(Interior, día)
—
Manuel: Ay, ¡qué frio!
—
Antonio: ¿Quieres una porrita? Están
recién hechas.
—
M: No, no. Deja. Si ya casi me he acabado
el café.
—
A: …
—
M: Me voy a ir yendo, que hay cosas que
hacer. Anda, cóbrate.
—
A: No sé si tengo cambio.
—
M: …
—
A: Manu, ¿quieres un décimo?
—
M: Hoy no, Antonio, quizá más adelante.
De todas formas, no creo que nos toque.
—
A: Yo lo decía, por la ilusión…
—
M: …
—
A: ¡Manu!
—
M: …
—
A: ¡No la pierdas!
—
M: …
—
A: La ilusión, digo.
—
M: …
—
Figurante: (sonríe)
—
A: ¿Qué pasa?
(Fundido a
carátula de la campaña)
*****
El
bar de Antonio. Primera hora de la mañana. El dueño atiende a Manuel, que toma
un café. Sólo hay otro cliente, en el otro extremo de una barra en forma de ele.
Antonio
conoce su oficio. Le ofrece a Manuel una porrita, argumentando que están recién
hechas. Debe acabar de comprarlas en la tienda que hay en los bajos de la casa
de Manuel (“La Tahona de la abuela”),
porque, a la vista de sus dos únicos clientes, está sacándolas de una caja de
cartón y poniéndolas en una bandeja. Pese a que no las hace él mismo, no tiene
reparos en hacer el trasiego en la sala (en lugar de hacerlo en la dependencia
a la que llamará cocina) y tampoco parece importarle demasiado que se queden
ahí, a la intemperie, enfriándose hasta convertirse en un engrudo gomoso que ni
un tragasables sería capaz de pasar, por mucho que le moje la punta.
Manuel
dice que “nasti”. Ya las cogerá, más
baratas, cuando llegue a casa.
Antonio
aparenta asentir, con un simple movimiento batiente de cabeza, como el que
realiza incansable el perrito que viaja en las bandejas traseras de algunos
coches que todavía no han modernizado el ornamento estándar para colocar sombreros
(como manda el canon 2.0 de la decoración vehicular). Un iniciado en lenguaje
tabernario entiende que el del culo pelao
está pensando: “ya te pillaré en la próxima;
habrá más”.
“Me voy a ir yendo que hay
cosas que hacer” suena
a una explicación fingida. El gesto de sacar la cartera para pagar un café que
se paga con una sola moneda, también parece una impostura. En todo caso, Manuel
se distrae y no se fija en que Antonio se limpia las manos con el mandil, el
gesto más asqueroso que puede hacer un camarero (salvo dejarse larga la uña del
meñique para atrapar a las aceitunas saltarinas). Quizá, estar pertrechado tras
la fila de tazas de café, desoriente al cliente. Será la razón estratégica por
la que el despliegue de tazas se lleva a efecto por todo el personal del bar, a
lo largo de toda la barra.
“No sé si tengo cambio”. Es la dilación más peregrina (y más
extendida) del mundo de la hostelería o el comercio. Y eso que Antonio, profesional
ante todo, pone un careto bien convincente. Cualquiera que haya servido en un
bar, o despachado en una tienda, sabe la cantidad aproximada de dinero que
tiene en caja, en cualquier momento del día. A primera hora de la mañana, con
dos clientes que todavía no han pagado, debe saber la cantidad exacta: su saldo inicial, la misma con
la que empezó, lo que deja preparado para cambio cada jornada. ¿O es que no
conoce lo que es un “arqueo de caja”?
No estaremos tratando con un impostor, ¿verdad?
“Manu, ¿quieres un décimo?”. Fíjate si se ha recuperado pronto. Tiene
grabado a fuego el primer principio de la venta: “ofrecer la mercancía”. No importa que no obtenga beneficios (que
no serán directos, pero que deberán existir porque ya me explicarán, si no, el
empeño de los bares en tener lotería). De cualquier forma, Antonio cogió la
lotería para venderla, no para que se le quede colgada de la pared, acumulando
polvo, aumentando la cantidad que deberá pagar, de su bolsillo, por no haber sido capaz de colocarla a clientes (y
amigos).
La
vuelta es correcta. Se ve el billete de cinco, el de diez y los cuatro euros.
No hay ticket de caja, ¿a quién le importa? Tampoco hay posibilidad de propina,
porque Manuel, que anda canino, sale de casa sin monedas y no va a dejar todo
un napo para la casa. Prepara sus manos para meter todo a la buchaca. Dejará el
sobre del azúcar encima de la barra, como gesto gallardo del que pasa penurias
(pero desayuna a diario fuera de casa).
El
gesto lacrimógeno de Manuel, que alcanzaba el paroxismo en la entrega inicial
de la saga, le sirve para recoger la vuelta mientras oímos el tintineo de las
monedas. No ha empezado a sonar la cancioncilla de marras y el bar de Antonio
es el único de España que no tiene la TV puesta a todo trapo, ni se escucha de
fondo la música hameliana del
perturbador jackpot.
Manu
se da la vuelta y empieza a irse. Guarda monedas y billetes en el bolsillo
derecho del pantalón (y no en la cartera, donde llevaba el de veinte con el que
había salido de casa). Antonio se afianza en la barra, su púlpito, dispuesto a
soltar la andanada de moralina que dispara de continuo. Antes de escucharle, me
tomaré un receso, para realizar dos apuntes costumbristas que se aprecian en la
toma precedente. La primera: a
través de la puerta del establecimiento, identificada con un cartel que pone
SALIDA, entre Manuel y la columna, se ve a un par de mujeres que conversan en pose
estatuaria, sin tocarse, sin hacer gestos con las manos, tapando con los pies
las marcas en las que han sido colocadas como postes, como señal en la trama
que se está urdiendo. La segunda: a
pesar de haber una abundante luz natural, Antonio mantiene encendida toda la
luminaria. Las lámparas que cuelgan sobre la barra, la que está en la columna
(que no alumbran mucho, pero dan un ambiente acogedor). Y, por si la luz no era
suficiente, tiene encendidos cuatro tubos fluorescentes, como poco. No parece
que la eficiencia energética sea una preocupación de Antonio. Tampoco le
importa demasiado incumplir la normativa en prevención de riesgos. La
señalética para indicar la vía de escape es correcta; pese a que debe
acompañarse por una de esas luces autónomas que se encienden solas cuando se
marcha la corriente. Nada importante (hasta la inoportuna presencia de un
inspector tocapelotas; disculpen los pleonasmos).
“No la pierdas”.
“La ilusión, digo”.
(No
me jodas, Antonio, no me jodas, Déjame ir de una puta vez, que das más la brasa
que Chelo, la lotera. Si quisiera que me dieran la chapa, y que me preguntaran,
y que me recomendaran hábitos saludables de vida, y que me vendieran lotería,
iría con ella. ¿No ves que los conozco a ambos, a ella y a Horacio, desde que
veíamos juntos a Rosa María Sardá,
con su inseparable Honorato?). Chao. Me
las piro.
Ahí
está. El décimo. Ubicado estratégicamente al lado de la caja, entre un sobre
del banco (señalando el montante del pufo) y un sobre rojo. Un décimo y un sobre rojo. Quizá la imaginación de los que hubieran visto el
primer spot se hubiera desbocado y
llegaran a pensar que iba a tener el mismo gesto con todos los clientes del garito. Antonio puede ser buena persona,
pero no es tonto. Quizá sea un poco descuidado y no haya preparado un lugar
donde meter los veinte euros de los décimos que venda (aunque éste deba abonarlo
de su bolsillo). Esa práctica le llevará a continuos descuadres y tener que
apechugar cada día. Junto a la caja hay un cierto desorden y allí se acumulan
papeles y un boli Bic apoyado encima
del cajón.
Antonio,
que ya demostró ser un poco puerco, coge el décimo y se lo frota por la
coronilla, con el íntimo deseo de llenarlo de grasa sebácea y caspa (y algún
pelo suelto; de un rápido vistazo se observa que su cabellera es rala).
Ese
gesto tan ordinario hace despertar del letargo al otro (único) cliente del
local que, encuentra fuerzas para esbozar una sonrisa complacida, pese a estar
leyendo el periódico. Sorprende que no se haya mostrado furioso, teniendo en
cuenta el desprecio que supone que Antonio no le haya reservado un décimo a él,
quizá por su aire extranjero, sin ocultarse siquiera. La frotación coronaria sirve
también para que pueda pararme en describir la acción más ridícula de cuantas
se han mostrado en la saga (y hay varias). Es un síntoma del despropósito que
supone el proceso de rodaje de todo este absurdo engendro. Detrás del cliente
se ve una fila doble de tazas preparadas para el servicio, con las grandes del
lado interior de la barra y las pequeñas del lado externo. Un detalle habitual
en los bares que frecuento. Su utilidad estriba en que se adelanta una parte
del proceso que supone preparar un café, lo que conduce a que se tarde menos en
servirlo. En realidad, se trata de una cuestión de orden y, por tanto, para ser efectivo, debe estar
organizado. Desparramar tazas y platos por doquier, sin ningún criterio,
contravendría los propósitos por los que la acción se realiza. En el episodio
titulado “Beautiful”
—en el que un tipo con el pelo a lo Fernando
Verdasco trataba de ligarse a la camarera que se parecía a Coco, bailarina en la serie “Fame”— la fila de tazas tras la que ella
se pertrechaba era también doble, pero ella colocaba las tazas grandes cerca
del cliente y dejaba las pequeñas de su lado. Vean el detalle:
Aparentemente,
la disposición tampoco es la misma pues Antonio parece colocarlas más cerca de
la esquina, mientras que Coco las
deja más cercanas a la intersección que forman los dos brazos de la barra. No
puede alegarse el hecho de que Coco
trabaje de extra, sólo los fines de semana. El criterio para colocar las tazas
(cuáles delante y cuáles detrás) debe estar firmemente establecido y todos los que
trabajen en el bar deben llevarlo a cabo de la misma manera. Al igual que el
lugar en que deban colocarse, o dónde se guarda el dinero que se recauda de la venta
de décimos o cualquier otro asunto que afecte al trabajo colectivo. No es aspecto
baladí. Si dudas, pregunta en el bar donde tomes café con frecuencia (y no te
consideren osado por aventurarte a hacer ese tipo de preguntas). Pero, y aquí
viene el factor más relevante, el que muestra la insignificancia de esa fallida
ambientación: te reto a que encuentres un bar en el que, en al menos dos
lugares distintos (el ala que prefiere Manuel también se llenaba, como puedes
comprobar un poco más arriba), dispongan en la barra platillos y tazas para el café.
Lamento
decirlo: Antonio es un farsante, un impostor. Se ha delatado. Detrás de él se ve
la cafetera. Encima, donde se ven algunas,
es donde se colocan las tazas de café, en todos los bares y cafeterías de
España. La repisa superior está caliente y el calor sirve para eliminar la
humedad que pueda quedar del lavavajillas (si Antonio es tan cochino como para
limpiarse las manos en el mandil y permitir que Coco atienda a los clientes sin haberse lavado las manos después de
usar la bayeta, dudo mucho que emplee un lito para secar las tazas). La
ineficacia de tener que ir a buscar una taza hasta la barra, donde está
colocada encima del platillo (en lugar de tomarla de su lugar natural, encima
de la cafetera), es un viaje que sólo resulta explicable entendiendo que la disposición
está diseñada por un tipo encargado de la decoración, o el atrezzo, pero no por un profesional de la hostelería, esos seres
que son capaces de servir un café de mil maneras diferentes (a gusto del
cliente), manteniendo una sonrisa en la boca, acostumbrados a trabajar mientras
el resto del mundo descansa o está de farra. Así que conocido el talante
ficticio del montaje, resulta sencillo desentrañar otras triquiñuelas, como la
de hacer aparecer en su mano izquierda un rotulador naranja de punta gorda, que
no estaba a la vista en las cercanías de la caja. Ya no nos fiamos. Ha conseguido
perder nuestra confianza. La representación continúa. La función. La ficción.
Conocerle
no implica quererle. Pero, sí, aceptarle. Es lo que piensa su cliente, habitual
del bar, conocido de años. Mueve la cabeza, sonríe y, con todo, opta por volver
a las deprimentes noticias del periódico; las mismas de siempre, las de todos
los días.
“Será cabrón. Ya me ha
hecho reír”.
“Te vas a joder, risitas. Para
ti no hay. No me sobran sobres”.
“Sólo tengo uno”.
*****
La
vida es dura, amigos. No era mi intención echar sal en los ojos (pero estaban
demasiado abiertos).
Un
suplantador, un actor, había ocupado la piel de un camarero. Ni siquiera se
había ocupado en aprender el oficio. Era una simple ficción. Trataba de hacerse
pasar por quien no era.
No
era camarero.
No
sabía freír porras.
No
podía mantener la barra en orden.
No
encendió la TV ni la máquina tragaperras para dar ambiente.
No
mantenía unos adecuados hábitos higiénicos.
No
se lavaba las manos.
No
usaba ningún trapo para secarlas.
No
era discreto reservando privilegios.
No
llevaba organizadas las cuentas.
No
prestaba un servicio a la comunidad.
No
era amigo de Manuel (otro actor de pacotilla, cliente de Santa
Lucía).
Manuel: "Me regalan un décimo premiado, me compro un delantal rojo y me vuelvo un obseso de la limpieza". |
Si
Manuel y Antonio no son trigo limpio, quizá sea posible que tampoco estuvieran
mirando por nuestros intereses.
Pero
esa suposición, queridos amigos de la investigación, seguidores de este
enrevesado enigma, quedará resuelta en la traca final, con la que se cerrará
este ciclo.
Habrá
extras, algunas explicaciones, un resumen condensado y una suerte de alegato.
Debéis
esperar un poco más. Casi hemos llegado.
*****
Plan
de la obra:
Episodio
9 – No la pierdas
Extras
– Traca final
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