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viernes, 17 de febrero de 2017

Tiranizados por el laikcismo


¿Alguna vez has dado “me gusta” a un texto que no has leído, una foto que has mirado al bies, una canción que no has escuchado y ni siquiera conoces, amparado en un deseo de reciprocidad, sabedor que las relaciones se alimentan de estas migajas de aceptación que se dan en espera de ser cobradas?

¿Has subido una foto, escrito una ocurrencia pasajera, compartido una canción ñoña y resultona, rebotado un enlace de un artículo demasiado largo y enrevesado para detenerte a leerlo; y te has quedado oteando, como un halcón, esperando que más y más gente (hordas desconocidas, ¡cómo os anhelo!) se abalancen en una interacción que, mal que te pese, es fructífera y satisfactoria?

Una realidad tiránica, descrita (empleando palabras ilustres) y editada por Santi Alverú, ejerciendo de pope de Yonlok, la revista de la que todavía no me han echado.

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jueves, 30 de abril de 2015

Vago redomado

Estoy lleno de prejuicios.

Pasan los años y —me percato de ello—, algunos se acentúan. Me gusta pensar que, con la edad (o quizá la madurez), he podido tamizarlos, buscando evitar que todos mis prejuicios sean negativos.

Algunos me predisponen positivamente hacia algo o, muy especialmente, hacia alguien. Se activan de forma inmediata cuando escucho:

— realizar una pregunta sin plantear un expositivo previo
— admitir la incapacidad para establecer un criterio, al aceptar que se desconocen todos los elementos que puedan fundamentar la valoración personal
— reconocer que uno mismo es un “vago redomado”.

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Intuyo lo que significa para quien se identifica así.
De los dos términos, el esencial se emplaza en segundo lugar.
El primero se emplea como un señuelo: algunos se quedan con la imagen de Tomás el gafe balanceándose en una mecedora.



Es un embuste, un artificio; la muleta que atrapa al morlaco.
Despista y desenmascara.

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Quien se etiqueta a sí mismo como redomado, es cauteloso y astuto.
Tiene en alta estima la cualidad negativa que se le atribuye.

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No es alguien apático, holgazán o perezoso. No se siente vacío o desocupado.
No es, en absoluto, un vago1.
Quizá sea vago2, y ande sin rumbo fijo, sin detenerse en ningún lugar.
Puede que sea impreciso, indeterminado, indefinido.
Con seguridad, le gustará matar moscas con el rabo.
Necesitará disponer de tiempo.
Sabrá cómo hacer para encontrarlo.

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Con toda certeza empezará más cosas de las que sea capaz de terminar.
Esa desazón le anima a confesarse, públicamente, como vago.

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Olvido, en mi deambular errático, que no estoy hablando de mí.
Me vienen a la cabeza las veces en las que he oído decir: “soy un vago redomado” y, como si fuera un resorte, mis orejas se ponen tiesas, me quedo parado como si fuera una teckle marcando una presa.
Me encuentro con alguien que creo que merece la pena dedicarle un poco de tiempo para ponerme a escuchar.

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"Este mundo es un lugar de ajetreo. ¡Qué incesante bullicio! [...] No hay domingos. Sería maravilloso ver a la humanidad descansando por una vez. No hay más que trabajo, trabajo, trabajo. No es fácil conseguir un simple cuaderno para escribir ideas. [...] Yo creo que no hay nada, ni tan siquiera el crimen, más opuesto a la poesía, a la filosofía, a la vida misma, que este incesante trabajar".
Henry D. Thoreau

Life without principle (1863) es uno de los escritos incluido en Desobediencia civil y otros escritos (Alianza, 2013).

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"En estos tiempos en que todo el mundo está obligado, so pena de ser condenado en ausencia por un delito de lesa respetabilidad, a emprender alguna profesión lucrativa y a esforzarse en ella con bríos cercanos al entusiasmo, la defensa de la opinión opuesta por parte de los que se contentan con tener lo suficiente, y prefieren mantenerse al margen y disfrutar, tiene algo de bravata y fanfarronería. Sin embargo, no debería ser así. La supuesta ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer muchas cosas que no están reconocidas en las dogmáticas prescripciones de la clase dominante, tiene tanto derecho a exponer su posición como la propia laboriosidad".
Robert Louis Stevenson

An apology for idlers (1877) es el primer escrito incluido en En defensa de los ociosos (Taurus, 2014).

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“El trabajo es el esfuerzo que se dedica a crear, a partir de la materia pasiva (‘bruta’), una cosa nueva a la cual se le da una nueva finalidad gracias a la mano modeladora del artífice; la proeza, por su parte, y en la medida en que produce un resultado útil para el agente que la realiza, consiste en enderezar hacia los fines de éste energías que antes habían sido dirigidas hacia otros fines por otro agente.

[…] La gama general de actividades que responden al apelativo de proezas pertenece a los varones por ser éstos más corpulentos, de mayor envergadura, más capaces de realizar un esfuerzo repentino y violento, y más inclinados a la autoafirmación, a la emulación activa y la agresión”.
Thorstein Veblen

The theory of the leisure class (1899) se tradujo como Teoría de la clase ociosa (Alianza, 2014).

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"Nos inclinamos a desear cosas que no nos gustan y a disfrutar de cosas que no deseamos [...]. La gente se deja llevar por convenciones sociales -en este caso, la asentada idea de que estar 'de ocio' es más deseable, y conlleva un mayor estatus, que estar 'en el trabajo'- en lugar de por sus sentimientos verdaderos".
Nicholas Carr


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Es suficiente.
Ya he esgrimido bastante material como para espantar a todas las moscas atareadas, ocupadas, laboriosas; a todos los que les intimida que les consideren ineficaces o improductivos, carentes de excelencia; los que ocultan su falta de curiosidad (a la que consideran insana) en una sucesión inacabable de tareas que les permite “hacer por hacer”, “sentirse ocupados” o “matar el tiempo”.

He sido provocador y habrá quien considere que le he hecho perder el tiempo, atendiendo a un sinsentido.

Daba vueltas sin llegar a ningún sitio (mareando la perdiz, en un circuito, entre semana).

Estaba, definitivamente, perezoso (y un poco tonto).

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Es la forma más enrevesada que puedo concebir para aceptar un ofrecimiento que me ha sido hecho.
Nunca he usado paraguas.

sábado, 17 de enero de 2015

Atrapados en el progreso

Al inicio de la lectura del libro de Nicholas Carr, “Atrapados”, tomé una nota en el margen:

Las explicaciones que elaboramos sobre el mundo (y las cosas que en él suceden) son meras abstracciones: construcciones sistemáticas de los hombres; nos ayudan a comprenderlo, pero no lo definen (o delimitan).


Intentando evitar citarme a mí mismo (pese a que asumo que claramente lo está pareciendo), me doy cuenta de que la conclusión a la que conduce el propio libro es que, quizá, esa presunción no sea del todo cierta, sino que, más bien, sucede al contrario:

"El ordenador nunca es una herramienta neutral. Influye, para bien o para mal, en la forma de trabajar y de pensar una persona. Un programa de software sigue una rutina particular, que facilita unas formas de trabajar y complica otras, y el usuario del programa se adapta a la rutina. El carácter y las metas del trabajo, así como los estándares por los que se juzga, son conformados por las prestaciones de la máquina. Siempre que un diseñador o artesano (o cualquier otra persona) se vuelve dependiente de un programa, también asume los preconceptos del fabricante de ese programa. Con el tiempo, termina valorando lo que el software puede hacer y descartando como algo secundario, irrelevante o simplemente inimaginable lo que no puede hacer. Si no se adapta, corre el riesgo de quedar marginado en su profesión [...]. El peligro que se cierne sobre los oficios creativos es que diseñadores y artistas, deslumbrados por la velocidad, precisión y eficiencia sobrehumanas del ordenador, acabarán dando por sentado que la automatización es el mejor camino. Aceptarán los pros y los contras que el software impone, sin evaluarlos. Se apresurarán por el camino del menor esfuerzo, a pesar de que un poco de resistencia, un poco de fricción, podría haber sacado lo mejor de ellos".

*****

El libro de Carr ofrece argumentos sobre las consecuencias de la adopción de la automatización (un proceso diferente de la mecanización):

“Cuando las personas abordan una tarea con la ayuda de ordenadores, son víctimas muchas veces de un par de afecciones cognitivas:
1 – La complacencia automatizada: estamos tan confiados que la máquina trabajará inmaculadamente y solucionará cualquier imprevisto que dejamos nuestra atención a la deriva.
2 – El sesgo por la automatización: damos un peso excesivo a la información que aparece en los monitores. La creemos incluso cuando la información es errónea o engañosa”.

Así, en el primer caso, desconectamos, dejando de atender y, en el segundo, terminamos en una zanja porque el GPS nos dice que sigamos una ruta, cuando es evidente que esa ruta no existe.

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Desconfiar del camino que está tomando la automatización (que ha reemplazado a la mecanización), no es renunciar al progreso. Quizá sea una reivindicación sobre la necesidad de pararse y ponerse a pensar; tratar de recuperar el control de un proceso que avanza de forma alocada, llevándonos a todos por delante, y que requiere volver a poner de nuevo a las personas en el centro del esquema: como protagonistas y, muy especialmente, como destinatarios de los beneficios que el progreso pueda suponer.

"Los diseñadores de la automatización informática asumen con frecuencia que los seres humanos son 'poco fiables e ineficientes', al menos comparados con un ordenador, y tratan de darles un rol tan pequeño como sea posible en la operación de los sistemas. Las personas acaban funcionando como meros vigilantes, observadores pasivos de pantallas. Ésa es una labor en la que los humanos, con nuestras mentes notoriamente errabundas, somos especialmente malos [...]. Nos aburrimos; soñamos despiertos; nuestra concentración se disipa. Esto significa, en palabras de Lisanne Bainbridge, "que es humanamente imposible desempeñar la función básica de vigilar en busca de anormalidades improbables". Y, dado que las habilidades de una persona se deterioran cuando no se usan, incluso un operador de sistemas experimentado acabará actuando en alguna ocasión como uno inexperto si su trabajo principal consiste en mirar en lugar de actuar. A medida que sus instintos y reflejos se oxiden por el desuso, tendrá problemas para detectar y diagnosticar imprevistos, y sus respuestas serán lentas y deliberativas en lugar de rápidas y automáticas. Combinada con la pérdida de percepción ambiental, la degradación de la experiencia aumenta las probabilidades de que, cuando algo se tuerza (como sucederá antes o después), el operador reaccione con ineptitud. Y una vez que eso ocurra, los diseñadores de sistemas trabajarán para poner incluso mayores límites al papel del operador, sacándole aún más de la acción y haciendo más probable que meta la pata en el futuro. La presunción de que el ser humano será el eslabón más débil del sistema se terminará cumpliendo".

Tratar de alentar debates de este tipo quizá arrojen sobre uno descalificaciones variadas: retrógrado, ludita (en recuerdo de aquellos revolucionarios que, a principios del XIX, quemaron máquinas y telares en Inglaterra, en oposición al maquinismo reinante), reaccionario, atrasado y otros.

"Los ideales democráticos y humanitarios de la Ilustración culminaron en las revoluciones de Estados Unidos y Francia, y aquellos ideales también influyeron en la visión de la sociedad sobre la ciencia y la tecnología. Los avances técnicos eran valorados como medios para la reforma política. El progreso se definía en términos sociales, y la tecnología jugaba un papel secundario".

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Quizá nos demos cuenta de que las herramientas ‘virtuales’ han dejado de ser virtualmente ‘herramientas’ (no sólo por ser etéreas, incorpóreas, intangibles, NO de hierro ni de ningún otro material), sino porque impiden la interacción humana para la realización de cualquier operación.

“La automatización debilita el vínculo entre la herramienta y el usuario, no porque los sistemas controlados por ordenador sean complejos, sino porque exigen muy poco de nosotros. Esconden su funcionamiento en un código secreto. Resisten cualquier implicación del operador más allá del mínimo indispensable. Desalientan el cultivo de habilidades en su uso. La automatización termina teniendo un efecto anestésico. Ya no sentimos nuestras herramientas como parte de nosotros”.

“Los problemas sociales y económicos causados o exacerbados por la automatización no se van a resolver echándoles más software encima […]. Si los problemas han de ser resueltos, o al menos atenuados, la sociedad tendrá que afrontarlos en toda su complejidad. Puede que tengamos que poner límites a la automatización para asegurar el bienestar de la sociedad en el futuro. Puede que tengamos que cambiar nuestra visión del progreso, poniendo el énfasis en el florecimiento social y personal, en lugar de en el avance tecnológico. Puede incluso que debamos valorar una idea que ha llegado a ser considerada impensable, al menos en círculos impensables: dar prioridad a las personas sobre las máquinas”.

Quizá sea el momento de mirar atrás y recordar a Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas”.

Quizá podamos intuir un futuro distópico, no el reflejado en libros, sino el que aparece en películas infantiles.



Quizá sea el momento de levantarnos, de quitarnos de encima la modorra y la pereza, para tratar de vencer el engañoso ensueño que ofrece la comodidad.

“Uno de los aspectos más extraordinarios sobre nosotros mismos es también uno de los más fáciles de pasar por alto: cada vez que chocamos con lo real profundizamos nuestro entendimiento del mundo y pasamos a formar mayor parte de él. Mientras nos enfrentamos a un reto, puede ser que la motivación provenga de la anticipación de los fines de ese esfuerzo, pero es el trabajo –los medios– lo que nos convierte en quienes somos. La automatización secciona los fines de los medios. Hace más fácil conseguir lo que queremos, pero nos distancia de la labor de conocer”.

Quizá sea necesario recordar que la destreza es un camino hacia la(s) virtud(es).

“El talento del virtuoso surge de la automaticidad. Lo que parece instinto es destreza ganada a pulso […]. Sin un montón de práctica, repetición y ensayo de una habilidad en diferentes circunstancias usted y su cerebro nunca serán realmente hábiles en nada, al menos en nada complicado. Y sin práctica continuada, cualquier talento que posea se oxidará”.

“Dar los pasos necesarios para promover el desarrollo de la destreza –restringir el ámbito de la automatización, dar un papel mayor y más activo a las personas, impulsar el desarrollo de la automaticidad mediante el ensayo y la repetición- conlleva un sacrificio de la velocidad y del rendimiento. El aprendizaje requiere ineficiencia. Las empresas, que persiguen una maximización de la productividad y el beneficio, nunca (o muy pocas veces) aceptarían semejante canje. La principal razón por la que invierten en automatización, después de todo, es reducir costes laborales y coordinar operaciones”.

*****

Quizá sea el momento de volver a empezar.



Quizá.


Esa incierta edad [el libro]

A veces tengo la sensación de que llevo toda la vida escribiendo este libro. Por fin está terminado. Edita Libros Indie . Con ilustracio...