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viernes, 5 de septiembre de 2014

En tu casa, ¿o en la mía?

Aquellos tiempos en los que Telefónica no se había convertido en Movistar.
En los que no se había liberado el mercado de comunicaciones.
Cuando el móvil era el aparato (inmenso) que convertía en odioso a Gordon Gekko, en “Wall Street” (como si saber que llevaba en su interior a Michael Douglas no fuera suficiente) y te engañabas pensando que tú serías incapaz de llegar a hacer esa ostentación tan grosera.

"Cachis. Me he dejado los garbanzos con el fuego encendido"

Hace muchísimo tiempo.

*****

Antes de la última de las glaciaciones, el teléfono (de casa) tenía un cable que te mantenía pegado a la pared (y al mundo), cuyo radio de acción podías prolongar si comprabas el mismo alargador que usaban en las series de TV americanas, que les permitían parlotear de forma incesante en esas cocinas, extensas como sets de grabación, y que, en un piso de soltero español, hacían que comprobaras la ineficacia de utilizar un hilo de Ariadna para terminar irremisiblemente atrapado.

En todo caso, la ventaja de mantenerte comunicado exclusivamente en la guarida, implicaba que, en caso de avería, el técnico debía desplazarse hasta tu casa, en lugar de tener que perder el tiempo en las infames tiendas actuales de los operadores, en los que te agolpas, sin sitio para descansar las posaderas, mirando alternativamente el papel que se arruga en tu mano y el display de carnicero donde informan del siguiente en el turno.

El inconveniente era que tenías que llamar, dar el aviso, esperar que el técnico devolviera la llamada y, entonces, concertar la cita.

— Hola, ¿qué tal? Creo que tienes un problema en tu teléfono.
— Sí. No sé qué pasa. Uno de los aparatos no funciona.
— Así que tienes más de un aparato.
— Sí.
— ¿Cuántos tienes?
— Dos. Salón y cocina.
— En el dormitorio, ¿no tienes ninguno?
— No.
— Vale. ¿Cuándo podría pasar por tu casa? ¿Qué horario te viene mejor?
— A la hora de comer.
— ¿A qué hora comes?
— A las tres, pero llego un poco antes, sobre las dos y media.
— ¿Te va bien, entonces, que pase por tu casa, el jueves, pasado mañana, hacia las tres?
— Sí. Una cosa, por favor.
— Dime.
— ¿Sería posible que me llamara de usted?
— ¿Cuándo? ¿El jueves, cuando vaya por tu casa?
— No. Ahora. El jueves nos conoceremos en persona y posiblemente no me resulte tan engorroso como me está resultando ahora.

*****

Crisis en las comunicaciones.
Crisis de valores.
Crisis en la educación y en la enseñanza.

No todas las crisis son económicas.

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Todas corresponden a un cambio de criterio y a la dificultad de adaptarse a las novedades introducidas.
Seguir el ritmo de la actualidad es difícil, pero, incorporar con acierto las nuevas modas a nuestro acervo de costumbres, resulta casi imposible.

Máxime, con esa fijación en mostrarse partidario de la oposición, como si todos fuéramos estudiantes de Derecho.

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Circula una idea, ampliamente extendida, que pretende delimitar los ámbitos de actuación de la educación y la enseñanza, resumida en un meme que colma espacios sociales.


Como si fueran cosas distintas.
Como si se pudiera sostener un sistema que trabaja con criterios enfrentados.
Como si no fuéramos capaces de saber qué hacer y dónde.
Como si, al igual que los políticos, no pudiéramos razonar y alcanzar acuerdos.

Como si el único interés estribara en decidir dónde está mi casa (y dónde la tuya) y nos tuviéramos que limitar a permanecer expectantes, encerrados en nuestra guarida, contemplando impávidos la nefasta influencia de la calle y los mass-media, esperando que las enseñanzas de la azafata del un-dos-tres, que ejerce de profe (ni se te ocurra imaginarla como maestra) no resulten perjudiciales y te permitan que, el fin de semana, mientras el mozo sea pequeño (y poco pesado) admita ir a hombros (sin que suponga que haya marcado un gol), organizando un plan familiar que incluye jersey naranja de tendencias psicóticas (para él), maxifalda y tartera (para ella) y simpática gorra ladeada (para el infante), en un anticipo de que, pese a no ser capaz de emplear el usted, en nada, sabrá qué hacer con Nicki Minaj y su Anaconda.
(RESULTA CONVENIENTE AVISAR QUE LAS IMÁGENES SON EXPLÍCITAS)

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Si la escuela enseña (entendida la enseñanza como “transmisión de conocimientos”), ¿qué sentido tiene mandar tanta tarea para casa, asumiendo que los deberes serán realizados con la supervisión de los padres?

Si el aprendizaje se produce por la emulación de modelos, y la educación viene a ser un aprendizaje de “buenos modales” (aquellas nociones de “urbanidad” que se abandonaron por obsoletas), ¿cómo podremos enseñar a nuestros hijos, en casa, a emplear el usted, si, por la frecuencia en el trato y la proximidad y el cariño, nos abrazamos, nos besamos y, en esencia, nos tuteamos?

Y, finalmente, si los objetivos no son contradictorios (lo que carecería de sentido) y la fórmula que repiten en el centro al que acuden mis hijos (“ésta es vuestra casa”) no es exclusiva, porque se asume que todo el proceso educativo debe ser inclusivo, ¿resulta tan complicado establecer unos criterios mínimos, consensuados, sobre aquello que resulta conveniente para hijos, padres, educadores y el conjunto de la sociedad?

VALE.

No me responda, gracias. Ya me he dado cuenta.

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Están a punto de volver al colegio. Beberán refrescos y comerán puñetitas.
Y montarán en un tiovivo, tranquilos y relajados.



No hay nada de qué preocuparse.

Seguramente, aprenderán a putear, al ritmo de los Deftones.

sábado, 7 de septiembre de 2013

La cabina

"Comunicando" Foto: Datmater

En 1972 las cosas eran completamente diferentes a como son actualmente.
Vivíamos en un mundo cerrado y opresivo, atrapados en un régimen, próximo a su final, encorsetados en la rigidez de unas costumbres que cambiaban al ritmo de la, entonces, tradicional calma española.
El aperturismo era un anhelo, para algunos; en otros provocaba suspicacias.
El turismo obligaba a un cambio exterior de costumbres, pero el alma del español seguía siendo reseca y escueta.

No crean que sé de lo que hablo; en 1972 yo tenía ocho años y mi única ocupación era distraerme, sin interés alguno en pararme a pensar en asuntos de mayor enjundia que encontrar una forma divertida de pasar el rato.

Cuando estaba en casa hacía filas de coches, organizaba partidas de chapas, expediciones con los madelman o, simplemente, me dejaba vagar, esperando que mi madre me avisara de que el bocadillo estaba preparado, de que debía darme un baño o de que iban a encender el TV y podía interesarme lo que iban a echar.

En diciembre, un martes y 13, debieron dar una voz y avisarme.

Programaban un mediometraje, dirigido por Antonio Mercero —quien ya había triunfado con “Crónicas de un pueblo”— que, años más tarde, alcanzaría el éxito y el reconocimiento masivo con “Verano azul” o “Farmacia de guardia”.

Era La cabina.



*****

Un guión, escrito a medias con José Luis Garci, enfatiza el protagonismo de un objeto, una cabina telefónica que unos operarios ubican en la plaza de Arapiles, en Madrid.

El actor que afronta su destino es un contenido José Luis López Vázquez; ya ha superado su obsesión sexual por las suecas; se ha casado y tiene un hijo.
Representa al español medio: bajo, circunspecto, moreno, calvo y con bigote. Se permite la frivolidad de usar una corbata estampada que contrasta con su traje marrón.

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No voy a desentrañar el desarrollo de la trama, por descontado. Son, sólo, 34 minutos. Y merecen la pena, del primero al último.

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El teléfono entró, con reservas, en la vida de los españoles. Se le hizo sitio en el pasillo: unos aparatos negros, de baquelita, colgados de la pared. Más tarde, al instalar un supletorio en el salón, aumentaba su protagonismo coronando una mesita auxiliar. Para realizar una llamada se empleaba un marcador de rosca que hacía que odiaras a la gente que tenía números llenos de nueves y ceros. Tenían un cordón continuo, forrado de tela, que pendía inmisericorde y se enganchaba y tiraba al San Pancracio cada vez que alguien descolgaba el auricular. Cuando inventaron el cable en espiral, consiguieron resolver el problema, aunque las personas inquietas, mayoritariamente mujeres, se entretenían revolviendo con su dedo índice, parloteando incesantes, provocando que el cable quedara reducido a su mínima extensión.

El engorro desapareció, ipso facto, con la proliferación de los inalámbricos, preludio de los móviles. La aparente autonomía que propiciaba la ausencia de un cable limitador de movimientos, desembocó en una dependencia absoluta.

Ahora, todos, debemos estar siempre disponibles.

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Una cabina era un espacio, público e inmóvil, en el que la gente se encerraba para poder comunicarse. Un inexplicable viaje al pasado (imprescindible para entender el foco de claustrofóbicos en que se ha convertido España).

Quizá no supimos ver dónde estaba la verdadera trampa.

Esa incierta edad [el libro]

A veces tengo la sensación de que llevo toda la vida escribiendo este libro. Por fin está terminado. Edita Libros Indie . Con ilustracio...