Con
motivo de los faustos organizados para celebrar la transmisión de símbolos y
privilegios (que, no, de poder) se orquestó un proceso, a toda prisa, cuyas
consecuencias todavía no se conocen al completo, en unas etapas pendientes de
definir y limitar sus alcances, mostrando una vez más la capacidad española
para la improvisación apresurada.
Como
hemos cambiado de hábitos y cada vez salimos menos, el debate no ha llegado a
las calles (como solía ocurrir), sino que se ha trasladado a las redes sociales,
ese lugar impreciso en el que todos actuamos con una falsa sensación de
impunidad y donde parece que todo está permitido (en la calle pasa otro tanto,
aunque permanecer con la mirada atrapada en el dispositivo complica la constatación
de un hecho tan evidente).
En
fin, que vayas donde vayas, estés donde estés, algún osado se atreve a
preguntarte si eres monárquico (lo que permite sostener que la afirmación de
que la Institución está siendo cuestionada tenga algo de cierto).
Si
la respuesta a esa indiscreta pregunta es que no eres monárquico (por las
razones que sean, que nadie está interesado en escuchar), se presupone
implícitamente tu carácter republicano.
Un
reduccionismo
absurdo —como todos— que significa que, “o
eres de los míos, o estás contra mí”. Ese tipo de coyuntura dual
que resulta tan enervante al reducir cualquier asunto a uno o a su contrario.
Y
todo ello, sin que se permita un resquicio para preguntar qué tipo de república
(a la francesa, a la americana, a la bananera, …), ni si existen opciones para
plantear formas alternativas distintas, articulando “espacios de debate” que configuren ciertas “líneas rojas” que no deban ser traspasadas.
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Lo
que menos me gusta de todo es esa “o” disyuntiva que significa que, pienses lo
que pienses, estarás en un bando (al que los opuestos consideran una “banda”), por más que no te identifiques
con ninguno de ellos.
Recordando
el pasado:
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PD – Y, todo, para terminar siendo aforado.