jueves, 2 de marzo de 2017

Calcetines

Sólo Yonlok, o su editor Santi Alverú, podrían aceptar una colaboración que renuncia a plazos.
Lo que podría ser considerado inoportuno —en medios carentes de amplitud de miras—, se transformó en un sinsentido impropio.
Espero que no en algo inconveniente.

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Calcetines

Soy gilipollas.
Ando despistado y oigo en la radio que es San Calcetín y salgo raudo a comprarme unos, sabiendo como sé que la moda de los calcetines de rayas pasará pronto, pero que yo, como Tati, seguiré llevándolos cuando no lo haga nadie.

Al llegar a casa leo el artículo de Carmen RG y me doy cuenta de mi error.
Pero ya había escrito mi ensayo.

Historia de un calcetín

Un sector sin demasiadas innovaciones.
Sus opciones se reducían a caña alta o media caña.
Sin opciones cromáticas (el blanco estaba descartado; el negro era obligatorio).
Un tabú en situaciones románticas.

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Un precepto afirma que la primera generación funda un negocio, la segunda lo mantiene y la tercera provoca su ruina.

En White Point (nombre ficticio) el hijo del fundador no sabía cómo mantener un negocio que se le iba de las manos, teniendo los pies en la tierra, ante el demoledor avance de las ventas en mercadillos.

Probó con los calcetines con burbujas, antideslizantes, que resultaban seguros (a ojos de las madres), pero que carecían de cualquier elemento divertido (para las criaturas que, precisamente, querían deslizar en pasillos y requiebros).
Intentó introducir el rombo en sus diseños, pero incluso le daban repelús a Santi Alverú.
Ideó la posibilidad del lote; antes que a nadie se le ocurrió el formato pack.
O la talla única: ese engaño masivo.

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La tercera generación fue bendecida por la necesidad sobrevenida de mostrar la satisfacción y el relajo; tomó forma de selfie y la pose de pies entrecruzados alcanzó la condición de icono irreversible.
Ahora todos querían hacerse fotos de sus pies.
Todos asumían que sus pies eran feos (ni el Dr. Scholl arregla ese complejo atávico).
Todos querían cubrirse los pies.
No con calcetos de gichos, por supuesto.
Somos cool, somos fashion. Hip, hip, hípster.
La sinrazón produce monstruos; la fantasía los raya.
A alguien se le ocurrió (y Carrefour explotó la idea al máximo) vender packs de calcetines mixtos (un par liso; el otro rayado). Nadie los quiere: quien es sobrio no hace el payaso poniendo rayas en sus pies; el fantasioso lo es siempre; no sabe cómo deshacerse de los que le quedan lisos y, es obvio, no quiere llenar su cajón con más.

Era el momento de dejar volar la imaginación.

Y, dime por favor, si hay campo para tantas amapolas:


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Yo, mientras tanto, no puedo quitarme de la cabeza, claro, a Almodóvar & McNamara pidiendo que les dieran calcetines.



Laberinto de pasiones (Pedro Almodóvar, 1982).


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