lunes, 30 de mayo de 2011

Resolución de problemas

¿Qué hacer, cómo comportarse cuando uno se encuentra ante un problema, frente a una situación percibida como negativa, desagradable o amenazante? Antes que nada: calma y sosiego. Es necesario realizar un mínimo análisis que nos ayude a determinar el comportamiento más inteligente para resolver de manera provechosa la dificultad planteada. Se apunta inicialmente que la respuesta deberá atender necesariamente a dos factores diferentes: posibilidad de modificar las condiciones planteadas y ubicación del factor desencadenante de la situación.

  1. Posibilidad de modificar las condiciones planteadas

Las condiciones deberán situarse en una de dos posibilidades: o son modificables, o son inalterables. Más adelante deberá determinarse si las dificultades para producir su modificación son mayores o no, pero en este momento, lo realmente interesante es comprobar si pueden ser modificadas.

  1. Ubicación

Deberemos analizar dónde percibimos que se encuentra la raíz del problema o, mejor todavía, la posibilidad de su solución. Hablaríamos así de la ubicación del locus de control que, de manera genérica, sin precisar demasiado ahora, entenderemos como externo o interno a mí mismo. Nos moveríamos entre dos posibilidades: el causante de la situación –el agente que puede producir el cambio– soy yo, o es ajeno a mi persona.

Estaremos entonces ante un cuadro de dos entradas que representamos a continuación:



Ubicación


INTERNA
EXTERNA
Cambios
MODIFICABLE



INALTERABLE





Trataremos de analizar individualmente cada uno de los cuatro cuadrantes.



  1. Ubicación interna, situación modificable

Las condiciones pueden ser modificadas y el responsable de los cambios soy yo. “Nunca encuentro las llaves de casa”. Mi iniciativa deberá llevarme a desarrollar nuevas estrategias para generar cambios que produzcan los resultados apetecidos. “Busco un lugar para dejar las llaves, en la entrada de la casa, y me acostumbro a hacerlo nada más pasar la puerta”.

Resulta, en principio, la situación más favorable de todas: las condiciones pueden ser modificadas y el responsable de que los cambios se produzcan soy yo. Dicho y hecho: me aplico a la faena. En lugar de quejarme de una situación que yo mismo puedo cambiar, empleo toda mi iniciativa en producir los cambios que hagan que perciba la nueva situación como positiva, agradable y tranquilizadora. Eso me hará más feliz y ocuparé mi iniciativa, mi inteligencia y mi tiempo en actividades más provechosas que en quejarme de lo que yo mismo soy responsable de cambiar.

  1. Ubicación externa, situación modificable

En ocasiones, las condiciones pueden ser modificadas, pero no depende de mí mismo. Resulta tremendamente frustrante comprobar cómo, determinadas situaciones que podían y debían ser cambiadas, no lo son, por la inacción del responsable de que los cambios se produzcan. En este caso, si entendemos que la mejoría alcanzada justifica los esfuerzos a emplear, deberemos provocar que los cambios se produzcan, independientemente de si contamos con la aquiescencia o no de ese responsable último. Se plantearían dos escenarios diferentes:

    1. Con acuerdo del responsable externo. Hablaríamos de una revolución: tratamos de ser capaces de que alguien externo a nosotros, una persona que contaba con autoridad y responsabilidad –poder– en un ámbito en el que nosotros somos carentes, realice unos cambios favorables a nuestros intereses.

    1. Sin acuerdo del responsable externo. Nos encontraríamos frente a una rebelión: negamos la inacción del responsable para realizar los cambios y actuamos por nuestra cuenta, modificando las condiciones para alcanzar o favorecer nuestros propios intereses.

No seré yo quien recomiende a nadie que se embarque en la búsqueda de cambios revolucionarios, ni mucho menos quien anime a otros a la rebelión, pero si, en determinadas circunstancias, las condiciones que una persona define como un problema –se perciben de forma negativa, desagradable o amenazante– interfieren gravemente en su desempeño cotidiano y dificultan notablemente la consecución de su felicidad personal, deberá plantearse a sí mismo si debe procurar que los cambios en otros se produzcan o directamente rebelarse porque éstos no se producen.

  1. Ubicación interna, situación inalterable

Yo soy el causante del problema o el responsable de su solución, pero, por determinadas circunstancias, percibo que no puedo producir ese cambio, ¿qué deberé hacer? Es una situación normal, se repite frecuentemente en nuestras vidas: entiendo que hago algo de forma inadecuada, pero creo que no puedo cambiar. ¿Es eso siempre cierto?

Recomendación personal: profundizar más. Detenerse en reflexionar. Analizar con detenimiento la situación. En ocasiones somos especialmente severos con los demás y excesivamente benévolos en nuestro propio juicio. Pedimos a los demás que cambien, pero nos aferramos a nuestra propia identidad para justificar la imposibilidad de ajustar nuestra conducta, moldear nuestro comportamiento, desarrollar nuevos hábitos adecuados a nuestra realidad y necesidad personal, siempre cambiantes.

Si las cosas cambian cada vez con mayor rapidez, por qué no he yo de esforzarme en cambiar, buscando mi adaptación a las nuevas circunstancias. ¿Por qué no trato, por lo menos, de intentarlo?

Una vez profundizado en el análisis encontraré:

    1. El cambio es posible. Se habrá producido en mí una evolución. Sigo manteniendo mi identidad personal, pero he evolucionado para adaptarme a la situación. He buscado en mi interior la posibilidad de ajustarme a las condiciones presentes y ese cambio ha provocado que la situación deje de percibirse como negativa, desagradable o amenazante. Dejo, por tanto, de encontrarme frente a un problema. He provocado en mí un cambio que me ha hecho avanzar en mi desarrollo personal y me ha ayudado en mi búsqueda personal de la felicidad. ¡Bien!

    1. El cambio es imposible. He analizado la situación con detenimiento, he buscado en mi interior, pero no he encontrado la posibilidad de provocar que el cambio se produzca. ¿Qué hacer? Redefinición. No soy capaz de cambiar algo que está en mi interior (en mi comportamiento, en mi carácter, en mi conducta, en mi forma de actuar). Entiendo que me supone un problema en mi desempeño cotidiano, en mi búsqueda de la felicidad. Establezco que no soy capaz de cambiarlo. Afirmo que no puedo conseguirlo. Si todo es así, si de verdad es así, asumo que es “superior a mis fuerzas”. Estaré concluyendo entonces que es externo a mí.

Se establece como corolario, en este momento, que no existen problemas interiores que sean inalterables (en un caso el cambio sí es posible y se produce una evolución; en el otro, el cambio es imposible y se procede a una redefinición de la situación: se situaría entonces en el cuarto cuadrante, que se analiza a continuación).

  1. Ubicación externa, situación inalterable

El problema es externo a mí. La solución no depende de mí. ¿Qué hacer? He trabajado con detenimiento analizando las condiciones, profundizando en mi interior, pero he encontrado que no hay nada que, ni yo ni nadie, pueda hacer para cambiar las cosas.

Una innovadora aportación metodológica se apunta aquí: el conformismo útil. Cuando no depende de ti, ni hay nadie de quien dependa para que las cosas cambien, aprende a conformarte: te resultará útil.

Y, en cualquier caso, realiza pequeños cambios, si puedes, que te hagan relativamente más feliz. Si estás en casa y se pone a llover copiosamente, disfruta del placer de contemplar la lluvia cayendo, pero si vas a salir, mi recomendación es que cojas un paraguas.



Ubicación


INTERNA
EXTERNA
Cambios
MODIFICABLE
Iniciativa
con: Revolución
sin: Rebelión
INALTERABLE
posible: Evolución
Conformismo útil
imposible: Redefinición


sábado, 28 de mayo de 2011

Fumar en la calle


Fumando en la calle

Desde la aprobación y puesta en marcha de la polémica ley del tabaco, se vienen sucediendo un conjunto de fenómenos que han venido alterando la rutina ordinaria de la convivencia en las ciudades. Todo cambio acarrea consecuencias y la mayor se viene repitiendo de forma universalmente extendida y con el aparente consentimiento de los vigilantes públicos. Ante la prohibición de fumar bajo techo, los fumadores han tomado la calle, animados, sin duda, por los hosteleros que, con acopio de bienes de diferente naturaleza han venido tomando las aceras por la plantación a las bravas de mesas, bancos y taburetes; barriles, medios barriles y cuartos de barriles; murete, poyete y sainete; sombrilla, parasol y quitasol; cenicero, servilletero y palillero; macetero, abrevadero y pesebre. Cada cual expresa su vena artística en recoger las cenizas de un negocio que se abrasa.

Así que, paseante paseando, sin fumar o fumando, por la ciudad, de acera en acera, esquivando me ando. No necesariamente esquivo humos ajenos: me obligan al quite la falta de uniformidad en el diseño de los espacios para fumar despacio. Si se hubieran puesto de acuerdo para alinearlos, bien del lado más próximo a las fachadas, bien del más cercano al tráfico, podría mantener un rumbo meridianamente rectilíneo, pero las ganas de llevar la contraria al vecino de al lado, me obligan a practicar el slalom. Así que haciendo eses voy.

Expulsando el humo de los locales los han dejado huérfanos de un elemento olfativo cohesionante, así que ahora puedes distinguir en algunos locales olor a fritanga, tufo a sobaquina e incluso a veces, olor a heces. ¿Se impondrá y extenderá la carta pituitaria?

Todo pecado encierra su propia penitencia. Según Murphy la tostada cae sobre el lado de la mantequilla. Eso nos obliga a desechar una que ha pasado previamente por el suelo. ¿Nos la hubiéramos tomado si hubiera aterrizado en seco? Intuimos que sí. Así que demos gracias por haber caído de ese lado. Debemos acostumbrarnos a buscar el lado provechoso de lo que está cayendo.

Los hosteleros, obligados por la impuesta expulsión temporal de su propio negocio –mientras calan el pitillo– se han visto, a la fuerza, obligados a recuperar un sano hábito prácticamente en desuso: salir a la calle, ver sus establecimientos desde el mismo lugar que lo ven los viandantes y así mejor poder calarles. Antiguamente era práctica comercial común que los tenderos tomaran las aceras mostrando sus mercancías y ganando metros para su negocio, lo que también les obligaba a asomar la nariz y dejar el cobijo del techo protector. Vigilaban el género expuesto, observaban a la competencia y saludaban cortésmente a los paseantes habituales. Obligados, pues, estaban a ver desde donde veían sus clientes.
Los niños más baratos si van juntos

Hoy se pertrechan tras el mostrador o la barra y han dejado de mirar desde donde ellos miran. Así que, donde unos miran, otros ven, algunos observan y pocos comprenden. Gracias al tabaco por dejar abrir los ojos.

viernes, 27 de mayo de 2011

Dos restaurantes

Imagina que estás de viaje con tu pareja, en una ciudad que visitas por primera vez, sin ninguna persona conocida a la que puedas pedir referencias. Habéis recorrido la ciudad, paseando por los lugares de visita obligada en un viaje turístico y después de un pequeño descanso en el hotel, pensáis rematar un día perfecto con una cena tranquila y así probar la gastronomía local. Preguntáis en recepción y, tras descartar quedaros a cenar en el restaurante del mismo hotel, os recomiendan que os dirijáis a una calle muy frecuentada donde se concentran algunos de los mejores establecimientos de la ciudad.

Al llegar allí os encontráis con dos restaurantes aparentemente idénticos: la decoración es muy similar, la carta es parecida, su tamaño, los precios de la carta, el número y apariencia de camareros y todas las características que observáis externamente son iguales. Sólo hay algo que os llama la atención y que los diferencia radicalmente: desde las ventanas veis que uno está lleno a rebosar de gente, con alguna persona esperando haciendo cola y el otro está vacío. ¿Cuál elegirías?

Restaurante lleno

Restaurante vacío

Cuando planteo este ejercicio en sesiones formativas, algunos participantes creen que encierra una trampa y, para resolverlo mejor, se paran a reflexionar sobre la respuesta, en lugar de contestar a la ligera lo primero que se les ocurre. Esta es una de las características más delicadas de la creatividad: las situaciones que nos encontramos en la vida ordinaria no vienen acompañadas con etiquetas de señalización que indiquen: problema o busque soluciones creativas. Normalmente decidimos mediante automatismos, basándonos en ideas preconcebidas o en algunos principios que hemos interiorizado y que suponemos que responden a nuestra experiencia anterior. En realidad, en muchas ocasiones, se formulan apoyándose en un conjunto de prejuicios sin demasiado fundamento. En cualquier caso, reflexionar antes de tomar una decisión parece un buen consejo.

Es evidente que personas distintas pueden valorar de forma diferente una misma situación, por lo que no existe una respuesta a este ejercicio que pueda considerarse como correcta o incorrecta. Al final, la valoración de cómo haya resultado el plan es personal y cada uno puede juzgar atendiendo a criterios diversos. Así que el ejercicio planteado no contiene, en principio, ninguna trampa.

Sin embargo, en este ejercicio concreto, la mayoría de la gente contesta de forma similar (incluso habiendo sometido la respuesta a un proceso de reflexión): afirman que elegirían el restaurante lleno. Su argumentación se basa en que si uno de los dos está lleno y el otro vacío, “por algo será”. Así en idioma coloquial se resume en el dicho “donde va la gente”. Dice una leyenda urbana que en la Unión Soviética, cuando alguien veía una cola, se ponía en ella porque seguro que ofrecían algo que podían necesitar.

Cuando se produce algún cambio novedoso (lanzamiento de un nuevo producto o servicio), esperamos a ver si se consolida y se convierte en aceptado por la mayoría: entonces nosotros lo aceptamos también. Seguro que todos recordamos experiencias similares en las que nos comportamos así.

Y nuestra experiencia nos dice que las cosas mejores suelen tener mayor aceptación.

¿Seguro? ¿Siempre lo más aceptado es lo mejor?

Seré una persona excéntrica, pero en una situación como la planteada, elegiría siempre el restaurante vacío (si mi pareja me lo permitiera, por descontado. Dado que la cena es una actividad social debo tener en cuenta la respuesta de mi acompañante). Pero si dependiera sólo de mí, seguro que cenamos en el restaurante vacío.

Recuerdo ocasiones en las que he cenado en un local de moda, con lista de espera, lleno de gente haciendo cola y me he preguntado: ¿por qué? No entendía los motivos de tanta aceptación: la comida no destacaba, los precios eran disparatados o la atención era deficiente (o todo se combinaba al tiempo). Y también recuerdo sitios en los que he estado que tenían una cocina exquisita, a precios razonables, con un servicio atento y eficiente y que, a pesar de todo, estaban semivacíos. Y no era capaz de entender por qué no estaba lleno a rebosar, por qué no gozaba de la aceptación mayoritaria.

Me ha pasado varias veces, no sólo en restaurantes, sino en otro tipo de situaciones. Seré extravagante, pero mi valoración no siempre coincide con la de la mayoría. He aprendido que no siempre debo fiarme de lo que sea más popular.

Este ejercicio sí tiene una “pequeña trampa”. No es difícil de ver, mucha gente la descubre y hace que más gente elija también el restaurante vacío. No es que todos seamos una pandilla de excéntricos. Algunos comprenden que lo verdaderamente importante en una cena íntima es precisamente la persona que nos acompaña y cenar en un restaurante repleto contrasta con el clima de intimidad que nos resulta propicio en una situación así. Nada de lo que sucede a nuestro alrededor ayudará a mejorar la valoración que ambos hagamos de nuestra cena; al contrario, es fácil que pueda contribuir a que se estropee.

En situaciones diferentes, que un local esté repleto aporta valor adicional a la experiencia.

jueves, 19 de mayo de 2011

Entendiendo la CRISIS

Desde una perspectiva individual, cada vez más personas se autodefinen como insatisfechas. La depresión es una enfermedad en vías de crecimiento, acercándose a los niveles de una pandemia, y es, además, inherente e indisociable a la vida occidental.

Desde una perspectiva social, cada vez más personas identifican, ya no sólo en su propia experiencia vital personal, sino en su entorno, rasgos que le desagradan del modo de vida en que se ven inmersos.

Ambos tipos de análisis de carácter intuitivo coinciden en señalar un tipo de crisis que aumenta exponencialmente y que hunde sus raíces más allá de las crisis económicas o financieras. Son independientes de la situación económica presente en cada momento, y son indiferentes a las expectativas que cada persona pueda plantearse para los demás o para el conjunto de su territorio.

Así que, con el objetivo de presentar algunas claves personales que ayuden a resolver las causas que están presentes en la definición de la crisis, se apuntan las siguientes:

Culpa. El locus de control se define como “la percepción de una persona de lo que determina o controla el rumbo de su vida”. Aquellas personas caracterizadas por un locus de control interno, perciben que los eventos ocurren principalmente como consecuencia de sus propias acciones. Para las caracterizadas por un locus de control externo, los eventos suceden como consecuencia del azar, el destino, la suerte o el poder y decisiones de otros. La tendencia creciente a culpabilizar a otros de las consecuencias en las vidas de cada uno de nosotros, está en la raíz de la percepción de infelicidad, tanto en nuestra propia vida, como con la sociedad en la que nos vemos inmersos.

Reactividad. Al asumir una persona que no controla de forma activa las consecuencias en su propia vida de fuerzas externas a él, niega la posibilidad de desempeñarse de forma proactiva. Como consecuencia, su única posibilidad consiste en reaccionar ante las situaciones que, causadas por otros, va encontrándose en su vida diaria.

Irreflexión. En un mundo marcado por un ritmo de vida crecientemente estresante, parece difícil encontrar un momento de calma y de sosiego para pararse a reflexionar sobre cualquier asunto de importancia. Hagan una prueba y comprueben cuántas personas se encuentran en su entorno –ya sea familiar, laboral o personal–, dedicando un momento a pensar. Cada vez tenemos que tomar más decisiones con menos posibilidad de reflexionar sobre ellas.


Superficialidad. En la era de la información, con tantos recursos disponibles desde la comodidad de nuestro hogar, picoteamos pedacitos de información sin disponer ni de las ganas ni del tiempo para profundizar en ellos. Nos estamos irremediablemente convirtiendo en “maestrillos de todo, aprendices de nada”.

Inmediatez. A las ventajas de los avances tecnológicos –particularmente el teléfono móvil y el correo electrónico– se les suma maliciosamente la manzana podrida de la inmediatez. “Queremos todo y lo queremos ahora. No sólo tenemos que ser irreflexivos y superficiales, sino que además debemos de ser instantáneos. ¿Cuántas personas conocen que les trasladen algo a lo que ellos mismos atribuyen suma importancia, que necesitan nuestro consejo o asesoramiento, y que nos conceden el tiempo que consideremos necesario, dentro de unos plazos razonables, para ayudarles en su resolución?

Simplicidad. A pesar de la complejidad creciente en el entorno en que nos desenvolvemos, nos estamos volviendo rematadamente simples. Nos decantamos por los extremos y rechazamos la riqueza de los matices intermedios. Un amigo que vende calderas me contaba que de su catálogo de 18 modelos distintos, ya solamente vende dos: el más caro y el más barato.

Sirvan estos apuntes para perfilar posibles debilidades que se encuentran enmarcadas en los orígenes de lo que definimos como crisis. Están tan arraigadas que no sólo la describen, sino que además la denominan. Pasen y vean:


C
ulpa
R
eactividad
I
rreflexión
S
uperficialidad
I
nmediatez
S
implicidad


Ocio

Cuando estudiaba en la Universidad, Oviedo todavía tenía cines, lo que por si sólo muestra los muchos años que han pasado desde entonces. Eran los años en que la “movida” no era algo exclusivamente madrileño y, a pesar de vivir en provincias, mi ciudad presentaba alternativas de interés para quien quisiera ocupar su tiempo de ocio en actividades culturales más allá del trasiego de alcohol (que también). No recuerdo quién fue el impulsor de aquella iniciativa, pero llegó un momento en que todos los cines de Oviedo se apuntaron al “día del espectador” que, básicamente, consistía en que un día a la semana era más barato ir al cine. Hace poco rememoraba aquellos días con un amigo: él hablaba de los miércoles del espectador, yo mencionaba los lunes del espectador; ni entonces logramos conseguir un acuerdo, ni tampoco es ésa mi pretensión ahora. El caso es que, fuera el día que fuese, había un día que, menda, se iba al cine. Normalmente éramos cuatro o cinco amigos los que nos apuntábamos siempre. En aquella época de socialización acentuada coincidíamos con mucha gente conocida. Se convirtió en un hábito para muchos ovetenses dedicar ese día semanalmente a la asistencia a las salas de cine. Normalmente no importaba si había una película que quisiéramos ver: siempre encontrábamos una y al final terminábamos viendo la mayoría de las películas que se programaban.

Eran otros tiempos, eran otras películas y era otra forma de ver el cine. Para empezar y sin que nadie se asuste: nadie comía ni bebía en la sala. Las palomitas no es que diga que no se hubieran inventado, pero no habían invadido ese espacio. Más cambios con la situación actual: no terminaban doliéndote los oídos por el volumen de los altavoces (perdón, sistema de sonido envolvente). Más todavía: no había que asistir necesariamente a una película de efectos especiales, ni a un thriller de ritmo frenético. En ocasiones encontrabas películas que daban importancia a un guión, a una interpretación, a una forma de mostrar historias o emociones.

En cualquier caso, daba igual lo que pusieran: los lunes íbamos al cine (mi amigo dice que los miércoles). Y antes de la película charlábamos de nuestras cosas y después de terminada, mientras volvíamos camino de casa, hablábamos de lo que nos había parecido. Charla, cine, conversación, caminata: cuatro formas de empezar con la letra “ce” una buena manera de emplear el tiempo.

Luego cambió la forma de hacer las películas, la forma de los cines, la forma de ir al cine. Entonces dejé de ir al cine porque ya no me gustaba.

Ahora lucho en casa por no ver la TV. Leo las estadísticas que publican los periódicos que dicen que los españoles dedicamos casi cuatro horas de media al día a esa ocupación. Me resulta escalofriante: casi cuatro horas de media. Lo repito para no olvidarme: casi cuatro horas.

Me quedo en un pasmo. Sólo con contemplar diariamente el ritmo frenético en el que vive la gente que me rodea, sólo con escuchar todos los días que “no tengo tiempo para nada”, sólo con saber que una de las causas de mayor desasosiego a nuestro alrededor es que “no puedo hacer todo lo que me gustaría”, sólo con todo eso, sé que, con reducir a la mitad el tiempo que destinamos a la TV y emplearlo en otras actividades, las cosas cambiarían. Yo lo sé, tú lo sabes, la mayoría lo sabemos, pero ni tú ni yo vamos a hacer que los demás cambien, ¿verdad? Cada uno es muy libre de organizar su tiempo cómo le venga en gana, no seré yo quién impida eso. Cada uno valora qué, cómo, por qué y para qué hace lo que hace, cuándo y con quién le place. Libremente. Seguro.

¿Libremente? ¿De verdad?

Si la mayoría de las personas hacen las cosas de una forma parecida, lo más probable es que no hayan sido del todo libres para elegir la forma de hacerlo. Conozco gente que, a una hora determinada, se sienta en el salón de su casa, en su sillón preferido, o se tumba en el sofá y enciende la TV. No sabe lo que va a ver. Simplemente enciende el aparato y con sólo utilizar su dedo pulgar va pasando de canal en canal hasta que algo de lo que emiten llama su atención. Si ve la tele en compañía de otros, los demás le animan a que deje ese cambio constante de canal y, bien por cansancio o por desesperación, juntos terminan viendo un programa que, en conjunto, todos aceptan. Las conversaciones están prohibidas, las llamadas de teléfono deben evitarse, para no interrumpir al que quiere ver el programa que emiten. Los baños se colapsan cuando aparecen las necesarias pausas publicitarias. Nadie quiere levantarse, no por temor a perderse parte del programa, sino receloso de la avalancha de peticiones que surgirán de los demás: “tráeme no-sé-qué, por favor”. Cuando se vuelve  a acomodar en el lugar que ocupaba antes de levantarse, pregunta intrigado: “¿qué ha pasado?” “Nada”. Nunca pasa nada cuando yo no estoy. Realmente tampoco pasa nada cuando estoy. No me gusta la TV que ponen. Los programas son cada vez peores. Las pocas cosas que merecen la pena, las ponen el mismo día. ¿No ponen demasiado fútbol? ¿No ponen demasiados programas de cotilleos? ¿No es peor cada vez la TV? ¿No hay demasiada Belén Esteban?

En otras realidades vivenciales comunales (lo que antes llamábamos familias), ni siquiera el hecho de ver TV es común: cada uno de los habitantes de la casa tiene su propio espacio y su propio aparato para ver TV y ejerce ese derecho de forma libre, autónoma e independiente. Aunque finalmente coincida en hacerse las mismas preguntas del final del párrafo anterior.

Cuando yo era más joven, antes incluso de empezar a ir todos los lunes (¡miércoles!) al cine, oía decir que a los que veían mucho la TV, la caja tonta, terminaban con la cabeza cuadrada: el peligro de la TV era el adoctrinamiento y los aparatos eran esos muebles cuadrados en los que, encima, se ponía un mantillo bordado y una virgen.

Ahora, buscamos en la TV una forma de evasión. Queremos relajarnos delante de ella, olvidar nuestras preocupaciones diarias. Nos tumbamos en nuestro sofá favorito, relajamos todo el cuerpo (salvo el pulgar) y dejamos que nuestra conciencia y nuestro encefalograma se alineen de acuerdo a nuestra posición corporal. ¿Nunca te habías preguntado por qué ahora las televisiones son planas?


"Cómo nos ha cambiado la TV"

[Gracias a Alberto Polledo Arias: uno de sus magníficos artículos recogidos en Geodestellos ha inspirado éste. Él sabe cuál]

Esa incierta edad [el libro]

A veces tengo la sensación de que llevo toda la vida escribiendo este libro. Por fin está terminado. Edita Libros Indie . Con ilustracio...