Mi
abuela siempre repetía la misma letanía:
—
Contra la pereza, ¡diligencia!
Nunca
había sabido por qué, pero yo notaba un extraño deje en la forma de arengarnos
para que nos pusiéramos a la faena. Primeramente, una leve aspiración en la
tercera sílaba de la palabra que debía transmitirnos la fuerza: sonaba como a “dilihencia”. Era chocante. Y
bastante improbable.
Nos
descolocaba por completo rematando la frase con un indisimulado ¡ea!, que ganaba
fuerza tonal a la par que desaparecía la que hubiera llegado a tener la diligencia
previa.
Un
procedimiento abreviado, ¡ea!, en el hipotético caso, es un suponer, de que mi
abuela fuera jurista (((que nanay))).
*****
Así
que todo lo que yo era capaz de evocar entonces eran unas caravanas de cuáqueros
amish presbiterianos anabaptistas luteranos y mormones, que recorrerían las
grandes praderas americanas con el sano propósito de establecerse, engendrar
hijos, cargarse a los indígenas y, con suerte, considerarse el ombligo del
mundo, la última civilización, los elegidos.
"En perfecta formación" |
Tarareaban,
tratando de animar el paso cansino de las bestias, animadas canciones populares
de las que, la más celebrada de ellas, titulada “La diligencia”,
contaba con el silbido de Curro Savoy.
Lo
distinguiréis rápidamente. Como pistas que quizá no se precisen, añadiré que
lleva vestimenta negra, rematada con una gorra en la que destaca un conejito
blanco. También podéis identificar su nombre, grabado alrededor de la boca de
la guitarra que empuña y tañe, para que puedas leerlo tú y cualquiera.
Y, aun así, ese gesto reconcentrado, que parece responsable de que no se haya percatado de que le han guindao la armónica y, a pesar de todo siga haciendo ruidos, no debe confundirte, amigo; él sabe lo que hace. Es un silbador, un tipo que mete la mano en la caja y mira para otro lado, afirmando ufano: “no mire usté pa’ mí, que yo no he sío”.
Y, aun así, ese gesto reconcentrado, que parece responsable de que no se haya percatado de que le han guindao la armónica y, a pesar de todo siga haciendo ruidos, no debe confundirte, amigo; él sabe lo que hace. Es un silbador, un tipo que mete la mano en la caja y mira para otro lado, afirmando ufano: “no mire usté pa’ mí, que yo no he sío”.
El
plano general que se muestra en 0:15 me resulta sospechosamente reconocible.
Un
cierto aire de fraternidad. Restos de comida —y bebida— apoyados encima de un
tonel, al alcance de todo el que pueda liberarse del punto de apoyo que se
haya agenciado (sillas, taburetes, algún cojín, un árbol). El círculo de
instrumentistas es amplio, pero todos se mantienen silentes, dejando actuar ¡y
escuchando con profundo respeto! a Curro, que ocupa lugar preferente. A su
vera, una prominente barriga lucha por liberarse del cautiverio impuesto por un
jersey azul. Su portador (el tolay que paga la ronda) se mantiene enhiesto y
firme junto al árbol en el que se aprecia un artilugio de madera que podría ser
la casita de un pájaro amaestrado. Nadie quiere hacerle sombra; el más próximo
se ha sentado y aprovecha para contener las náuseas que la manzanilla siempre
le provoca.
El
disimulo es un arte.
En
0:37 un protohípster duda entre mantenerse fiel a la tradición romera que le
carcome las entrañas, o repudiar su gargantilla, su gomina y su afeitado, para
empezar a estudiar las ventajas de una imagen noruega.
El
aire de veneración y respeto que se percibe en el ambiente es sofocante.
En
1:37 Ignëtta y Sigmønd Ōstergäard han comprendido que la simplicidad inherente en
una tonada que consiste en un guitarra rasgada y una melodía interdental, tiene
tanta rotundidad en una finca española como en un fiordo cualquiera.
Luis Aguilé es un devoto admirador. No se pierde una actuación de Curro. En ocasiones, para no verse atropellado por sus
legiones de fanes, se pone una peluca
y emplea una de sus corbatas como pañuelo anudado al cuello. Le permite lucir
una nota de azul eléctrico (que favorece el tono de su maquillaje) y disimula
su manzana de Adán, oculta de la vista de miradas indiscretas. Su caída de ojos
será lo que cautive a todos los que se atrevan a mirarle.
*****
El
momento de gloria para Savoy llegó con las películas rodadas en Almería.
Tuvo
que cambiar su nombre, americanizándolo como Kurt Savoy.
Adaptar
su talento para ser capaz de cantar en tierra de secano.
(((He
ahí el origen de su silbo)))
Descubriría
que todo tiene un precio.
Así
que, una vez alcanzada la fama en el lejano oeste (tan cercano como la mediterránea
Almería), se aficionó a las romerías (hay más de un Curro, romero), a caminar en peregrinación con destino a
la occidental Almonte, en la atlántica Huelva y, en carretas y hermandades, dar
sustento a una tradición
religiosa y festiva que arrastra pasiones por toda Andalucía.
Toda
peregrinación es un camino. Un recorrido. Un viaje que inicia y regresa.
En
el que es probable que vayas a cambiar.
Y
ser otra persona, sin dejar de ser tú mismo.
*****
Un
verdadero misterio.
En
1995, se cumplen 20 años ahora, mi compadre y yo acudimos a la finca rociera de
Miraflores de la Sierra, provincia de Madrid. Al terminar el jolgorio [bebercio,
comercio y capea; me siento incapaz de identificar el orden correcto], el dueño
habilitó lo que pensábamos que era una caja de un pájaro amaestrado, que tenía
forma de hornacina y guardaba un tocadiscos conectado a la corriente y a un par
de rudimentarios altavoces y, sin consultarnos, puso a sonar la salve rociera.
La precariedad del montaje y su escasa sonoridad, lo inesperado de su actuación
[que era un fin de fiesta que él proporcionaba, por la patilla, sin consultar a los celebrantes] y el grado de
embriaguez que portábamos hizo que, cuando el rociero mayor se dio la vuelta,
orientándose hacia el árbol, agachó la cabeza [en gesto de veneración a la
figura de la Blanca Paloma, que no habíamos advertido] y juntó sus manos por
debajo de la prominente barriga [la devoción no puede luchar contra todo y debe
aceptar determinados hitos que pueden resultar inabarcables], se hizo un
silencio temeroso, expectante, sorprendido por lo inesperado de la secuencia de
acontecimientos, pero que tomaba un tono espectral porque la conexión del
tocadiscos era deficiente y, a rachas, la alimentación de la corriente no era
la adecuada y las revoluciones de reproducción de la salve iban más despacio de
lo conveniente y así, se oía cantado a ráfagas, con tono mucho más grave y todo
transmitía la sensación de un rito demoníaco, una secta, y yo, impresionable
que soy, que recordaba el documental
que acababa de ver sobre la vida de Jim
Jones y sus peripecias en Jonestown, Guayana, y un trágico final, me puse
nervioso, como de costumbre y, sin saber muy bien qué era lo que estaba
haciendo, vi al rociero mayor y, en esa posición que para él mostraba su devoción y su veneración a la Virgen del Rocío, yo, desde donde estaba, sabiendo cómo
estaba, conociendo por qué estaba y aceptando que no sabía nada de todo lo que
aquello suponía para el gran maese y el resto de presentes, no pude más que
mirar a mi compadre, acercarme hacia él tratando de decirle en un tono apenas
perceptible, resultó que mi compadre no lo oyó y dijo “¿qué?” y, claro, yo tuve que repetirlo, un poco más alto y, era de
esperar, mi compadre tampoco lo oyó, y si lo oyó no lo entendió, o si lo oyó y
lo entendió, es posible que tuviera ganas de guasa y repitió de nuevo: “¿qué?”, sabiendo que no me gusta
repetir las cosas tantas veces y, entonces sí, me envalentoné pensando que ya
debía ser la definitiva, que el tocadiscos sonaba raro de cojones, que me
estaba empezando a dar el yuyu, que recordaba que los envenenamientos de
Jonestown habían sido colectivos y autoaplicados, que me estaba poniendo malo
el ruido y la jaqueca y la cantidad de comida que nos habíamos metido al cuerpo
y la bebida y que ayer no habíamos dormido y que estaba harto y que no quería
volver a repetirlo y que, oye compadre,
que el pavo
ése se ha dado la vuelta
contra el
árbol y se ha puesto a orinar.
en
un volumen que, tengo la certeza de que todo el mundo oyó y que, podría
jurarlo, hizo que la reproducción de la salve recuperara su funcionamiento
normal, se subiera su volumen y tuviéramos tiempo de emprenderla a punterazos
con los cantos que había en el camino, mientras nos acercábamos al aparcamiento, silbando como si fuéramos Curro Savoy
—¡Me voy!—, despidiéndonos hasta la próxima, montando en el coche y, tras una
elegante derrapada, escapar levantando un reguero de polvo que cubriera nuestra
retaguardia.
*****
¡Qué
pereza se me ha despertado!
¡Alejad
de mí todas las diligencias que yo ya, por hoy, no me vuelvo a mover!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu comentario será bien recibido. Gracias