lunes, 2 de febrero de 2015

Contra la pereza

Mi abuela siempre repetía la misma letanía:

— Contra la pereza, ¡diligencia!

Nunca había sabido por qué, pero yo notaba un extraño deje en la forma de arengarnos para que nos pusiéramos a la faena. Primeramente, una leve aspiración en la tercera sílaba de la palabra que debía transmitirnos la fuerza: sonaba como a “dilihencia”. Era chocante. Y bastante improbable.

Nos descolocaba por completo rematando la frase con un indisimulado ¡ea!, que ganaba fuerza tonal a la par que desaparecía la que hubiera llegado a tener la diligencia previa.

Un procedimiento abreviado, ¡ea!, en el hipotético caso, es un suponer, de que mi abuela fuera jurista (((que nanay))).

*****

Así que todo lo que yo era capaz de evocar entonces eran unas caravanas de cuáqueros amish presbiterianos anabaptistas luteranos y mormones, que recorrerían las grandes praderas americanas con el sano propósito de establecerse, engendrar hijos, cargarse a los indígenas y, con suerte, considerarse el ombligo del mundo, la última civilización, los elegidos.

"En perfecta formación"

Tarareaban, tratando de animar el paso cansino de las bestias, animadas canciones populares de las que, la más celebrada de ellas, titulada La diligencia, contaba con el silbido de Curro Savoy.



Lo distinguiréis rápidamente. Como pistas que quizá no se precisen, añadiré que lleva vestimenta negra, rematada con una gorra en la que destaca un conejito blanco. También podéis identificar su nombre, grabado alrededor de la boca de la guitarra que empuña y tañe, para que puedas leerlo tú y cualquiera.

Y, aun así, ese gesto reconcentrado, que parece responsable de que no se haya percatado de que le han guindao la armónica y, a pesar de todo siga haciendo ruidos, no debe confundirte, amigo; él sabe lo que hace. Es un silbador, un tipo que mete la mano en la caja y mira para otro lado, afirmando ufano: “no mire usté pa’ mí, que yo no he sío”.

El plano general que se muestra en 0:15 me resulta sospechosamente reconocible.


Un cierto aire de fraternidad. Restos de comida —y bebida— apoyados encima de un tonel, al alcance de todo el que pueda liberarse del punto de apoyo que se haya agenciado (sillas, taburetes, algún cojín, un árbol). El círculo de instrumentistas es amplio, pero todos se mantienen silentes, dejando actuar ¡y escuchando con profundo respeto! a Curro, que ocupa lugar preferente. A su vera, una prominente barriga lucha por liberarse del cautiverio impuesto por un jersey azul. Su portador (el tolay que paga la ronda) se mantiene enhiesto y firme junto al árbol en el que se aprecia un artilugio de madera que podría ser la casita de un pájaro amaestrado. Nadie quiere hacerle sombra; el más próximo se ha sentado y aprovecha para contener las náuseas que la manzanilla siempre le provoca.

El disimulo es un arte.


En 0:37 un protohípster duda entre mantenerse fiel a la tradición romera que le carcome las entrañas, o repudiar su gargantilla, su gomina y su afeitado, para empezar a estudiar las ventajas de una imagen noruega.

El aire de veneración y respeto que se percibe en el ambiente es sofocante.


En 1:37 Ignëtta y Sigmønd Ōstergäard han comprendido que la simplicidad inherente en una tonada que consiste en un guitarra rasgada y una melodía interdental, tiene tanta rotundidad en una finca española como en un fiordo cualquiera.


Luis Aguilé es un devoto admirador. No se pierde una actuación de Curro. En ocasiones, para no verse atropellado por sus legiones de fanes, se pone una peluca y emplea una de sus corbatas como pañuelo anudado al cuello. Le permite lucir una nota de azul eléctrico (que favorece el tono de su maquillaje) y disimula su manzana de Adán, oculta de la vista de miradas indiscretas. Su caída de ojos será lo que cautive a todos los que se atrevan a mirarle.

*****

El momento de gloria para Savoy llegó con las películas rodadas en Almería.
Tuvo que cambiar su nombre, americanizándolo como Kurt Savoy.
Adaptar su talento para ser capaz de cantar en tierra de secano.
(((He ahí el origen de su silbo)))
Descubriría que todo tiene un precio.



Así que, una vez alcanzada la fama en el lejano oeste (tan cercano como la mediterránea Almería), se aficionó a las romerías (hay más de un Curro, romero), a caminar en peregrinación con destino a la occidental Almonte, en la atlántica Huelva y, en carretas y hermandades, dar sustento a una tradición religiosa y festiva que arrastra pasiones por toda Andalucía.



Toda peregrinación es un camino. Un recorrido. Un viaje que inicia y regresa.
En el que es probable que vayas a cambiar.
Y ser otra persona, sin dejar de ser tú mismo.

*****

Un verdadero misterio.

En 1995, se cumplen 20 años ahora, mi compadre y yo acudimos a la finca rociera de Miraflores de la Sierra, provincia de Madrid. Al terminar el jolgorio [bebercio, comercio y capea; me siento incapaz de identificar el orden correcto], el dueño habilitó lo que pensábamos que era una caja de un pájaro amaestrado, que tenía forma de hornacina y guardaba un tocadiscos conectado a la corriente y a un par de rudimentarios altavoces y, sin consultarnos, puso a sonar la salve rociera. La precariedad del montaje y su escasa sonoridad, lo inesperado de su actuación [que era un fin de fiesta que él proporcionaba, por la patilla, sin consultar a los celebrantes] y el grado de embriaguez que portábamos hizo que, cuando el rociero mayor se dio la vuelta, orientándose hacia el árbol, agachó la cabeza [en gesto de veneración a la figura de la Blanca Paloma, que no habíamos advertido] y juntó sus manos por debajo de la prominente barriga [la devoción no puede luchar contra todo y debe aceptar determinados hitos que pueden resultar inabarcables], se hizo un silencio temeroso, expectante, sorprendido por lo inesperado de la secuencia de acontecimientos, pero que tomaba un tono espectral porque la conexión del tocadiscos era deficiente y, a rachas, la alimentación de la corriente no era la adecuada y las revoluciones de reproducción de la salve iban más despacio de lo conveniente y así, se oía cantado a ráfagas, con tono mucho más grave y todo transmitía la sensación de un rito demoníaco, una secta, y yo, impresionable que soy, que recordaba el documental que acababa de ver sobre la vida de Jim Jones y sus peripecias en Jonestown, Guayana, y un trágico final, me puse nervioso, como de costumbre y, sin saber muy bien qué era lo que estaba haciendo, vi al rociero mayor y, en esa posición que para él mostraba su devoción y su veneración a la Virgen del Rocío, yo, desde donde estaba, sabiendo cómo estaba, conociendo por qué estaba y aceptando que no sabía nada de todo lo que aquello suponía para el gran maese y el resto de presentes, no pude más que mirar a mi compadre, acercarme hacia él tratando de decirle en un tono apenas perceptible, resultó que mi compadre no lo oyó y dijo “¿qué?” y, claro, yo tuve que repetirlo, un poco más alto y, era de esperar, mi compadre tampoco lo oyó, y si lo oyó no lo entendió, o si lo oyó y lo entendió, es posible que tuviera ganas de guasa y repitió de nuevo: “¿qué?”, sabiendo que no me gusta repetir las cosas tantas veces y, entonces sí, me envalentoné pensando que ya debía ser la definitiva, que el tocadiscos sonaba raro de cojones, que me estaba empezando a dar el yuyu, que recordaba que los envenenamientos de Jonestown habían sido colectivos y autoaplicados, que me estaba poniendo malo el ruido y la jaqueca y la cantidad de comida que nos habíamos metido al cuerpo y la bebida y que ayer no habíamos dormido y que estaba harto y que no quería volver a repetirlo y que, oye compadre,

que el pavo ése se ha dado la vuelta
contra el árbol y se ha puesto a orinar.

en un volumen que, tengo la certeza de que todo el mundo oyó y que, podría jurarlo, hizo que la reproducción de la salve recuperara su funcionamiento normal, se subiera su volumen y tuviéramos tiempo de emprenderla a punterazos con los cantos que había en el camino, mientras nos acercábamos al aparcamiento, silbando como si fuéramos Curro Savoy —¡Me voy!—, despidiéndonos hasta la próxima, montando en el coche y, tras una elegante derrapada, escapar levantando un reguero de polvo que cubriera nuestra retaguardia.

*****

¡Qué pereza se me ha despertado!

¡Alejad de mí todas las diligencias que yo ya, por hoy, no me vuelvo a mover!


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