Las jodidas decisiones estratégicas. A lo que se dedican
los “think
tank”.
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jueves, 13 de febrero de 2014
lunes, 10 de junio de 2013
Nomenclátor — Think tank
En
la perspectiva de un mundo occidental, globalizado, interconectado e incomprensiblemente
pasivo, el ciudadano de a pie —sustento económico del invento— necesita ser
orientado. No se le puede dejar andar a su aire, no vaya a ser que cese en su
servicio a los intereses colectivos.
Para
ello, los teóricos del sistema operan en tres jerarquizadas categorías:
— Los
gurús. Claramente identificados, llegan a alcanzar un status mesiánico. Su capacidad de sugestión les hace sobrevolar cualquier
crítica que se les quiera realizar.
— Los
grupos de expertos. Son accesibles fácilmente, pero desconocidos para los
legos en la materia. El resto de especialistas, excluidos del plantel
definitivo, afirman su ignorancia supina, cuando no mencionan su permisividad
para el intercambio de dinero (o fluidos).
— Think tank. Son utilizados con un
fin determinado: servir a los intereses de una agrupación, comúnmente política
o económica. Como responsables ideológicos
de las propuestas que, tras ser sondeadas y testadas son aprobadas, carecen de
rostro y se enmascaran dentro de un colectivo de mayor rango.
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"No nos hacemos responsables de recoger el desastre" Foto: veDro - L'Italia al futuro |
“Los que mueven los
hilos”
*****
Pueden
ser considerados como estrategas, sabios, ideólogos o simples oráculos.
En
USA se reúnen en oficinas minimalistas, decoradas con muebles de diseño
extravagante, mientras los ñordos
transportamos y montamos chiffoniers
y cajitas plegables con las que guardar corchos, chapas y los tickets de caja.
En
España, mucho antes de que
la embotelladora de Atlanta quisiera enseñarnos cómo son nuestros bares (en
los que no hay jukebox, ni se beben
refrescos a morro), cada pueblo contaba con el suyo propio, en el que,
pertrechado a la barra, algún intrépido se animaba a lisonjear a la camarera,
mientras cuatro viejos, en la mesa de siempre, jugaban al mus y eran capaces de
opinar sobre cualquier cosa. La TV les comió el terreno, sin que pudieran
preverlo y serían reemplazados fulminantemente por tertulianos, el punto más
bajo de la escala evolutiva.
Nadie
les echó en falta, por mucho que lo hubieran visto todo, y lo contaran sin
cesar (“precisamente por eso”, alguien
afirma con falsa ingenuidad).
*****
Son The Lumineers — “Ho hey”
El
servicio de traducción simultánea con conciencia social.
*****
Actualización (11/06/2013):
Mi
amigo Bernardo De Andrés Herrero,
activo comentarista en este blog y alma
mater en Mi tocadiscos dual,
propone enriquecer las texturas del espectro cromático y sugiere una banda
sonora. Recojo su guante, concretado en estas extra–balls:
Grupo de Expertos Solynieve: “Claro y meridiano”
[de “Alegato meridional” (2006)]
Blur: “Out of time” [de “Think tank” (2003]
Por
mi parte, remato con un artista esencial, Van
Morrison: “In the garden” [de “No guru, no method, no teacher” (1986)]
Gracias.
jueves, 8 de marzo de 2012
Bar ¿o cafetería?
Toda la vida me ha costado distinguir entre un bar y una cafetería. Hay muchas formas para denominarlos: tasca, mesón, taberna, sidrería, cantina, ambigú, bistrot, pub, restorán, cervecería, vinatería, vinoteca, brasserie, horchatería, choco, bodegón, fonda, figón y alguno más que seguro que se me escapa.
En lo fundamental coinciden en que son lugares de encuentro en los que tomar una colación breve y, durante un tiempo, establecí como rasgo distintivo que al bar iban los hombres y a las cafeterías las señoras. Por descontado, la distinción quedó tan antigua como suena hoy mismo, día internacional de la mujer, separar a los clientes —y a los establecimientos— atendiendo exclusivamente a su sexo.
Más tarde esbocé una teoría relacionada con el mobiliario: en el bar los clientes —de pie— se agolpan apoyados en una barra, mientras en las cafeterías se reparten de forma distribuida en torno a mesas. La observación de que la mayoría de locales —se llamen como se llamen— conjugan ambos espacios, me hizo abandonar esa elección.
Imaginé que podía estar relacionado con el tipo de bebidas que, por lo común, se despachaban en cada local: quedó restringido para los que, específicamente, así lo indican en su denominación (vinatería, cervecería, sidrería, licorería o tintorrería), porque las cafeterías exceden el ámbito que les es propio y, no sólo despachan todo tipo de cafés e infusiones, sino cualquier otro tipo de bebidas que se les solicite.
Tampoco servía el protagonismo del tipo de excitante que protagonizara el local —cafeína o alcohol—: de esa forma seguían siendo difícilmente distinguibles.
Hoy lo he visto. En mi paseo matinal he sido capaz de descubrir el matiz diferencial que distingue entre uno y otro; la raya que marca dónde se es bar y dónde se es cafetería.
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Foto: cszar |
Cafetería: lo que hay detrás de la gente que está fumando.
Y, por el humo, siempre se sabe dónde está el bar.
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Foto: LuRoGo |
miércoles, 14 de diciembre de 2011
Ruido de fondo
Busco una cafetería en la que pueda leer o escribir.
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Foto: nerissa's ring |
Siempre me ha gustado trabajar en bares. No es que pretenda convertirme en Sam Malone y hacer de Cheers mi escenario laboral cotidiano, sino que, por circunstancias de mi trayectoria profesional —que sería prolijo detallar ahora— tuve que, a la fuerza, desacostumbrarme a utilizar agenda y, adaptativamente, utilizar servilletas como forma de plasmar ideas. Ni siquiera en eso soy especialmente innovador.
El autor se llama Dan Roam. Y su libro lo han traducido aquí como “Tu mundo en una servilleta”. Y es un trabajo verdaderamente interesante.
Hubo una época en mi vida en que los bares se convirtieron en mi oficina (portátil) y, desde entonces, me gusta aprovechar esos espacios comunes para pensar, escribir y leer.
De un tiempo a esta parte, vengo observando —y supongo que no soy el único— que ya no abundan los bares silenciosos. La TV ha ido extendiendo sus redes: ya no sólo es el fútbol el que condiciona que los aparatos estén encendidos. Cada día hay más locales que la tienen puesta siempre.
Y si no es la TV, es la música.
El otro día entré en una cafetería a la que había echado el ojo. Ha cambiado de dueños, la han reformado y ahora se presenta como un espacio tranquilo. Creo recordar que, en su nombre, encierra el prometedor término lounge. Junto a chill-out se han convertido en las etiquetas que identifican la música ambiental. También ambient, pero ésta quizá reservada para la electrónica, quizá sólo instrumental y probablemente experimental.
En cualquier caso había observado al pasar que el local tenía música tranquila. Recordaba que tenía una sala aneja en la que esperaba poder disfrutar del necesario aislamiento para escribir o leer. Iba bien equipado y tenía tiempo. Me animé. Al entrar pude comprobar que el local estaba vacío. Sólo dos camareros (chica, aparentemente dueña, y empleado). Pregunté si podía pasar a la salita, me dijeron que sí. Encargué mi café y me pertreché en un sillón aceptablemente cómodo.
En la sala principal tenían la TV encendida, pero en la salita, no. Solamente se oía la música; estaba en modo lounge. Cuando la camarera me trajo el café, yo ya estaba con mi artillería desplegada
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Foto: tonyhall |
Normalmente espero que la gente piense por sí misma, sin necesidad de empujarles a que lo hagan. No me merece la pena tratar de convencer a nadie de lo que debería de hacer en una situación evidente, así que prefiero frecuentar establecimientos que adaptan su forma de trabajar a mis necesidades específicas. No había que ser muy listo para intuir que alguien que se acomoda a tomar un café, acompañado por un libro, cuaderno de apuntes y bolígrafo, no está precisamente buscando la compañía de un rescatador bálsamo sonoro.
En fin, lo que terminó sucediendo es que disfruté primero de una tranquila canción acorde a lo que el nombre del local prometía. Pongamos que Getz y Gilberto en “Desafinado”.
Pero a partir de ahí la cosa evolucionó de la siguiente forma: pop español (las letras entendidas distraen más), rock (y subida del volumen) y hip-hop (más alto todavía). Ahí decidí marcharme y seguir con la búsqueda que anunciaba al principio del artículo.
Ya sé que soy raro, pero en ocasiones agradezco un poco de silencio.
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Foto: h.koppdelaney |
Un remanso de paz.
Hay veces que siento que no me dejan estar tranquilo. Todo es ruido.
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Foto: Meredith_Farmer |
A veces, hasta siento que las verduras gritan como verduleras.
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Foto: slambo_42 |
Definimos ruido como el sonido —desagradable— que produce conductas de evitación. Es, ya lo sé, una percepción completamente subjetiva. Eso no quiere decir que no deba ser respetada.
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Foto: aquípongominick |
Gracias por avisarme que tú eres demasiado estúpido.
El silencio se ha convertido en un enemigo. No es sólo que no se encuentren bares en los que ya no tengan la TV o la música permanentemente encendida —acepto sugerencias para Oviedo—. Es que el silencio incomoda y se trata de combatirlo de forma permanente.
De hecho se ha desarrollado un estilo musical que tenía como destino natural salas de espera en hospitales, aeropuertos o consultas de médicos. La idea es que, si es verdad que la música calma a las fieras, rellenar el vació sonoro con una música insulsa tranquilizaría a los que no han desarrollado pautas adaptadas para los momentos en que les toca esperar. Se ha desarrollado un sub-género musical apropiadamente conocido como “música de ascensor”. En su tiempo se contrataba con una empresa (Hilo Musical) que emitía varios canales de temáticas diversas. Su máximo exponente fue Ray Conniff.
El popurrí fue siempre su seña de identidad y sus cantantes sincopados alcanzaron mayor protagonismo en determinados momentos de la carrera del bueno de Ray.
Los ‘70s fueron así. Imagínate entrar en un ascensor amenizado de esa forma. La segunda forma más horrible de viajar en ascensor, tras montar en el de “El coloso en llamas”.
En Estados Unidos explotaron hasta el delirio la estética kitsch. Naturalmente contaban con Las Vegas como excusa y con Liberace como su estandarte. Liberace fue depurando su puesta en escena (su piano y su candelabro como señas de identidad) hasta alcanzar el clímax en su presentación en un espectáculo en 1981. No creo que necesitéis comentarios.
Mirando retrospectivamente uno aprecia las cosas con más sentido de la perspectiva. Si has sentido rubor viendo a Liberace, recuerda que nosotros, los españoles, elevamos a la categoría de mito a Luis Cobos, el único director de orquesta que incluye entre sus instrumentistas a un ventilador (su cabellera siempre al viento, por favor).
El principio activo es el mismo: encadenamiento orquestal de temas famosos, reconocibles por la mayoría y machacados hasta reducirlos a una pasta amorfa que sólo se distingue por la característica identitaria del ejecutor: elección armónica de la guardarropía en los colaboradores (Ray), candelabro y pianos por doquier (Liberace) y melenina al viento (Cobos).
La música para ascensores parte de una idea profundamente arraigada. La cultura extendida y generalizada por los mass-media —aunque no llegue a producir verdadero entusiasmo—, tampoco molesta a nadie. Es la cultura de medianías; verdaderos pastiches carentes de toda sensibilidad artística, pero pretendidamente inofensivos.
Ruido de fondo indoloro, incoloro e insípido.
Recuerdo multitud de situaciones con espanto.
Una playa en la que, por los altavoces, emitían música de continuo.
Música navideña atronando por la calle.
Estar comiendo en el jardín de un restaurante, un domingo, y sufrir a una pareja que, sentada en ángulo, atendían él al periódico y ella a la radio que puso encima de la mesa para oír el carrusel deportivo.
Un violinista callejero —rumano— que te mira fijamente mientras pide por su ejecución.
Ir al fútbol con la radio puesta.
Mi padre siempre decía: “no hay parto sin dolor, ni hortera sin transistor”.
El ruido es una forma de contaminación acústica. Nadie lo combate. Reclamo un poco de silencio y lo hago con dos canciones que están llenas de gusto.
Ya lo sé. Me consta que parece una incongruencia pedir silencio a voces.
He encontrado un canal en youtube que responde al nombre “Silencio, se lee”. Se presenta la novela “El jinete del silencio”, de Gonzalo Giner, autor también de “El sanador de caballos”. Hablan el autor y la presentadora, Charo Vergaz —a la que no discutiré su gusto personal— de Yago, el protagonista.
Lo que más llama la atención es que, ni en ese microcosmos, dejan que el autor lea en silencio un párrafo del libro.
Así que sigo sin encontrar un bar donde, estando en silencio, dejen leer o escribir o incluso pensar. Sé que existen unos cafés literarios, pero no son lo que yo busco. Primero, porque ha desaparecido la tertulia. Apagados por los cambios, sometidos a la proliferación de las tertulias radiofónicas, desaparece la necesidad de conversar escuchando para someterse al ir, más o menos, oyendo. Pero además, los cafés literarios presentan una carta de naturaleza artificiosa, al proponer un cóctel de música de fondo y libros. Yo no quiero música; el libro lo traigo yo. Así que el hecho de que tengan unas estanterías con libros disponibles —¿seleccionados por quién?— resulta inútil para mí.
En fin, seguiré buscando. Si alguien conoce un café, bar, cafetería, ambigú, o lo que sea, de características similares a las descritas, en Oviedo, que por favor me avise.
Mientras, escucharé un poco más de música ultra-lounge.
Me he dado cuenta que puedo hacerlo sin molestar a los demás, siempre que no pretenda bailar pegado.
¿Qué sentido tiene poner música ambiente en un momento en el que la mayoría de la gente lleva su propia música a cuestas?
[No como en la película de Spike Lee: “Haz lo que debas”. Ojo a 0:45]
Ahora todos vamos enchufados (más o menos).
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Foto: Fimb |
La contaminación acústica que supone el ruido —que nadie combate— genera un nivel de tolerancia creciente. A su vez se produce un incremento en la intolerancia al aislamiento acústico, al silencio.
Ya no tiene sentido poner música de fondo. Quien teme esos silencios incómodos, se envuelve y se aísla. Supongo que la estrategia a seguir se resume en “como quien oye llover”.
Nos falta desarrollar una cultura del silencio.
Dejar que el silencio hable.
Escuchar los sonidos del silencio.
Tener cuidado con la única cosa, tan frágil, que se rompe con sólo nombrarla.
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