Serán cosas mías, pero abundan hoy, de forma excesiva,
aquellos que no conceden importancia a la naturaleza de determinados bienes. Pienso en los que no entienden que lo público no carece de dueño; sino
que, al contrario, es propiedad de todos. También en los que, torticeramente, pretenden apropiarse, utilizando la política de hechos consumados, de lo que no les pertenece.
No (solamente) hablo de los políticos que, aún arrogándose
más poder del que se les ha otorgado, hacen y deshacen a su antojo, como si el
solar patrio fuese de su propiedad, sin sentirse obligados a dar explicaciones
a nadie (pasando de ser un plasta a convertirse
en un plasma).
Ni tampoco pienso en los que se extienden, submarianamente,
utilizando el “lanzamiento
de hormigón” como forma de conquista.
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No.
Realmente pienso en esos que en la playa hablan a gritos
y que se pasan el respeto a los demás por el arco del triunfo.
O aquellos que creen que, en un semáforo, esperar a que la
señal se ponga en verde para disponerse a cruzar es de parias.
O que consideran que colarse
—en un súper, en el cine o en un peaje— es un acto de inteligencia suma.
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Esos que, imitando modelos no se sabe de dónde, hablan a
gritos, a pesar de no tener nada que decir.
Que consideran que la propiedad
es un concepto carente de sentido; salvo cuando se trate de aquello a lo que
ellos consideren como propio, aunque
hayan podido apropiarse de formas
totalmente inapropiadas.
Esa grey que justifica el uso de la violencia como forma de
resolver asuntos de convivencia cívica.
Esa gentuza.
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"Dame una capucha y te arreglo la calefacción de la casa" |