martes, 11 de noviembre de 2014

“Verde agua”, de Marisa Madieri

“La profundidad del tiempo es una reciente conquista mía. En el silencio de la casa, cuando durante la mañana me quedo sola, reencuentro la felicidad de pensar, de recorrer el pasado adelante y atrás, de escuchar el fluir del presente. Es algo que pocas veces me había pasado antes. Después de una infancia satisfecha y sin problemas inmediatos, una adolescencia pobre e introvertida y una juventud empecinada, he llegado a una madurez en la que las cosas y los acontecimientos parecen tener un ritmo más lento, que permite la reflexión. Del mundo del trabajo, con los chicos ya bastante crecidos, he sido devuelta a la libertad de mi casa y de mis días. En el humilde y variado trabajo cotidiano, los pensamientos pueden aflorar, organizarse, clarificarse. El tiempo, antes casi sin dimensiones, reducido a mero presente debido a una vida apresurada, acosada por un turbión de obligaciones, de alegrías robadas y de preocupaciones, ahora se despliega en horas livianas, se dilata y se arrellana, se puebla de resonancias y recuerdos que poco a poco se recomponen en forma de mosaico, emergiendo en pequeños remolinos de un magma indistinto que, durante largos años, se ha ido acumulando en un fondo oscuro y desatendido”.

“Hoy no me encuentro en armonía conmigo misma y desearía poder alejarme de mí. Les he faltado a mis hijos; he hecho que se sintieran mal con un arranque de impaciente y agresiva estupidez. A veces el viento de la gracia sopla tan lejos de nosotros que nos volvemos malos y torpes incluso con las personas que más queremos.
No he escondido mi mortificación y ya me han perdonado. Los hijos, con frecuencia, saben ser más comprensivos y maduros que sus padres.
Algunas veces me siento incómoda en el papel de madre; me siento inepta, me parece que educo de forma descuidada, que hablo poco, que dejo escapar en vano estos preciosos años de convivencia con mis hijos, ya tan mayores. Los miro y los encuentro amables y guapos y pienso en el vacío que dejarán en mi casa cuando se vayan. Los miro y me parecen aún indefensos y quisiera poder asumir la carga de dolor que la vida les reserva, a ellos como a todos. De algún modo, me siento responsable de su felicidad y me pregunto si han recibido las armas y los instrumentos necesarios para hacer elecciones conscientes, para ser aguerridos en las pruebas, fuertes en las desilusiones, generosos en el éxito, para amar y vivir en el significado”.

“Vivo como siempre he deseado poder vivir: el amor y la existencia compartida, los hijos, la casa y tantos afectos dentro y fuera de ella. Qué importa si he trabajado mucho, si el mal vino y se fue, si alguna nube ha turbado mi horizonte sereno, si los años pasan veloces”.

“A la abuela Anka le gustan las cosas y los hechos, que permanecen. Por eso no teme el transcurrir del tiempo, que arrolla solo a los individuos”.

“Cuando las personas que me conocieron antes de que dejara la enseñanza, que sin embargo me gustaba, me preguntan “qué es lo que hago todo el día”, me resulta difícil explicar en pocas palabras, sin caer en la retórica, que el objeto de interés de mi comportamiento actual está en el límite entre la vida y la muerte. Así que por lo general justifico mis días hablando de mis hijos, de los viajes que tengo la suerte de realizar con Claudio de vez en cuando, de las clases de informática a las que asisto hace dos años para aprender a usar el ordenador que hemos comprado, y no digo nada acerca de mi desconcierto cuando un niño no puede ser salvado o de la alegría que siento cuando a otro le es concedido, por amor, permanecer entre nosotros, y hacernos sentir menos solos en esta aventura terrena”.

“No siento tristeza, solo gratitud. Si he regresado a Ítaca, si en los largos silencios de mi vida han resonado por un instante las notas del vals que los planetas y las estrellas, tan relucientes esta noche, danzan en la odisea de los espacios, siento que debo dar gracias a una multitud de personas, incluso a las que he olvidado, que al quererme, o simplemente al estar a mi lado, con su presencia fraternal no solo me han ayudado a vivir sino que son, quizá, mi vida misma”.

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Un charco en el que chapoteo con frecuencia, me mostró una madura reflexión. Estoy agradecido a Molinos por su inmensa generosidad.

Y mi amiga Tere me animó a zambullirme en un libro precioso, de imborrable recuerdo. Gracias y besos, muchos.

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El libro de Marisa Madieri, editado por Minúscula, se corona con un emocionante escrito de Claudio Magris, viudo de la autora.

Uno de esos libros que ayudan a desear ser mejor persona.


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