“La profundidad del tiempo
es una reciente conquista mía. En el silencio de la casa, cuando durante la
mañana me quedo sola, reencuentro la felicidad de pensar, de recorrer el pasado
adelante y atrás, de escuchar el fluir del presente. Es algo que pocas veces me
había pasado antes. Después de una infancia satisfecha y sin problemas
inmediatos, una adolescencia pobre e introvertida y una juventud empecinada, he llegado a una madurez en la que las
cosas y los acontecimientos parecen tener un ritmo más lento, que permite la
reflexión. Del mundo del trabajo, con los chicos ya bastante crecidos, he
sido devuelta a la libertad de mi casa y de mis días. En el humilde y variado
trabajo cotidiano, los pensamientos pueden aflorar, organizarse, clarificarse. El tiempo, antes casi sin dimensiones,
reducido a mero presente debido a una vida apresurada, acosada por un turbión
de obligaciones, de alegrías robadas y de preocupaciones, ahora se despliega en
horas livianas, se dilata y se arrellana, se puebla de resonancias y recuerdos
que poco a poco se recomponen en forma de mosaico, emergiendo en pequeños
remolinos de un magma indistinto que, durante largos años, se ha ido acumulando
en un fondo oscuro y desatendido”.
“Hoy no me encuentro en
armonía conmigo misma y desearía poder alejarme de mí. Les he faltado a mis
hijos; he hecho que se sintieran mal con un arranque de impaciente y agresiva
estupidez. A veces el viento de la gracia sopla tan lejos de nosotros que nos
volvemos malos y torpes incluso con las personas que más queremos.
No he escondido mi
mortificación y ya me han perdonado. Los
hijos, con frecuencia, saben ser más comprensivos y maduros que sus padres.
Algunas veces me siento
incómoda en el papel de madre; me siento
inepta, me parece que educo de forma descuidada, que hablo poco, que dejo
escapar en vano estos preciosos años de convivencia con mis hijos, ya tan
mayores. Los miro y los encuentro amables y guapos y pienso en el vacío que
dejarán en mi casa cuando se vayan. Los miro y me parecen aún indefensos y
quisiera poder asumir la carga de dolor que la vida les reserva, a ellos como a
todos. De algún modo, me siento responsable de su felicidad y me pregunto si han recibido las armas y los
instrumentos necesarios para hacer elecciones conscientes, para ser aguerridos
en las pruebas, fuertes en las desilusiones, generosos en el éxito, para
amar y vivir en el significado”.
“Vivo como siempre he
deseado poder vivir: el amor y la existencia compartida, los hijos, la casa y
tantos afectos dentro y fuera de ella. Qué
importa si he trabajado mucho, si el mal vino y se fue, si alguna nube ha
turbado mi horizonte sereno, si los años pasan veloces”.
“A la abuela Anka le
gustan las cosas y los hechos, que permanecen. Por eso no teme el transcurrir
del tiempo, que arrolla solo a los
individuos”.
“Cuando las personas que
me conocieron antes de que dejara la enseñanza, que sin embargo me gustaba, me
preguntan “qué es lo que hago todo el
día”, me resulta difícil explicar en pocas palabras, sin caer en la
retórica, que el objeto de interés de mi comportamiento actual está en el
límite entre la vida y la muerte. Así que por lo general justifico mis días
hablando de mis hijos, de los viajes que tengo la suerte de realizar con
Claudio de vez en cuando, de las clases de informática a las que asisto hace
dos años para aprender a usar el ordenador que hemos comprado, y no digo nada acerca de mi desconcierto
cuando un niño no puede ser salvado o de la alegría que siento cuando a otro le
es concedido, por amor, permanecer entre nosotros, y hacernos sentir menos
solos en esta aventura terrena”.
“No siento tristeza, solo
gratitud. Si he regresado a Ítaca, si en los largos silencios de mi vida han
resonado por un instante las notas del vals que los planetas y las estrellas,
tan relucientes esta noche, danzan en la odisea de los espacios, siento que debo dar gracias a una multitud
de personas, incluso a las que he olvidado, que al quererme, o simplemente
al estar a mi lado, con su presencia fraternal no solo me han ayudado a vivir sino que son, quizá, mi vida misma”.
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Un
charco en el que chapoteo con frecuencia, me
mostró una madura reflexión. Estoy agradecido a Molinos por su inmensa generosidad.
Y
mi amiga Tere me animó a zambullirme
en un libro precioso, de imborrable recuerdo. Gracias y besos, muchos.
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El
libro de Marisa Madieri, editado por
Minúscula, se corona
con un emocionante escrito de Claudio
Magris, viudo de la autora.
Uno de esos libros que ayudan a desear ser
mejor persona.
Me alegra habértelo descubierto. Es un libro muy especial.
ResponderEliminarSu recuerdo me acompañará siempre. Gracias a ti.
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ResponderEliminarEspero que te guste. Un abrazo.
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