Tradicionalmente, la Formación se ha apoyado repetidamente en el mismo recurso didáctico: la exposición. El formador (profesor, maestro, ponente, conferenciante, orador) habla de un tema que conoce en profundidad (es un experto en la materia) y la audiencia participa de forma pasiva en la sesión escuchando y —deseablemente— atendiendo y entendiendo los conceptos sobre los que discurre la exposición. El principio metodológico que subyace implica que aprendemos mientras escuchamos a alguien que habla sobre un asunto que domina. Esencialmente es cierto y efectivo; si no lo fuera, todas las instituciones que tradicionalmente han fomentado el aprendizaje instructivo habrían fracasado en su empeño. Sin embargo, nuestra experiencia personal confirma que, muy frecuentemente, hemos aprendido por escuchar a alguien que sabía sobre la materia que disertaba.
A pesar de ello, las circunstancias no son siempre las mismas y la comprobación de que el método expositivo no se mostraba eficaz para el desarrollo del aprendizaje en determinadas situaciones, impulsó un avance metodológico que, con el tiempo, se ha ido extendiendo y, en ciertos casos, imponiendo. En efecto, la constatación de que una metodología práctica facilitaba la consecución de los objetivos del aprendizaje, ha alentado la proliferación de la llamada Formación aplicada. En este tipo de Formación, los participantes en los cursos (los formandos: sujetos activos y destinatarios del cambio) atienden a las explicaciones que el formador previamente les presenta y, a continuación, realizan determinados ejercicios en los que ponen en marcha aquellas lecciones que hayan aprendido.
Este tipo de Formación se muestra efectiva, al incrementar el grado de comprensión de los conceptos teóricos planteados. Es cierto también que facilita la puesta en funcionamiento y el desarrollo de determinadas habilidades, si bien no garantiza que sean interiorizadas, como tampoco que sean transferidas a otros ámbitos diferentes del escenario formativo.
Como avance a este planteamiento dual (teoría versus teoría más práctica) se viene proponiendo últimamente un nuevo tipo de Formación alternativa, que ha recibido diferentes denominaciones y que momentáneamente presentamos como Formación experiencial.
En este tipo de acciones, las sesiones formativas se articulan en torno a determinadas situaciones (dinámicas o juegos) que los formandos deben resolver. El papel del formador se transforma entonces en una suerte de dinamizador, conduciendo al grupo a través de las dinámicas desarrolladas. Cada una de ellas constará de tres etapas:
ü Presentación. El formador explica las características de la situación planteada, lo que se requiere de los formandos, las reglas del juego en el que activamente van a participar.
ü Desarrollo. El juego sucede. Pasan cosas. Los participantes (protagonistas directos o espectadores) observan lo que ocurre en las dinámicas. Aprenden de su experiencia, pero también observando las vivencias de otros.
ü Debate. El grupo analiza lo sucedido en la dinámica y pone en común sus propias experiencias y observaciones con las de los demás. Es la etapa decisiva. En ella el formador se convierte en un moderador, posibilitando un debate entendible y constructivo. Para aprovechar la potencia intrínseca a este tipo de acciones, el formador debe transformarse en un facilitador: su tarea no es mostrar las soluciones, sino orientar al grupo para que descubran por ellos mismos las características de la experiencia única que han protagonizado. Este tipo de Formación resulta especialmente enriquecedora para formador y formandos. Es imprevisible, irrepetible y siempre provechosa. Todos los participantes tienen oportunidades de aprender y la experiencia resulta altamente gratificante.
Este tipo de Formación surge para superar las limitaciones derivadas de las situaciones formativas tradicionales, descritas con anterioridad. En particular establece tres propósitos fundamentales:
ü Interiorización de comportamientos
ü Transferencia de lo aprendido a otros escenarios no formativos
ü Consolidación a través del tiempo
Para que una actividad formativa sea incluida en esta innovadora metodología didáctica, debe incluir necesariamente las siguientes características:
1. Vivencial. El formando experimenta personalmente determinadas situaciones que se le plantean. En ocasiones es el protagonista directo de la acción, mientras que en otras se limita a actuar como observador.
2. Descontextualizada. La experiencia formativa se desarrolla en torno a juegos o dinámicas que no están, aparentemente, relacionados con las situaciones a las que se pretende transferir lo aprendido. Al trabajar de esta manera, los formandos no condicionan su comportamiento a sus experiencias previas.
3. Espontánea. No se establecen instrucciones que los formandos deben seguir. Se les presentan situaciones para que se desenvuelvan de forma no dirigida, sin ninguna guía del formador. La labor del formador a la hora de presentar las dinámicas es que entiendan las situaciones que se les plantean, las tareas que deben desempeñar y los papeles (si los hubiera) que deben cumplir.
Ésta es la característica de mayor relevancia: los actores se desenvuelven sin instrucciones previas. Adicionalmente, en los debates que se producen para aprovechar las experiencias vividas, el formador se muestra, no como un guía, sino como un facilitador que permite a los participantes descubrir por sí mismos las claves de lo sucedido. Esto hace que nos decantemos finalmente por una denominación más ajustada a la realidad esencial del planteamiento: Formación por descubrimiento.
Aplicando en las acciones formativas los principios descritos se conseguirá que los formandos descubran por ellos mismos cuáles son las habilidades que permiten el mejor desempeño, las interioricen y transfieran su aplicación a otros escenarios no formativos, adquiriendo un repertorio conductual duradero en el tiempo mientras participan en una sesión entretenida y altamente motivacional.
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