jueves, 19 de mayo de 2011

Ocio

Cuando estudiaba en la Universidad, Oviedo todavía tenía cines, lo que por si sólo muestra los muchos años que han pasado desde entonces. Eran los años en que la “movida” no era algo exclusivamente madrileño y, a pesar de vivir en provincias, mi ciudad presentaba alternativas de interés para quien quisiera ocupar su tiempo de ocio en actividades culturales más allá del trasiego de alcohol (que también). No recuerdo quién fue el impulsor de aquella iniciativa, pero llegó un momento en que todos los cines de Oviedo se apuntaron al “día del espectador” que, básicamente, consistía en que un día a la semana era más barato ir al cine. Hace poco rememoraba aquellos días con un amigo: él hablaba de los miércoles del espectador, yo mencionaba los lunes del espectador; ni entonces logramos conseguir un acuerdo, ni tampoco es ésa mi pretensión ahora. El caso es que, fuera el día que fuese, había un día que, menda, se iba al cine. Normalmente éramos cuatro o cinco amigos los que nos apuntábamos siempre. En aquella época de socialización acentuada coincidíamos con mucha gente conocida. Se convirtió en un hábito para muchos ovetenses dedicar ese día semanalmente a la asistencia a las salas de cine. Normalmente no importaba si había una película que quisiéramos ver: siempre encontrábamos una y al final terminábamos viendo la mayoría de las películas que se programaban.

Eran otros tiempos, eran otras películas y era otra forma de ver el cine. Para empezar y sin que nadie se asuste: nadie comía ni bebía en la sala. Las palomitas no es que diga que no se hubieran inventado, pero no habían invadido ese espacio. Más cambios con la situación actual: no terminaban doliéndote los oídos por el volumen de los altavoces (perdón, sistema de sonido envolvente). Más todavía: no había que asistir necesariamente a una película de efectos especiales, ni a un thriller de ritmo frenético. En ocasiones encontrabas películas que daban importancia a un guión, a una interpretación, a una forma de mostrar historias o emociones.

En cualquier caso, daba igual lo que pusieran: los lunes íbamos al cine (mi amigo dice que los miércoles). Y antes de la película charlábamos de nuestras cosas y después de terminada, mientras volvíamos camino de casa, hablábamos de lo que nos había parecido. Charla, cine, conversación, caminata: cuatro formas de empezar con la letra “ce” una buena manera de emplear el tiempo.

Luego cambió la forma de hacer las películas, la forma de los cines, la forma de ir al cine. Entonces dejé de ir al cine porque ya no me gustaba.

Ahora lucho en casa por no ver la TV. Leo las estadísticas que publican los periódicos que dicen que los españoles dedicamos casi cuatro horas de media al día a esa ocupación. Me resulta escalofriante: casi cuatro horas de media. Lo repito para no olvidarme: casi cuatro horas.

Me quedo en un pasmo. Sólo con contemplar diariamente el ritmo frenético en el que vive la gente que me rodea, sólo con escuchar todos los días que “no tengo tiempo para nada”, sólo con saber que una de las causas de mayor desasosiego a nuestro alrededor es que “no puedo hacer todo lo que me gustaría”, sólo con todo eso, sé que, con reducir a la mitad el tiempo que destinamos a la TV y emplearlo en otras actividades, las cosas cambiarían. Yo lo sé, tú lo sabes, la mayoría lo sabemos, pero ni tú ni yo vamos a hacer que los demás cambien, ¿verdad? Cada uno es muy libre de organizar su tiempo cómo le venga en gana, no seré yo quién impida eso. Cada uno valora qué, cómo, por qué y para qué hace lo que hace, cuándo y con quién le place. Libremente. Seguro.

¿Libremente? ¿De verdad?

Si la mayoría de las personas hacen las cosas de una forma parecida, lo más probable es que no hayan sido del todo libres para elegir la forma de hacerlo. Conozco gente que, a una hora determinada, se sienta en el salón de su casa, en su sillón preferido, o se tumba en el sofá y enciende la TV. No sabe lo que va a ver. Simplemente enciende el aparato y con sólo utilizar su dedo pulgar va pasando de canal en canal hasta que algo de lo que emiten llama su atención. Si ve la tele en compañía de otros, los demás le animan a que deje ese cambio constante de canal y, bien por cansancio o por desesperación, juntos terminan viendo un programa que, en conjunto, todos aceptan. Las conversaciones están prohibidas, las llamadas de teléfono deben evitarse, para no interrumpir al que quiere ver el programa que emiten. Los baños se colapsan cuando aparecen las necesarias pausas publicitarias. Nadie quiere levantarse, no por temor a perderse parte del programa, sino receloso de la avalancha de peticiones que surgirán de los demás: “tráeme no-sé-qué, por favor”. Cuando se vuelve  a acomodar en el lugar que ocupaba antes de levantarse, pregunta intrigado: “¿qué ha pasado?” “Nada”. Nunca pasa nada cuando yo no estoy. Realmente tampoco pasa nada cuando estoy. No me gusta la TV que ponen. Los programas son cada vez peores. Las pocas cosas que merecen la pena, las ponen el mismo día. ¿No ponen demasiado fútbol? ¿No ponen demasiados programas de cotilleos? ¿No es peor cada vez la TV? ¿No hay demasiada Belén Esteban?

En otras realidades vivenciales comunales (lo que antes llamábamos familias), ni siquiera el hecho de ver TV es común: cada uno de los habitantes de la casa tiene su propio espacio y su propio aparato para ver TV y ejerce ese derecho de forma libre, autónoma e independiente. Aunque finalmente coincida en hacerse las mismas preguntas del final del párrafo anterior.

Cuando yo era más joven, antes incluso de empezar a ir todos los lunes (¡miércoles!) al cine, oía decir que a los que veían mucho la TV, la caja tonta, terminaban con la cabeza cuadrada: el peligro de la TV era el adoctrinamiento y los aparatos eran esos muebles cuadrados en los que, encima, se ponía un mantillo bordado y una virgen.

Ahora, buscamos en la TV una forma de evasión. Queremos relajarnos delante de ella, olvidar nuestras preocupaciones diarias. Nos tumbamos en nuestro sofá favorito, relajamos todo el cuerpo (salvo el pulgar) y dejamos que nuestra conciencia y nuestro encefalograma se alineen de acuerdo a nuestra posición corporal. ¿Nunca te habías preguntado por qué ahora las televisiones son planas?


"Cómo nos ha cambiado la TV"

[Gracias a Alberto Polledo Arias: uno de sus magníficos artículos recogidos en Geodestellos ha inspirado éste. Él sabe cuál]

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