lunes, 10 de marzo de 2014

Hablamos de relaciones

El pasado sábado, 8 de marzo, se celebró el Día Internacional de la Mujer.

Google le dedicó su doodle. La segunda “O” acogía un triángulo equilátero. No estaba hecho con manos, con el vértice hacia arriba (pese a que la principal reivindicación que se articuló, en España, fue contra la ley del aborto). No. Apuntaba hacia el Este, dibujando el icono que se interpreta globalmente como “play”. Pinchando en él, aparecían mujeres, dejando constancia de su testimonio personal.


Un merecido reconocimiento. Un gran paso para las mujeres y, al tiempo, para el conjunto de la humanidad.

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Se me empieza a echar el tiempo encima, ya han pasado dos días desde la celebración, así que no me detendré demasiado. Resumiré lo sustancial de mi mensaje, en una sentencia breve, que todos sean capaces de recordar. Así, los apresurados podrán saltarse el resto del escrito e ir a despellejarme, mientras el resto —un amigo mío que no tiene otra cosa que hacer y, yo mismo, ocupado en releer y corregir el texto— emplearemos tiempo en llegar hasta el final.

Por de pronto:

Algunas mujeres son despreciables

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Otro amigo (distinto del que llegará al final, leyendo esto) dice que, para conseguir visitas y enemigos, podía lograrlo poniendo una foto (o un vídeo, quise suponer) de unos testículos, aunque prefiero apostar por el humor sutil, la fina ironía, la provocación.

En realidad, él tiene motivos para creer que el doodle parece una celebración de bolleras en éxtasis. Yo lo veo más como un anticipo de una semana santa multicolor, en la que nadie se enorgullece de ser gay, sino que, disfrazados con retraso, parece una cofradía de Cristos con macrocefalia, que evita el uso del negro para no ser considerada cuatricómica.

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Cuando ya no puedo generar más abandono en torno a este espacio, trataré de explicar de qué quiero hablar.

Pesa una sensación agobiante en este mundo, en el que nos pasamos un montón de tiempo mirando por encima de la valla del vecino, para juzgar cómo tiene su césped, sin prestar atención al nuestro, ni empeñarnos en cuidarlo.

Prestando atención a Wilson Pickett, mientras canta, dudo entre interpretar si está afirmando que es normal que el césped del vecino parezca más verde, o si, en lugar de eso, está recomendando a su chica que deje de fumar maría, que produce los mismos efectos hipnóticos que las pastillas que me hacen dormir a mí.



En todo caso, nos obsesiona fisgar, ver qué hacen los demás y aprovechar para juzgarlos a ellos —y si es posible, decirles cómo deben actuar— en lugar de enfrentarnos a lo que verdaderamente nos corresponde, que no es otra cosa que cuidar de nuestro jardín.

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Me preocupan las relaciones que se establecen en el conjunto de la sociedad, pero mi responsabilidad, el compromiso que libremente he adquirido y que debo cumplir, se circunscribe al ámbito de mi matrimonio y familia.

Soy consciente de que hablar de matrimonio suena anticuado, porque la neolengua ha reemplazado el término, y yo debería estar hablando de relación de pareja.

Y asumo que hablar de familia, en los términos que se han expresado aquí, resulta profundamente viejuno, porque se afirmó que “la familia es el principal sostén de la sociedad. Su principal utilidad radica en convertirse en instrumento de transmisión de valores, costumbres y tradiciones”.

El método recomendado es el modelo. Los hijos aprenden viendo a los padres.

Yo aprendí viendo a los míos. Recuerdo cómo eran las cosas en casa y, aunque admito que todo recuerdo es una re-construcción de lo vivido, mediatizada por la experiencia, en un intento en el que, según Kevin Dunbar, “las personas tienden a condensar las historias originales […] en un hilo narrativo lineal, y se olvidan de […] un camino lleno de desvíos y de tropiezos”, creo que puedo concluir que las cosas no eran entonces, al menos en nuestra casa, como se quieren pintar hoy.

Para empezar: mis padres estaban casados según el régimen de gananciales que sigue siendo el régimen por defecto que se aplica en la mayoría del territorio español, salvo indicación expresa en sentido contrario. Viene a significar que todos los beneficios o ganancias, de cualquiera de los dos cónyuges, obtenidos después de contraer matrimonio, se consideraban comunes a esa sociedad. Es un sistema justo, y por eso se ha mantenido. Permite que uno de los dos contrayentes no perciba retribución por su trabajo sin que eso signifique que no haya ganado nada. “A las duras y a las maduras”.

Mi madre se ocupaba de las tareas domésticas (en esa calificación tan molesta y condescendiente que en su DNI le hacía poner “sus labores”) y mi padre estaba pluriempleado (una práctica poco extendida hoy). Su actividad principal la realizaba en casa y no percibía un salario: era médico, tenía una consulta en el domicilio familiar y, por lo que hacía, se le consideraba “profesional independiente”. Así que esas condiciones genéricas como “trabajar fuera de casa” o “percibir un sueldo”, le resultaban igualmente ajenas a él.

Recuerdo bien que las cosas se hablaban en casa. Primero entre mis padres, que las trataban a puerta cerrada, sin que estuviéramos delante los hijos y que, con la entendible reserva, prefiero no imaginar cómo hacían para despachar asuntos, en su alcoba. Y, más tarde, cuando éramos capaces de participar, se planteaban en lo que llamábamos “Consejos de familia”, en los que hablábamos de los planes para las vacaciones, de asuntos de diferente grado de relevancia, del cambio de domicilio que tuvimos que afrontar, entre otros varios. Nuestra participación estaba condicionada, pero se nos permitía hablar y expresarnos (teníamos “voz”, aunque no siempre “voto”).

En todo caso, nunca tuve la sensación de que mi padre sometiera a mi madre a sus ideas o proyectos, sino que los discutían y tomaban decisiones, como buenamente podían, según las circunstancias. En la medida de lo posible, dejaban que asomáramos la nariz en lo que resultaba verdaderamente relevante.

No eran una excepción; al menos en el círculo de amistades con el que se relacionaban. Tengo la impresión de que era una fórmula habitual, o, al menos, no del todo infrecuente.

Hoy —cuando ya no puedo preguntar a ninguno de los dos si mis recuerdos, más allá de ser una reconstrucción, son en realidad una invención, ficticios, porque nada fue del modo que me gusta recordar—, debo encontrar los límites del jardín del que me siento responsable.

Estoy a punto de cumplir 17 años junto a ella. En esa decisión, que tomamos “libre y voluntariamente”, que nos vinculaba “en lo bueno y en lo malo”, todos los días de nuestra vida, “hasta que la muerte nos separe”, hemos construido una relación que ha cambiado y evolucionado, madurando y creciendo, haciéndose fuerte por los proyectos que afrontamos (de los que, el más importante, es la educación de nuestros hijos), aprendiendo de los reveses que da la vida, tratando de superarlos aplicando nuestros propios criterios, basados en lo que vivimos en nuestras casas, nuestra experiencia, el sentido común y unas gotas de inconsciencia que hicieron que el recorrido fuera más divertido y apasionante.

Unos años en los que nos empeñamos en conocernos, en comprendernos, en aceptarnos y, cuando nada de eso funcionaba, a resignarnos y entender que las debilidades ajenas tenían tanto sentido como las propias. Que las fortalezas de tu compañero te hacen más fuerte a ti, más capaz y complejo. Que los matices desconocidos y los cambios de humor y los días malos (como los buenos) no son siempre predecibles. Que no siempre vale tener planes, porque no todo lo bueno se puede prever. Que no todo debe dejarse para última hora, porque hay cosas que se pueden esperar.

En este jardín en el que estoy metido, del que no quiero salir —acompañado por una mujer llena de mérito y coraje, una verdadera luchadora, tierna y esforzada, trabajadora con denuedo, llena de iniciativas, testaruda y peleona, cariñosa y libre para pensar por su cuenta— compruebo la realidad de una sociedad que trata de manera diferente a hombres y mujeres, lo que me llena de espanto. Un mundo en el que, cuando la mujer no es ninguneada o despreciada, como si fuera inferior, surge un batallón de mujeres que luchan contra la injusticia tratando de cambiarla de signo, como si la injusticia a la inversa no fuera igual de injusta.

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Me enciende que traten de hacernos creer que hombres y mujeres somos iguales.
No consiste en establecer relaciones de igualdad.

Me exaspera cuando quieren tratarnos como idénticos.
No se trata de establecer relaciones de identidad.

Somos igual de valiosos. No es una realidad que dependa del sexo.
Es preciso construir relaciones de equivalencia.

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Nos quedamos turulatos escuchando las afirmaciones cientifistas de los invitados de Punset —al que su suspiro final en el anuncio debería haber fulminado como personaje de referencia— y, sin entender nada, repetimos conceptos vacuos —neuronas espejo, plasticidad cerebral, potenciales evocados, ritmos circadianos, cualquier variedad de neurociencia— y creemos comprender que todo comportamiento se corresponde a una predestinación contenida en las instrucciones fijadas en nuestra dotación genética, localizada en una topografía cerebral que pretendemos vislumbrar, más que en los hábitos que hayamos aprendido y desarrollado; en todo lo que hemos terminado interiorizando.

El estudio de las razones de las diferencias sólo presenta argumentos para sostenerlas, en lugar de ayudar en la búsqueda de formas de superarlas.

No nos maravillamos por la forma particular que tenemos de hacer las cosas (con independencia de nuestro sexo, que hoy nos es permitido elegir); nos reafirmamos en describir la forma en que estamos predeterminados para realizarlas.

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Imagino una existencia más allá de un pasado como cazadores / recolectores y amamantadoras / maestras. Quiero suponer que todo eso, nuestra herencia ancestral, supone un marco de referencia. Y que mi vida es un lienzo en el que puedo bosquejar un tipo de relación particular que construiré junto a ella, con reglas definidas por nosotros, considerándonos como equivalentes, que ayuden a la consecución de nuestros proyectos compartidos y sirvan de modelo para el desarrollo de la autonomía de nuestros hijos.

Si alguien ve el cuadro, mientras se está realizando, más o menos brillante en su esbozo (pero único en su expresión concreta) y se fija en los genes que nos han marcado, me resultaría tan sorprendente y ridículo como alguien que, viendo La Gioconda, quedara fascinado por la veta de la madera del marco.

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Son despreciables todas aquellas mujeres que pretenden excluir de la formulación de los términos de su relación de pareja a los hombres —máxime al pretender excluirlos de todas, y no sólo de las que son partícipes—, dando por hecho que resulta preciso revertir la dominación precedente y que, dado que sus abuelas fueron sumisas, sus nietos deberán ahora ser sometidos.

Despreciables, por tratar de imponer a la fuerza un tipo de relación, de la que excluyen de un plumazo a los que deben ser parte ineludible en su definición.

Despreciables, por ponerse a mirar por encima de la valla, diciéndole al vecino lo que tiene que hacer, en lugar de dedicarse a cuidar su jardín, que se mantiene seco, lleno de trastos y descuidado como un erial.

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Recuerdo un curso en Madrid y una alumna sosteniendo que “si toda la lucha de las mujeres había servido para que su hija se pusiera de rodillas y la practicara una felación a un chico de quien ni siquiera sabía su nombre, era una lucha que no había servido para nada”.

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