miércoles, 3 de diciembre de 2014

No la pierdas (Lotería de Navidad 2014, IX)


(Interior, día)

— Manuel: Ay, ¡qué frio!
— Antonio: ¿Quieres una porrita? Están recién hechas.
— M: No, no. Deja. Si ya casi me he acabado el café.
— A: …
— M: Me voy a ir yendo, que hay cosas que hacer. Anda, cóbrate.
— A: No sé si tengo cambio.
— M: …
— A: Manu, ¿quieres un décimo?
— M: Hoy no, Antonio, quizá más adelante. De todas formas, no creo que nos toque.
— A: Yo lo decía, por la ilusión…
— M: …
— A: ¡Manu!
— M: …
— A: ¡No la pierdas!
— M: …
— A: La ilusión, digo.
— M: …
— Figurante: (sonríe)
— A: ¿Qué pasa?

(Fundido a carátula de la campaña)




*****



El bar de Antonio. Primera hora de la mañana. El dueño atiende a Manuel, que toma un café. Sólo hay otro cliente, en el otro extremo de una barra en forma de ele.


Antonio conoce su oficio. Le ofrece a Manuel una porrita, argumentando que están recién hechas. Debe acabar de comprarlas en la tienda que hay en los bajos de la casa de Manuel (“La Tahona de la abuela”), porque, a la vista de sus dos únicos clientes, está sacándolas de una caja de cartón y poniéndolas en una bandeja. Pese a que no las hace él mismo, no tiene reparos en hacer el trasiego en la sala (en lugar de hacerlo en la dependencia a la que llamará cocina) y tampoco parece importarle demasiado que se queden ahí, a la intemperie, enfriándose hasta convertirse en un engrudo gomoso que ni un tragasables sería capaz de pasar, por mucho que le moje la punta.


Manuel dice que “nasti”. Ya las cogerá, más baratas, cuando llegue a casa.


Antonio aparenta asentir, con un simple movimiento batiente de cabeza, como el que realiza incansable el perrito que viaja en las bandejas traseras de algunos coches que todavía no han modernizado el ornamento estándar para colocar sombreros (como manda el canon 2.0 de la decoración vehicular). Un iniciado en lenguaje tabernario entiende que el del culo pelao está pensando: “ya te pillaré en la próxima; habrá más”.


“Me voy a ir yendo que hay cosas que hacer” suena a una explicación fingida. El gesto de sacar la cartera para pagar un café que se paga con una sola moneda, también parece una impostura. En todo caso, Manuel se distrae y no se fija en que Antonio se limpia las manos con el mandil, el gesto más asqueroso que puede hacer un camarero (salvo dejarse larga la uña del meñique para atrapar a las aceitunas saltarinas). Quizá, estar pertrechado tras la fila de tazas de café, desoriente al cliente. Será la razón estratégica por la que el despliegue de tazas se lleva a efecto por todo el personal del bar, a lo largo de toda la barra.


“No sé si tengo cambio”. Es la dilación más peregrina (y más extendida) del mundo de la hostelería o el comercio. Y eso que Antonio, profesional ante todo, pone un careto bien convincente. Cualquiera que haya servido en un bar, o despachado en una tienda, sabe la cantidad aproximada de dinero que tiene en caja, en cualquier momento del día. A primera hora de la mañana, con dos clientes que todavía no han pagado, debe saber la cantidad exacta: su saldo inicial, la misma con la que empezó, lo que deja preparado para cambio cada jornada. ¿O es que no conoce lo que es un “arqueo de caja”? No estaremos tratando con un impostor, ¿verdad?


“Manu, ¿quieres un décimo?”. Fíjate si se ha recuperado pronto. Tiene grabado a fuego el primer principio de la venta: “ofrecer la mercancía”. No importa que no obtenga beneficios (que no serán directos, pero que deberán existir porque ya me explicarán, si no, el empeño de los bares en tener lotería). De cualquier forma, Antonio cogió la lotería para venderla, no para que se le quede colgada de la pared, acumulando polvo, aumentando la cantidad que deberá pagar, de su bolsillo, por no haber sido capaz de colocarla a clientes (y amigos).


La vuelta es correcta. Se ve el billete de cinco, el de diez y los cuatro euros. No hay ticket de caja, ¿a quién le importa? Tampoco hay posibilidad de propina, porque Manuel, que anda canino, sale de casa sin monedas y no va a dejar todo un napo para la casa. Prepara sus manos para meter todo a la buchaca. Dejará el sobre del azúcar encima de la barra, como gesto gallardo del que pasa penurias (pero desayuna a diario fuera de casa).


El gesto lacrimógeno de Manuel, que alcanzaba el paroxismo en la entrega inicial de la saga, le sirve para recoger la vuelta mientras oímos el tintineo de las monedas. No ha empezado a sonar la cancioncilla de marras y el bar de Antonio es el único de España que no tiene la TV puesta a todo trapo, ni se escucha de fondo la música hameliana del perturbador jackpot.


Manu se da la vuelta y empieza a irse. Guarda monedas y billetes en el bolsillo derecho del pantalón (y no en la cartera, donde llevaba el de veinte con el que había salido de casa). Antonio se afianza en la barra, su púlpito, dispuesto a soltar la andanada de moralina que dispara de continuo. Antes de escucharle, me tomaré un receso, para realizar dos apuntes costumbristas que se aprecian en la toma precedente. La primera: a través de la puerta del establecimiento, identificada con un cartel que pone SALIDA, entre Manuel y la columna, se ve a un par de mujeres que conversan en pose estatuaria, sin tocarse, sin hacer gestos con las manos, tapando con los pies las marcas en las que han sido colocadas como postes, como señal en la trama que se está urdiendo. La segunda: a pesar de haber una abundante luz natural, Antonio mantiene encendida toda la luminaria. Las lámparas que cuelgan sobre la barra, la que está en la columna (que no alumbran mucho, pero dan un ambiente acogedor). Y, por si la luz no era suficiente, tiene encendidos cuatro tubos fluorescentes, como poco. No parece que la eficiencia energética sea una preocupación de Antonio. Tampoco le importa demasiado incumplir la normativa en prevención de riesgos. La señalética para indicar la vía de escape es correcta; pese a que debe acompañarse por una de esas luces autónomas que se encienden solas cuando se marcha la corriente. Nada importante (hasta la inoportuna presencia de un inspector tocapelotas; disculpen los pleonasmos).


“No la pierdas”.




“La ilusión, digo”.


(No me jodas, Antonio, no me jodas, Déjame ir de una puta vez, que das más la brasa que Chelo, la lotera. Si quisiera que me dieran la chapa, y que me preguntaran, y que me recomendaran hábitos saludables de vida, y que me vendieran lotería, iría con ella. ¿No ves que los conozco a ambos, a ella y a Horacio, desde que veíamos juntos a Rosa María Sardá, con su inseparable Honorato?). Chao. Me las piro.


Ahí está. El décimo. Ubicado estratégicamente al lado de la caja, entre un sobre del banco (señalando el montante del pufo) y un sobre rojo. Un décimo y un sobre rojo. Quizá la imaginación de los que hubieran visto el primer spot se hubiera desbocado y llegaran a pensar que iba a tener el mismo gesto con todos los clientes del garito. Antonio puede ser buena persona, pero no es tonto. Quizá sea un poco descuidado y no haya preparado un lugar donde meter los veinte euros de los décimos que venda (aunque éste deba abonarlo de su bolsillo). Esa práctica le llevará a continuos descuadres y tener que apechugar cada día. Junto a la caja hay un cierto desorden y allí se acumulan papeles y un boli Bic apoyado encima del cajón.


Antonio, que ya demostró ser un poco puerco, coge el décimo y se lo frota por la coronilla, con el íntimo deseo de llenarlo de grasa sebácea y caspa (y algún pelo suelto; de un rápido vistazo se observa que su cabellera es rala).


Ese gesto tan ordinario hace despertar del letargo al otro (único) cliente del local que, encuentra fuerzas para esbozar una sonrisa complacida, pese a estar leyendo el periódico. Sorprende que no se haya mostrado furioso, teniendo en cuenta el desprecio que supone que Antonio no le haya reservado un décimo a él, quizá por su aire extranjero, sin ocultarse siquiera. La frotación coronaria sirve también para que pueda pararme en describir la acción más ridícula de cuantas se han mostrado en la saga (y hay varias). Es un síntoma del despropósito que supone el proceso de rodaje de todo este absurdo engendro. Detrás del cliente se ve una fila doble de tazas preparadas para el servicio, con las grandes del lado interior de la barra y las pequeñas del lado externo. Un detalle habitual en los bares que frecuento. Su utilidad estriba en que se adelanta una parte del proceso que supone preparar un café, lo que conduce a que se tarde menos en servirlo. En realidad, se trata de una cuestión de orden y, por tanto, para ser efectivo, debe estar organizado. Desparramar tazas y platos por doquier, sin ningún criterio, contravendría los propósitos por los que la acción se realiza. En el episodio titulado Beautiful —en el que un tipo con el pelo a lo Fernando Verdasco trataba de ligarse a la camarera que se parecía a Coco, bailarina en la serie “Fame”— la fila de tazas tras la que ella se pertrechaba era también doble, pero ella colocaba las tazas grandes cerca del cliente y dejaba las pequeñas de su lado. Vean el detalle:


Aparentemente, la disposición tampoco es la misma pues Antonio parece colocarlas más cerca de la esquina, mientras que Coco las deja más cercanas a la intersección que forman los dos brazos de la barra. No puede alegarse el hecho de que Coco trabaje de extra, sólo los fines de semana. El criterio para colocar las tazas (cuáles delante y cuáles detrás) debe estar firmemente establecido y todos los que trabajen en el bar deben llevarlo a cabo de la misma manera. Al igual que el lugar en que deban colocarse, o dónde se guarda el dinero que se recauda de la venta de décimos o cualquier otro asunto que afecte al trabajo colectivo. No es aspecto baladí. Si dudas, pregunta en el bar donde tomes café con frecuencia (y no te consideren osado por aventurarte a hacer ese tipo de preguntas). Pero, y aquí viene el factor más relevante, el que muestra la insignificancia de esa fallida ambientación: te reto a que encuentres un bar en el que, en al menos dos lugares distintos (el ala que prefiere Manuel también se llenaba, como puedes comprobar un poco más arriba), dispongan en la barra platillos y tazas para el café.


Lamento decirlo: Antonio es un farsante, un impostor. Se ha delatado. Detrás de él se ve la cafetera. Encima, donde se ven algunas, es donde se colocan las tazas de café, en todos los bares y cafeterías de España. La repisa superior está caliente y el calor sirve para eliminar la humedad que pueda quedar del lavavajillas (si Antonio es tan cochino como para limpiarse las manos en el mandil y permitir que Coco atienda a los clientes sin haberse lavado las manos después de usar la bayeta, dudo mucho que emplee un lito para secar las tazas). La ineficacia de tener que ir a buscar una taza hasta la barra, donde está colocada encima del platillo (en lugar de tomarla de su lugar natural, encima de la cafetera), es un viaje que sólo resulta explicable entendiendo que la disposición está diseñada por un tipo encargado de la decoración, o el atrezzo, pero no por un profesional de la hostelería, esos seres que son capaces de servir un café de mil maneras diferentes (a gusto del cliente), manteniendo una sonrisa en la boca, acostumbrados a trabajar mientras el resto del mundo descansa o está de farra. Así que conocido el talante ficticio del montaje, resulta sencillo desentrañar otras triquiñuelas, como la de hacer aparecer en su mano izquierda un rotulador naranja de punta gorda, que no estaba a la vista en las cercanías de la caja. Ya no nos fiamos. Ha conseguido perder nuestra confianza. La representación continúa. La función. La ficción.


Conocerle no implica quererle. Pero, sí, aceptarle. Es lo que piensa su cliente, habitual del bar, conocido de años. Mueve la cabeza, sonríe y, con todo, opta por volver a las deprimentes noticias del periódico; las mismas de siempre, las de todos los días.


“Será cabrón. Ya me ha hecho reír”.


“Te vas a joder, risitas. Para ti no hay. No me sobran sobres”.


“Sólo tengo uno”.

*****

La vida es dura, amigos. No era mi intención echar sal en los ojos (pero estaban demasiado abiertos).

Un suplantador, un actor, había ocupado la piel de un camarero. Ni siquiera se había ocupado en aprender el oficio. Era una simple ficción. Trataba de hacerse pasar por quien no era.

No era camarero.
No sabía freír porras.
No podía mantener la barra en orden.
No encendió la TV ni la máquina tragaperras para dar ambiente.
No mantenía unos adecuados hábitos higiénicos.
No se lavaba las manos.
No usaba ningún trapo para secarlas.
No era discreto reservando privilegios.
No llevaba organizadas las cuentas.
No prestaba un servicio a la comunidad.
No era amigo de Manuel (otro actor de pacotilla, cliente de Santa Lucía).

Manuel: "Me regalan un décimo premiado, me compro un delantal rojo y me vuelvo un obseso de la limpieza".

Si Manuel y Antonio no son trigo limpio, quizá sea posible que tampoco estuvieran mirando por nuestros intereses.

Pero esa suposición, queridos amigos de la investigación, seguidores de este enrevesado enigma, quedará resuelta en la traca final, con la que se cerrará este ciclo.

Habrá extras, algunas explicaciones, un resumen condensado y una suerte de alegato.

Debéis esperar un poco más. Casi hemos llegado.

*****

Plan de la obra:

Episodio 2 – Si tú supieras
Episodio 3 – El secreto
Episodio 4 – Beautiful
Episodio 5 – Dilo bien
Episodio 6 – Llamada
Episodio 7 – Carpeta
Episodio 8 – No siempre se gana
Episodio 9 – No la pierdas
Extras – Traca final

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