…
renunciaré a las facilidades implícitas en una vida cómoda y cómplice,
…
me despojaré de hábitos y ropajes para vagar errante,
…
me dejaré acompañar por perros,
…
buscaré cobijo en un tonel vacío y dormiré al abrigo de mi capa,
…
permitiré que se mofen de mí, por no comprender los motivos que me impulsan,
…
me armaré de un simple candil, emplazado en la búsqueda de un hombre honesto,
…
guardaré mi desprecio; mostrarlo me haría visible y mi deseo es que nadie
repare en mí,
…
distinguiré entre la naturaleza y los convencionalismos, como fragua que forje
mis costumbres,
…
me desprenderé de todo lo accesorio; probaré el compromiso de mi ascetismo
voluntario,
…
dejaré que ver a un niño beber empleando las manos, me muestre lo superfluo de
cargar con una escudilla,
…
me sentaré; si me preguntas qué puedes hacer por mí, deberás apartarte y permitir
que el sol me caliente,
…
demostraré, andando, la posibilidad del movimiento,
…
negaré mi legado; me opondré a dejar por escrito mis pensamientos; evitaré
anhelos de crear escuela; iniciaré una búsqueda personal de la virtud, basada
en la renuncia a las convenciones, el desapego por lo superfluo, el agrado por
los perros que libremente me acompañan y me muestran lo desagradable que puede llegar
a resultar la gente.
"Diógenes de Sínope" - Jean-Léon Gérôme (1860) |
Diógenes de Sínope (también conocido como “el cínico”, o incluso “el perro”) no dejó escritos. Algunos
hechos de su vida, como de muchos otros, fueron recogidos por Diógenes Laercio, en “Vidas,
opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres”.
La
iconografía clásica le muestra semidesnudo, rodeado de perros, con un candil
que arroja luz en su búsqueda de un hombre honesto, durmiendo en un tonel (o
tinaja), renunciando a cualquier objeto que, por superfluo, llegara a
considerar un trasto.
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Los
requiebros de las convenciones, efímeras en su esencia, atienden a los acuerdos
voluntarios expresados en cada momento y son susceptibles de cambio.
Son
veleidosas y acomodaticias; se muestran serviles de forma voluntaria.
Etienne de La Boétie las desnudó en su discurso “La
servidumbre voluntaria”.
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Asumiendo
que las costumbres propias pueden ser vistas incrédulamente por ojo ajeno, es
fácil aceptar que, lo que uno atesora, pueden resultar trastos inservibles para
los demás.
Todo lo que yo guardo, es basura para cualquier otro.
La
incapacidad de desprenderse de objetos, acentuada conforme pasan los años, ha
sido descrita como un trastorno de comportamiento: de forma simplista se
explica por el abandono personal de ciertos ancianos que, viviendo solos, se
aferran a los recuerdos vinculados a los objetos que atesoran. La percepción
gradual de una memoria que se difumina y una existencia que se marchita y se
extingue, requiere anclajes que, externamente, se perciben como acumulativos.
Pero
a menudo se olvida que bajar a diario la basura es una tarea tan compleja como
la que condenó a Sísifo a llevar su
piedra en sentido ascendente.
En
un estudio de TV, cómodamente sentados, resulta fácil juzgar a alguien como
trastornado. Que los vecinos tengan una opinión formada, tampoco extraña.
Acompañar
a alguien que se siente sólo es mucho más complejo (y generoso).
En
todo caso, la patología evidente que supone la acumulación excesiva de trastos
(catalogados de forma genérica como basura, indivisibles el grano de la paja; en caso de fallecimiento
se cuantifican al peso, a granel), se
ha descrito como “Síndrome de Diógenes”,
un completo despropósito para el conocedor de los principios de quien tomó su
nombre.
No
sorprende. Parece el signo de los tiempos: trastocar los conceptos, alterarlos,
olvidar su verdadera esencia y, desnaturalizados, aplicarlos sin criterio alguno,
adaptados a su condición de lugares comunes, como los recogidos por Gustave Flaubert en su imprescindible “Diccionario”.
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Y,
hoy, cualquiera que quiera piropear la sensatez ajena, recurre al tropo de la posesión
de “una cabeza amueblada”.
Siempre
imagino un desván, ese espacio que, en desorden, alberga muebles viejos para
acomodo de termitas, telarañas y polvo.
Un
trastero abarrotado. Oscuro. Abuhardillado. Inhóspito.
Nada
apacible, carente de ventanas por las que tirar bienes inservibles o
avejentados, que hace tiempo han dejado de moverse.
"Una cabeza bien amueblada" - Ilustración: Eva Armisén |
Permanece
la incierta impresión de que, si la cabeza está bien amueblada, debe estar atestada.
Me esta tocando hacer una mudanza y si lo reconozco padezco el sindrome
ResponderEliminarYa conoces el dicho:
Eliminar"en caso de duda..."
Tira
Sorprende. Pero por favor dejame decir lo que pienso
ResponderEliminar.oOo.
EliminarLife is life.... Estamos rodeados de hipocresía y ante la menor lanzamos balones fuera y escondemos la cabeza como el avestruz
ResponderEliminarEl avestruz dejó de esconder la cabeza tras descubrir que, al hacerlo, dejaba el culo en pompa y presentaba unas alternativas muy estimulantes para Rhino, permanentemente estimulado por su cuerno solitario y enhiesto.
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