En
la escena más memorable de la película “El
sexto sentido”, (1999, dirigida por M.
Night Shyamalan), el niño protagonista, Haley Joel Osment, le hace una confesión a su psiquiatra, Bruce Willis, en un ambiente gélido,
superando con valentía una situación que le intimidaba, pronunciando en
susurros una de las frases más estremecedoras del cine reciente (aceptando como
tal el hecho de que la película tenga 15 años):
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"La manta arropa, pero no protege (lo suficiente)" |
Es
verdad que la situación que describía la película era aterradora, pero
ficticia.
En
cualquier caso, agradecimos el anuncio de Gas Natural (Fenosa),
que nos permitió tomarnos el asunto a chanza.
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Una
ficción nos permitió eludir las preocupaciones que había generado otra.
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Pero
mi problema es real. Vaya donde vaya, me ocurre:
—
“En ocasiones, veo tuertos”.
Puede
pasar cuando escucho música.
Notar
la inquietante presencia de David Bowie,
narrando la conversación entre el Comandante
Tom y el Control de Tierra, en
esa rareza espacial, “Space oddity”, y, más
allá de su extraño peinado (o sus plataformas), —que se deben a una moda que
hoy parece irreal—, intuir que en el Duque
blanco hay una fatal atracción hacia los ambientes torturados. Podía
haberlo superado, habiendo sufrido a las órdenes de Tony Scott su agonía y su progresivo envejecimiento en la película
de 1983 que protagonizó junto a Catherine
Deneuve y Susan Sarandon, “The hunger” (“El ansia”). Pero no, "el siguiente día", hace
nada, en 2013, vuelve a caer en lugares parecidos, nada comunes, mostrando que
es un tipo torcido, torturado, ambivalente; con una explicable obsesión por los
ojos.
— Para, para. Que estás
yendo demasiado lejos. No digas que Bowie es torcido.
— Lo es.
— O torturado.
— A la vista está.
— ¿Ambivalente?
— Tiene toda la pinta.
— Vale. Pero, de
tuerto, nada. Tiene los ojos de distinto color.
— ¿Y eso?
— De un balonazo, cuando
era niño. Le dejó atrofiado el iris de uno (el derecho, creo) y por eso da la
sensación de que tiene los ojos de diferente color.
— Claro. Y, con el iris
atrofiado, es incapaz de ver con uno de sus ojos.
— Supongo.
— ¡Tuerto!
— ¡A mí no me insultes!
— Digo que Bowie es
tuerto...
— ¡Ah, vale, eso te lo
consiento! Pero conmigo, ni una broma.
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Alguien
se coloca un parche, de atrezzo, en
la idea de que le dará otro aire:
…sofisticado (entendido en términos setenteros,
lo que incluye hombreras y chaquetas remangadas por encima del codo), si se
trata de Bryan Ferry, al frente de
su banda, Roxy Music, confesando que
el amor es una droga: Love is the drug, cantando entre pompas de jabón.
El
parche aporta un matiz aventurero; esa épica sugerida por historias de
corsarios, filibusteros o piratas. Héroes románticos que eludían las leyes
terrenales, enrolándose en una tripulación que enarbolaba la Jolly Roger y no daba
más cuentas que al ron y el peligro. Como Johnny
Kid (acompañado por The Pirates en
“Shakin’ all over”, su éxito más importante).
El
dinámico Bobby Helms, atado a su
éxito inmortal, un villancico inolvidable, que interpreta todo el año con su panda
de amigotes. El batería se sabe mejor que el propio Bobby el estribillo de “Jingle bell rock”.
Y
el más canalla de todos los canallas que lucieron un parche en la historia de la
música (alma mater, percusionista, antiguo
barman, bailarín rítmico, con sangre caliente y pasado siniestro), lucía estilo
imperecedero, abriendo el cuello de su camisa y enseñando felpudo frontal,
siempre con chaleco, bigote y una sonrisa cómplice. Su sombrero, coronado por
una pluma, lo dejaba en la bandeja trasera de su Mustang para ocuparse de los asuntos carnales a los que toda gira
conduce, creando una moda que, todavía hoy, se muestra triunfante. El combo en
el que hacía de hombre para todo se apropió de su gancho y su talento para dar
nombre a la formación: Dr. Hook y, aunque
no sabían de medicina, alternaron intentos propicios para bailar sueltos (con
la coreografía sincopada de nuestro amigo) y agarrados (momentos en los que
aprovechaba para arrimar la cebolleta). Tuvieron el cuajo de, tras enamorarse de una mujer
maravillosa y realizar infructuosos intentos de pasar la noche juntos,
concluir que tenía, nuestro hombre, unos ojos sexys.
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El
defecto puede ser funcional: una caída permanente (total o parcial) de uno de
los párpados. Un ojo vago, como le ocurre a Forest Whitaker.
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Forest Whitaker |
La
cantante británica Gabrielle, que también padece ptosis palpebral (así lo
llaman), utiliza diferentes estrategias para ocultarlo: gafas negras (“Out of reach”) o un flequillo perenne y mucha
gomina (“Say goodbye”). En cualquier situación se muestra
solidaria con aquel a quien dejen un ojo a la funerala (“Rise”).
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La
lista de tuertos es larga.
Siempre
empieza con Ana de Mendoza.
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La princesa de Éboli |
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Moshé Dayán |
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Blas de Lezo |
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Peter Falk, Colombo |
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John Ford |
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Fritz Lang |
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Nicholas Ray |
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Raoul Walsh |
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James Joyce |
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Francisco de Orellana |
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Juan José Padilla |
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José Javier Esparza |
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Millán Astray |
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Luiz de Camoes |
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Sammy Davis, jr |
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Nicolas-Jacques Conté |
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María de Villota |
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Filipo de Macedonia |
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Aníbal de Cartago |
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Jean-Paul Sartre |
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Jean Marie Le Pen |
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Y
muchos personajes de ficción, memorables, en los que el recurso empleado
oscilaba entre lo tétrico y lo grotesco:
En
“A fish called Wanda”,
Ken (Michael Palin) es incapaz de cumplir con su cometido (“acabar con la vieja”) sin, previamente,
llevarse por delante a los chuchos (y automutilarse).
El
final de la película “The anniversary”,
muestra a una desquiciada Bette Davis,
en una situación que se antoja más dramática al hurtarse de la vista parte de su
rasgo más notable, esos
ojos a los que cantaba Kim Carnes.
Popeye alterna el ojo sano. Su
compadre Pilón, mantiene ambos
cerrados, de forma permanente, sin mostrar ninguna tara (más allá de su excesiva afición a la ingesta de hamburguesas).
En
“The Goonies” Willy el tuerto es un pirata que
escondió un tesoro. Una pandilla adolescente se aventura en su búsqueda.
El
que había sido un gigante de la mitología griega, Cíclope, se reencarna entre una pandilla de mutantes, liderados por
un calvo con problemas de movilidad. Todo se explica en sus “Orígenes”.
En
“Kill Bill, vol. 1”, Daryl Hannah se viste de blanco, aunque
no esconda que sus intenciones sean negras.
“The avengers” es un esfuerzo coral para integrar
personajes de Marvel que previamente
habían funcionado a su bola (Iron Man,
Capitán América, Hulk, Thor). El insensato
que capitaliza ese esfuerzo muestra que no sólo no tiene dos dedos de frente,
sino que, además, es tuerto. Responde al nombre de Nick Fury (en la ficción) o Samuel
L. Jackson (en entrevistas al intérprete).
Otros tuertos que portaban parche.
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Falconetti ("Hombre rico, hombre pobre") |
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John Wayne ("Valor de ley", 1969) |
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Jeff Bridges ("Valor de ley", 2010) |
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Amparo Soler Leal ("La escopeta nacional") |
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Tom Cruise ("Valkyrie) |
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La
sabiduría popular —la que, como el fracaso, es huérfana— no tiene recatos para
encontrar sentencias. Lo hace aplicando un principio infalible, apostando en
todas las manos a rojo y a negro, a pares y a impares, a falta y a pasa.
Nunca
falla.
Dos
son las letanías de recurrente aplicación:
“Me
ha mirado un tuerto”.
Extendiendo un maleficio, que se
convierte en contagioso, que acompaña al que ya ha sufrido el propio,
convirtiéndose, en un único acto, en lisiado y gafe.
“En
el país de los ciegos, el tuerto es el Rey”.
En los tiempos convulsos que corren
para la Monarquía (como Institución y Sujeto de Privilegios), el dicho se ha
acortado; se ha mutilado. Ahora, para señalar la ventaja competitiva que supone
ser malo entre pésimos, la frase se empieza, pero no se concluye y se deja en
el aire esperando que el resto sobreentienda el mensaje:
“ya
sabes, en el país de los ciegos…”
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Clarence Carter, ciego de nacimiento —y cantante soul de segunda fila— alcanzó su mayor
éxito en 1970, con “Patches”, en la que
cuenta su vida, su origen humilde y cómo su padre le llamaba “Parches”, por lo maltrecho que estaba y
por ir siempre vestido con andrajos. Un día, su padre le explica la necesidad
de esforzarse en recibir una buena educación, que él no había tenido. Dos días
después muere y Clarence se convierte en el hombre de la casa. Un éxito en
ventas, disco de oro (más de un millón de copias vendidas), refrendado con la
entrega del Grammy a la mejor canción
R&B en 1971.
Una
historia de lucha y superación, que merece ser escuchada.
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Siempre
recuerdo otro personaje que recibió el apodo de “Parche”. Se llama Hunter
Doherty Adams, pero todo el mundo lo conoce como Patch Adams. Médico, desarrollador de la risoterapia, carga con el
lastre de haber sido interpretado por Robin
Williams en la película “Patch Adams”.
Su manera de abordar la medicina (y la terapia) es diferente de la que
defiende Mitch Roman
(interpretado por el recientemente fallecido Philip Seymour Hoffman).
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Puede
parecer superfluo señalar una obviedad, aunque sospecho que pueda pasar
desapercibida: el carácter de tuerto, del que sólo ve por un ojo (o que lo ha
perdido), es una condición adquirida. Por lo común, no suele nacerse con ella y
precisa de un periodo de adaptación.
Cuando el cumplimiento del Servicio Militar era obligatorio (y, por eso
mismo, indeseado), las quintas de jóvenes nos presentábamos al servicio médico
militar, alegando enfermedades o lesiones que nos impidieran cumplir con
nuestra obligación castrense. Los cuarteles se llenaban los días de revisión de jóvenes ansiosos por ser declarados “inútiles”,
que aportaban informes médicos a cientos, que se enseñaban unos a otros. Yo,
con mi natural imprudencia, amparado por la notoriedad de una lesión que “saltaba a la vista”, me personé sin un
solo papel que mostrar, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, en
ese gesto que, todavía hoy, recuerdo como el epítome de la indiferencia
despreocupada.
El
médico militar iba llamando a los mozos, de uno en uno, para que le explicaran
su situación. Todos se escudaban detrás de unos papeles que el ayudante se
aprestaba a recoger. Cuando entré, libre de carga, el ayudante me miró, yo le
miré y me encogí de hombros. El médico dijo:
— Papeles.
— No
traigo.
— ¿No
trae?
— No.
— ¿Qué
le ocurre?
— No
veo por este ojo –y aproveché
para señalarme el izquierdo.
— ¿Fue
traumático? –preguntó,
tras una somera inspección.
— Bueno,
verá: al principio sí.
Luego, con el tiempo, me fui adaptando.
Pero comprobé que el médico,
desquiciado, se había ido a revisar a otro mozo.
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El
mayor de sus inconvenientes es la incapacidad para la visión volumétrica: somos
incapaces de ver en tres
dimensiones (aunque nos ahorramos una pasta en gafas de cartón y entradas
de cine). La posibilidad de tener un accidente en el ojo sano entraña un
riesgo, el mayor de los cuales es obsesionarte porque realmente suceda. También
dificulta el juego del mus y pasar a tu compañero la seña de que has juntado treintayuna.
Pero
la principal ventaja de la lesión es que te brinda la oportunidad de ampararte en
la lateralidad de tu ángulo ciego. De esa forma, con un leve giro de la cabeza,
puedes colocar en tu lado malo aquello que, por la razón que sea, no quieres
ver.
Ojos
que no ven, corazón que no siente.
Poder
adoptar una insensibilidad temporal para cualquier hecho que se produzca, en mi
caso, a mi izquierda. Y, dado que sucede a mi izquierda, ni me afecta, ni me
preocupa, ni me importa, ni me deja de importar.
Es
tan sencillo como mirar un poco más en el sentido opuesto.
Y
aprender a aceptar lo que te ocurre (aprovechándolo en tu beneficio).
Es
la suerte que tenemos los que, cuando queremos, sabemos cómo hacer para no verte a ti.