Antes
de que me despiste y olvide de qué quería hablar, estoy escuchando a Sam Cooke, explicando la (proximidad) necesidad de
un cambio.
La
TV todavía emitía en blanco y negro. Visto hoy, en este mundo lleno de
colorines y saciado por la aceptación conformista, da la sensación de que todo
era gris.
Quizá,
por eso mismo, algunos se empeñaban en mostrar su descontento.
En
USA, lo negro era más negro (y algo de lo blanco, más blanco). Se imponía la
segregación, y la participación en guerras extranjeras que alimentaran la
enorme industria bélica, extendiendo un modo de vida que, en los ‘50s, había llevado
prosperidad (a algunos; a los de siempre). Un sistema que era envidiado en una parte
del mundo, odiado en otra y empezaba a ser detestado en casa (al descubrirse su
desigualdad intrínseca).
Una
causa justa hacía que los pequeños (negros, jóvenes, desencantados; en muchos
casos, todo ello al mismo tiempo) se unieran en una lucha contra los poderosos.
Creían que un cambio era necesario. Les parecía que la música era una forma
para transmitir un mensaje, que ellos veían como nuevo y revolucionario.
Un
joven, de flequillo rebelde, se armó con una guitarra y una armónica. Quiso
mostrar que sus ideas y su autonomía le permitirían cantar en cualquier lugar,
sin importar su rasgada voz y su desaliño. O mejor aún: convirtiendo ambos en
una seña que marcara su identidad y su autenticidad.
Simplemente
se hacía preguntas y miraba hacia otro lado, silbando que la respuesta estaba
en el viento.
No
eran preguntas simples. Había que tener mucho valor para hacerlas.
“Cuántas veces deben volar las balas de
cañón,
antes de ser prohibidas para siempre.
Cuántas muertes serán necesarias,
antes de que se dé cuenta,
que ha muerto demasiada gente”.
Hoy
se cumplen cincuenta años del día en que Sam Cooke se metió en un estudio de
grabación. Era el 30 de enero de 1964.
Resulta
complicado establecer las motivaciones para realizar algo, lo que mueve a un
creador (un escritor, un pintor, un compositor) a hacer su trabajo. Esa
investigación tiene siempre mucho de especulativa. En el caso presente se han
aceptado algunas:
— La muerte de su hijo de año y medio en la piscina
de casa.
— En mitad de una triunfal gira, en un motel de
Shreveport, Louisiana, se niegan a alojarle (y a su grupo de acompañantes).
Sólo una explicación: su raza.
— Escuchar a Bob Dylan.
— El asesinato de JFK en Dallas, el 22 de noviembre de 1963.
Pero
no las tenía todas consigo. Su discográfica dudaba del riesgo que entrañaba que
un artista negro obtuviera tanta notoriedad.
Sam
había empezado con el grupo gospel The Soul Stirrers, grabando para el
sello californiano Specialty,
propiedad de Art Rupe, un tipo
extravagante que, siendo blanco y residente en el este, inició un periplo (por
pura diversión, como el que narraría Jack
Kerouak) que le llevó a la otra costa. Allí se establecería en Los Ángeles
y, en lugar de dedicarse al cine, enganchado a la música por los tugurios que
frecuentó en su viaje iniciático, fundó uno de los más importantes sellos de lo
que entonces se llamaba race music
(música racial), consistente en rhythm
& blues, gospel, blues y un seminal rock & roll (su máximo reconocimiento vino gracias a tener en
plantilla a Little Richard).
Pero
Rupe no se atrevió a promocionar el cambio de estilo de Sam, temeroso de la
reacción de los integristas del gospel
(una música de inspiración religiosa). Era una leyenda, como voz solista de uno
de los grupos más aclamados en las iglesias baptistas y metodistas. Así que,
tras permitirle probar con un apodo gaseoso, Dale Cook, le concedió la libertad para fichar por Keen, sello en el que cortaba el bacalao
un compinche suyo, Robert ‘Bumps’ Blackwell. Junto al
protagonista del día, otro hombre destaca en el catálogo: el fantástico bluesman Johnny ‘Guitar’ Watson.
Así
que, en la cima de un éxito que había alcanzado desde su debut, logrando llegar
al #1 en listas con su celebrado “You send me”, poseedor
de una trayectoria artística que excede las posibilidades del presente artículo
—lo esencial de ella se recoge en un recopilatorio editado en 1986 como doble
LP y, años más tarde, como CD sencillo: el imprescindible “The
man and his music”—, al cambiar de escudería e incorporarse a una de
las grandes, RCA Victor (revelando
una copia, en negativo, de lo que antes había ocurrido con Elvis Presley), el afán de ser contestatario se queda aparcado, en
forma del bosquejo que había plasmado en su cuaderno, hasta hace hoy 50 años,
cuando entró en el estudio.
Una
canción que aparecería escondida en un LP, “Ain’t
that god news”, pero no se publicaría como single en vida del cantante.
El
perfil definitivo de la canción queda en manos del arreglista habitual de Sam, René Hall, responsable del
acompañamiento orquestal, los violines y la trompa, muy del gusto, también, de
los productores: el dúo italo-americano Hugo
& Luigi.
He
incluido un vídeo que
incluye subtítulos. Conocedor de la errática política de Google, prefiero
transcribirlos y dejarlos aquí, ligeramente adaptados, temeroso de una misteriosa
desaparición.
“Nací en la orilla de un río,
en una pequeña tienda de campaña
y, al igual que ese río,
he estado corriendo desde entonces.
Ha sido un largo trecho,
pero sé que un cambio va a llegar.
Así será.
Ha sido muy duro vivirlo,
pero tengo miedo de morir.
No sé lo que habrá ahí arriba,
detrás del cielo.
Ha sido un largo camino,
pero sé que un cambio llegará.
Así va a ser.
Voy al cine, al centro de la ciudad.
Alguien me dice que deje de
vagabundear.
Ha sido un largo recorrido,
pero un cambio llegará.
Seguro.
Entonces, veré a mi hermano y le diré:
‘hermano, ayúdame, por favor’.
Pero él, simplemente, me golpea,
dejándome caer de rodillas.
En algunos momentos pensaba
que yo no podría vivir mucho más,
pero ahora creo que podré sobrevivir.
Ha sido un largo viaje,
pero el cambio llegará.
Así será”.
El
11 de diciembre de 1964, con 33 años, Sam Cooke murió en el Hacienda Motel, en el 9137 de South Figueroa Street, en Los Ángeles,
California. Un altercado con una chica que había llevado a su habitación, fue
resuelto taxativamente por Bertha
Franklin, la gerente, que, tras un forcejeo, le disparó en el pecho. Sam,
en su último aliento, exclamó antes de fallecer: “Lady, you shot me”.
Más
allá de las conjeturas que afirmaban que se trataba de un complot (una
conspiración, en terminología actual), lo cierto es que a un cantante exitoso,
apuesto, de gira, agotado por los excesos, le rondan multitud de groupies. Parece plausible que, en
aquellos años, una chica quisiera jugar al juego de “sí, pero no”. Y que un excitado triunfador no fuera la persona con
la que resultase más sencillo pactar un repliegue.
En
un motel aislado, en una oscura noche, un tipo negro, airado, semidesnudo,
probablemente ebrio, debe ser alguien con una capacidad para atemorizar que, yo
mismo, puedo imaginar.
En
todo caso, su muerte (más allá de las elucubraciones que se fantaseen), supuso
un mazazo para la comunidad negra. A los demás, aunque fuésemos recién nacidos,
se nos hurtó la posibilidad de disfrutar de un genio, en plenitud de
facultades, justo cuando empezaba a madurar y a ofrecer rasgos de una obra que,
con todo, es imperecedera.
“La pela es la pela”.
La
reacción ante la muerte de Sam barrió todas las dudas acerca del compromiso
político. El que se elevó a los altares de la gloria terrenal, tuvo un epitafio
en la publicación de la canción, como single,
sólo 11 días después de su deceso.
Fue
un éxito (relativo) de ventas. Su verdadera valoración llegaría con los años,
cuando se le fueron descubriendo matices, en una canción que no envejece,
porque expresa un deseo de libertad eterno.
La
revista Rolling Stone, en su famoso
listado de las 500 mejores canciones de todos los tiempos, la escogió en un
destacado número
12.
El
que había dejado de cantar a Dios, para dedicarse a cantar a las mujeres,
decidió mutar sus intereses e implicarse más en la defensa de sus semejantes.
Pasaba a la acción (política y social).
La
canción quedó como un himno para el Movimiento de Derechos Civiles.
ABKCO,
editora propietaria de los derechos de la canción, planteó muchas dificultades
para la inclusión de la misma en películas. A pesar de que ocupaba un lugar
destacado en Malcolm X, dirigida por Spike Lee en 1992, no pudo ser incluida
en la banda sonora original.
James Taylor interpretó la canción en un episodio de The West Wing, al
que daba título.
Y,
mucha más gente se atrevió con ella. Es uno de los mejores ejemplos que conozco
de la veracidad de la afirmación: “not
the singer, but the song”.
Han pasado cincuenta años. Ya
no somos ingenuos. Ya no somos como éramos entonces.
Eso ha supuesto un cambio.
Pero no es el que nadie esperaba.
Quizá
deban pasar 50 (o 500) años más para conseguirlo.
Asumo
que el tío Sam, el que
señalaba con el dedo, sólo quería vender Coke.
A
cualquier precio.
La
otra O...
Mejor
no dejo escrito lo que simboliza esa otra O.
(...continuará)
Añadido el 22/02/2014:
Añadido el 29/03/2014:
Pese a que la versión de Bob Dylan ya estaba en la lista de las 50 elegidas (como una forma de cerrar un círculo), mi amigo Joserra Rodrigo compartió una versión, de mejor calidad, con una emocionante introducción, que adjunto.
La lista sigue abierta...