domingo, 31 de julio de 2016

James Carr — At The Dark End of the Street

James CarrAt The Dark End of the Street
You Got My Mind Messed Up (1967)

Memphis, en 1966, era una ciudad pequeña, aunque muy importante en el negocio musical, por la cantidad y variedad de personajes implicados en él. En el verano de ese año se celebró una convención de DJ, seres dedicados a la mala vida, que, a la menor ocasión, organizaban una timba. En una de ellas se aburrían Dan Penn y Chips Moman, dos músicos blancos que, si no hubiera existido el soul, se habrían dedicado para siempre al country. Pero Memphis era un lugar especial, en el que no existía (al menos en lo musical) segregación: compositores y productores, músicos y propietarios de sellos discográficos o estudios de grabación, trabajaban juntos para hacer una mezcla altamente explosiva. Así que Penn y Moman, blancos ambos, hartos de perder el tiempo jugando a las cartas, se involucran en componer una canción, aprovechando retazos de la melodía de uno y frases escritas por el otro. Necesitan concentración y tranquilidad, algo que no encuentran en el hotel donde se realiza la convención. Quinton M. Claunch les ofrece una habitación para trabajar, en el hotel que está enfrente, de su propiedad, poniendo una condición: la canción que compongan la interpretará su protegido, James Carr.

Claunch, blanco, era, además de propietario del hotel donde finalmente se compuso la canción, fundador de los sellos HI, donde Al Green alcanzaría la inmortalidad, y Goldwax, donde publicaba Carr. Era también su representante y, el cantante, su apuesta más firme para destilar esa música, conocida como  southern soul, y cocinada con dos ingredientes básicos: la pasión de los intérpretes (negros) y los sentimientos de los compositores y músicos (blancos).

Ese lugar, a mitad de camino, donde todos nos mostramos débiles y nos atrevemos a compartir nuestras difíciles experiencias vitales, las que han hecho mella en nosotros para siempre.

Treinta minutos necesitaron Penn y Moman para poner la guinda a una canción eterna. En ella, un adúltero le habla a la mujer con la que mantienen relaciones ilícitas, con quien se reúne en el lado oscuro de la calle. El tono es de culpa absoluta, abrumado por estar haciendo lo que sabe que no debería hacer. La letra tiene pasajes estremecedores: “esconderse en la oscuridad”, “vivir en las tinieblas”, “ser víctimas”, “pagar por lo robado”, “es un pecado”, “está mal”, “escabullirse”, “nos encontrarán”, “no llores”.

James Carr había interiorizado esas emociones y debía expresarlas en el estudio de grabación —Royal Studios, propiedad de Willie Mitchell, en lo que antes había sido el Royal Theatre—. Llegado el momento de grabar, Carr no aparecía. Claunch le encontró, agazapado en el techo del estudio, casi catatónico. Era evidente que sufría una crisis personal; el texto y las emociones contenidas en él le habían calado con tal hondura que no podía despegarse de ellas.

La mano izquierda de Claunch, su amigo y reverenciado admirador, su charla tranquila y unos pitillos compartidos, lograron convencer a Carr para que bajara y mostrara al mundo —a todos, para siempre— lo que implica reprocharse a uno mismo y sentir la necesidad de verse redimido.

Eso es implicarse, cantando una historia, y lo demás, monsergas.



James Carr era un tipo complejo, introvertido y atormentado, incapaz de cantar en público, pero dotado de una dilatada sensibilidad.

La anécdota referida, una de las más esclarecedoras de su personalidad, sería juzgada hoy por cualquiera de los que esperan a ser atendidos en la cola del supermercado, despachada con la ligereza y superficialidad que caracterizan los tiempos que vivimos, identificada como muestra evidente de bipolaridad.

Sin despeinarse siquiera.

Y sin posibilidad de apelación o recurso.

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