. Yo no quiero música; el libro lo traigo yo. Así que el hecho de que tengan unas estanterías con libros disponibles —¿seleccionados por quién?— resulta inútil para mí.
En fin, seguiré buscando. Si alguien conoce un café, bar, cafetería, ambigú, o lo que sea, de características similares a las descritas, en Oviedo, que por favor me avise.
Mientras, escucharé un poco más de música ultra-lounge.
La contaminación acústica que supone el ruido —que nadie combate— genera un nivel de tolerancia creciente. A su vez se produce un incremento en la intolerancia al aislamiento acústico, al silencio.
Ya no tiene sentido poner música de fondo. Quien teme esos silencios incómodos, se envuelve y se aísla. Supongo que la estrategia a seguir se resume en “como quien oye llover”.