sábado, 15 de febrero de 2014

En ocasiones veo tuertos

En la escena más memorable de la película “El sexto sentido”, (1999, dirigida por M. Night Shyamalan), el niño protagonista, Haley Joel Osment, le hace una confesión a su psiquiatra, Bruce Willis, en un ambiente gélido, superando con valentía una situación que le intimidaba, pronunciando en susurros una de las frases más estremecedoras del cine reciente (aceptando como tal el hecho de que la película tenga 15 años):


"La manta arropa, pero no protege (lo suficiente)"

Es verdad que la situación que describía la película era aterradora, pero ficticia.

En cualquier caso, agradecimos el anuncio de Gas Natural (Fenosa), que nos permitió tomarnos el asunto a chanza.



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Una ficción nos permitió eludir las preocupaciones que había generado otra.

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Pero mi problema es real. Vaya donde vaya, me ocurre:

— “En ocasiones, veo tuertos”.

Puede pasar cuando escucho música.

Notar la inquietante presencia de David Bowie, narrando la conversación entre el Comandante Tom y el Control de Tierra, en esa rareza espacial, Space oddity, y, más allá de su extraño peinado (o sus plataformas), —que se deben a una moda que hoy parece irreal—, intuir que en el Duque blanco hay una fatal atracción hacia los ambientes torturados. Podía haberlo superado, habiendo sufrido a las órdenes de Tony Scott su agonía y su progresivo envejecimiento en la película de 1983 que protagonizó junto a Catherine Deneuve y Susan Sarandon, The hunger(“El ansia”). Pero no, "el siguiente día", hace nada, en 2013, vuelve a caer en lugares parecidos, nada comunes, mostrando que es un tipo torcido, torturado, ambivalente; con una explicable obsesión por los ojos.


— Para, para. Que estás yendo demasiado lejos. No digas que Bowie es torcido.
— Lo es.
— O torturado.
— A la vista está.
— ¿Ambivalente?
— Tiene toda la pinta.
— Vale. Pero, de tuerto, nada. Tiene los ojos de distinto color.
— ¿Y eso?
— De un balonazo, cuando era niño. Le dejó atrofiado el iris de uno (el derecho, creo) y por eso da la sensación de que tiene los ojos de diferente color.
— Claro. Y, con el iris atrofiado, es incapaz de ver con uno de sus ojos.
— Supongo.
— ¡Tuerto!
— ¡A mí no me insultes!
— Digo que Bowie es tuerto...
— ¡Ah, vale, eso te lo consiento! Pero conmigo, ni una broma.

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Alguien se coloca un parche, de atrezzo, en la idea de que le dará otro aire:

sofisticado (entendido en términos setenteros, lo que incluye hombreras y chaquetas remangadas por encima del codo), si se trata de Bryan Ferry, al frente de su banda, Roxy Music, confesando que el amor es una droga: Love is the drug, cantando entre pompas de jabón.


También lucía parche de pega Pete Burns, vocalista en Dead Or Alive, transformado en pirata en el vídeo de su único hit, You spin me round (Like a record), en una travesura que cobra todo su sentido contemplando la trayectoria vital del cantante, anticipada en el título de la canción: “puedes darme la vuelta, como a un disco (y ponerme mirando a Pamplona)”.


El parche aporta un matiz aventurero; esa épica sugerida por historias de corsarios, filibusteros o piratas. Héroes románticos que eludían las leyes terrenales, enrolándose en una tripulación que enarbolaba la Jolly Roger y no daba más cuentas que al ron y el peligro. Como Johnny Kid (acompañado por The Pirates en Shakin’ all over, su éxito más importante).

El dinámico Bobby Helms, atado a su éxito inmortal, un villancico inolvidable, que interpreta todo el año con su panda de amigotes. El batería se sabe mejor que el propio Bobby el estribillo de Jingle bell rock.

Y el más canalla de todos los canallas que lucieron un parche en la historia de la música (alma mater, percusionista, antiguo barman, bailarín rítmico, con sangre caliente y pasado siniestro), lucía estilo imperecedero, abriendo el cuello de su camisa y enseñando felpudo frontal, siempre con chaleco, bigote y una sonrisa cómplice. Su sombrero, coronado por una pluma, lo dejaba en la bandeja trasera de su Mustang para ocuparse de los asuntos carnales a los que toda gira conduce, creando una moda que, todavía hoy, se muestra triunfante. El combo en el que hacía de hombre para todo se apropió de su gancho y su talento para dar nombre a la formación: Dr. Hook y, aunque no sabían de medicina, alternaron intentos propicios para bailar sueltos (con la coreografía sincopada de nuestro amigo) y agarrados (momentos en los que aprovechaba para arrimar la cebolleta). Tuvieron el cuajo de, tras enamorarse de una mujer maravillosa y realizar infructuosos intentos de pasar la noche juntos, concluir que tenía, nuestro hombre, unos ojos sexys.




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El defecto puede ser funcional: una caída permanente (total o parcial) de uno de los párpados. Un ojo vago, como le ocurre a Forest Whitaker.

Forest Whitaker

La cantante británica Gabrielle, que también padece ptosis palpebral (así lo llaman), utiliza diferentes estrategias para ocultarlo: gafas negras (Out of reach) o un flequillo perenne y mucha gomina (Say goodbye). En cualquier situación se muestra solidaria con aquel a quien dejen un ojo a la funerala (Rise).




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La lista de tuertos es larga.
Siempre empieza con Ana de Mendoza.


La princesa de Éboli
Moshé Dayán
Blas de Lezo
Peter Falk, Colombo
John Ford
Fritz Lang
Nicholas Ray
Raoul Walsh
James Joyce
Francisco de Orellana
Juan José Padilla
José Javier Esparza
Millán Astray
Luiz de Camoes
Sammy Davis, jr
Nicolas-Jacques Conté
María de Villota
Filipo de Macedonia
Aníbal de Cartago
Jean-Paul Sartre
Jean Marie Le Pen

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Y muchos personajes de ficción, memorables, en los que el recurso empleado oscilaba entre lo tétrico y lo grotesco:

En A fish called Wanda, Ken (Michael Palin) es incapaz de cumplir con su cometido (“acabar con la vieja”) sin, previamente, llevarse por delante a los chuchos (y automutilarse).


El final de la película The anniversary, muestra a una desquiciada Bette Davis, en una situación que se antoja más dramática al hurtarse de la vista parte de su rasgo más notable, esos ojos a los que cantaba Kim Carnes.

Popeye alterna el ojo sano. Su compadre Pilón, mantiene ambos cerrados, de forma permanente, sin mostrar ninguna tara (más allá de su excesiva afición a la ingesta de hamburguesas).

En The Goonies Willy el tuerto es un pirata que escondió un tesoro. Una pandilla adolescente se aventura en su búsqueda.
  
El que había sido un gigante de la mitología griega, Cíclope, se reencarna entre una pandilla de mutantes, liderados por un calvo con problemas de movilidad. Todo se explica en sus Orígenes.

En Kill Bill, vol. 1, Daryl Hannah se viste de blanco, aunque no esconda que sus intenciones sean negras.


The avengers es un esfuerzo coral para integrar personajes de Marvel que previamente habían funcionado a su bola (Iron Man, Capitán América, Hulk, Thor). El insensato que capitaliza ese esfuerzo muestra que no sólo no tiene dos dedos de frente, sino que, además, es tuerto. Responde al nombre de Nick Fury (en la ficción) o Samuel L. Jackson (en entrevistas al intérprete).



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Otros tuertos que portaban parche.

Falconetti ("Hombre rico, hombre pobre")
John Wayne ("Valor de ley", 1969)
Jeff Bridges ("Valor de ley", 2010)
Amparo Soler Leal ("La escopeta nacional")
Tom Cruise ("Valkyrie)

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La sabiduría popular —la que, como el fracaso, es huérfana— no tiene recatos para encontrar sentencias. Lo hace aplicando un principio infalible, apostando en todas las manos a rojo y a negro, a pares y a impares, a falta y a pasa.

Nunca falla.

Dos son las letanías de recurrente aplicación:

“Me ha mirado un tuerto”.

Extendiendo un maleficio, que se convierte en contagioso, que acompaña al que ya ha sufrido el propio, convirtiéndose, en un único acto, en lisiado y gafe.

“En el país de los ciegos, el tuerto es el Rey”.

En los tiempos convulsos que corren para la Monarquía (como Institución y Sujeto de Privilegios), el dicho se ha acortado; se ha mutilado. Ahora, para señalar la ventaja competitiva que supone ser malo entre pésimos, la frase se empieza, pero no se concluye y se deja en el aire esperando que el resto sobreentienda el mensaje:

“ya sabes, en el país de los ciegos…”

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José Ovejero fabula sobre las Ventajas de estar tuerto.

Él no lo está.

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Clarence Carter, ciego de nacimiento —y cantante soul de segunda fila— alcanzó su mayor éxito en 1970, con Patches, en la que cuenta su vida, su origen humilde y cómo su padre le llamaba “Parches”, por lo maltrecho que estaba y por ir siempre vestido con andrajos. Un día, su padre le explica la necesidad de esforzarse en recibir una buena educación, que él no había tenido. Dos días después muere y Clarence se convierte en el hombre de la casa. Un éxito en ventas, disco de oro (más de un millón de copias vendidas), refrendado con la entrega del Grammy a la mejor canción R&B en 1971.

Una historia de lucha y superación, que merece ser escuchada.


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Siempre recuerdo otro personaje que recibió el apodo de “Parche”. Se llama Hunter Doherty Adams, pero todo el mundo lo conoce como Patch Adams. Médico, desarrollador de la risoterapia, carga con el lastre de haber sido interpretado por Robin Williams en la película “Patch Adams”. Su manera de abordar la medicina (y la terapia) es diferente de la que defiende Mitch Roman (interpretado por el recientemente fallecido Philip Seymour Hoffman).

Su método de trabajo, su objetivo en la vida, es inspirado por Arthur Mendelson (Harold Gould, en la película). Tienes que ver lo que otros no ven.


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Puede parecer superfluo señalar una obviedad, aunque sospecho que pueda pasar desapercibida: el carácter de tuerto, del que sólo ve por un ojo (o que lo ha perdido), es una condición adquirida. Por lo común, no suele nacerse con ella y precisa de un periodo de adaptación.

Cuando el cumplimiento del Servicio Militar era obligatorio (y, por eso mismo, indeseado), las quintas de jóvenes nos presentábamos al servicio médico militar, alegando enfermedades o lesiones que nos impidieran cumplir con nuestra obligación castrense. Los cuarteles se llenaban los días de revisión de jóvenes ansiosos por ser declarados “inútiles”, que aportaban informes médicos a cientos, que se enseñaban unos a otros. Yo, con mi natural imprudencia, amparado por la notoriedad de una lesión que “saltaba a la vista”, me personé sin un solo papel que mostrar, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, en ese gesto que, todavía hoy, recuerdo como el epítome de la indiferencia despreocupada.

El médico militar iba llamando a los mozos, de uno en uno, para que le explicaran su situación. Todos se escudaban detrás de unos papeles que el ayudante se aprestaba a recoger. Cuando entré, libre de carga, el ayudante me miró, yo le miré y me encogí de hombros. El médico dijo:

   Papeles.
   No traigo.
   ¿No trae?
   No.
   ¿Qué le ocurre?
   No veo por este ojo –y aproveché para señalarme el izquierdo.
   ¿Fue traumático? –preguntó, tras una somera inspección.
   Bueno, verá: al principio sí. Luego, con el tiempo, me fui adaptando.

Pero comprobé que el médico, desquiciado, se había ido a revisar a otro mozo.

*****

El mayor de sus inconvenientes es la incapacidad para la visión volumétrica: somos incapaces de ver en tres dimensiones (aunque nos ahorramos una pasta en gafas de cartón y entradas de cine). La posibilidad de tener un accidente en el ojo sano entraña un riesgo, el mayor de los cuales es obsesionarte porque realmente suceda. También dificulta el juego del mus y pasar a tu compañero la seña de que has juntado treintayuna.

Pero la principal ventaja de la lesión es que te brinda la oportunidad de ampararte en la lateralidad de tu ángulo ciego. De esa forma, con un leve giro de la cabeza, puedes colocar en tu lado malo aquello que, por la razón que sea, no quieres ver.

Ojos que no ven, corazón que no siente.

Poder adoptar una insensibilidad temporal para cualquier hecho que se produzca, en mi caso, a mi izquierda. Y, dado que sucede a mi izquierda, ni me afecta, ni me preocupa, ni me importa, ni me deja de importar.

Es tan sencillo como mirar un poco más en el sentido opuesto.

Y aprender a aceptar lo que te ocurre (aprovechándolo en tu beneficio).

  
Es la suerte que tenemos los que, cuando queremos, sabemos cómo hacer para no verte a ti.

10 comentarios:

  1. Dos mio cuanto tuerto y yo sin fijarme. Desde ahora montaremos una tienda para tuertos en vez de zurdos. Reclamos publicitarios y musicales tenemos de sobra. como siempre un libro de conocimientos, en este caso visuales

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    1. Los que llevan parche, son más fáciles de identificar. Los otros, quizá no.
      Llevo pensando qué se puede vender en una tienda para tuertos, y no se me ocurre nada.

      Un saludo.

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  2. Genial Alberto... Me hubiera gustado ver qué lugar le asignarías al malvado Fray Jorge de Burgos, en su afán por ocultar al mundo lo que hay tras la puerta de Finis Africae, en la Biblioteca de la Abadía

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    1. El maestro de Kane (Keith Carradine) en Kung-Fu tenía un problema similar.
      Y una capacidad del copón para cerrar el puño.

      Un saludo.

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  3. De acuerdo en todo, excepto lo del mus. Aún dejándote pasar las señas por escrito te dábamos un buen repaso. Lo tuyo fue siempre mas el tute, con el chambón ese con el que jugabas, de madrid, que tenía una cara de tooooonto, que no podía con ella.

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    1. El mus es un juego de faroleros.
      El tute encierra la sabiduría del amarre.

      Aquel amigo jugaba bien, pero su perdición fueron el alcohol y las mujeres. Algún día te contaría y no dejaría de contar.

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  4. En la vida habría imaginado a tanto tuerto. Menuda recopilación. Saludos.

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  5. Respuestas
    1. Un banco se podía estirar y patrocinar un monográfico.

      (((quizá sería mejor patrocinador una óptica)))

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