lunes, 1 de diciembre de 2014

No siempre se gana (Lotería de Navidad 2014, VIII)





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El anuncio se asienta en un plano secuencia. Pese a que la cámara hace un travelling circular, permanece centrada en una persona que habla por teléfono. Mantiene un diálogo, pero no escuchamos a su interlocutor.

— Bueno, ¿y sabes lo que me dice el graciosillo éste del gerente del bar?
— …
— Sí, sí. Antonio. El tío éste, grandote.
— …
— El del bar de la esquina.
— …
— Pues nada. Se me pone a lloriquear, a decirme que si ahora le van mal las cosas, que si no tiene dinero y que si me puede pagar el mes que viene. Vamos, como si yo fuera, eso, una ONG.
— …
— No. Claro, claro. Es que es para fliparlo.
— …
— Uh hum…
— …
— No, pero mira: el local éste es bueno. Lo que pasa es que alquilárselo a este hombre, pues ha sido, eso, una equivocación.
— …
— Nada. Hablo yo con un amigo mío que es gestor y, a éste, lo pongo de patitas en la calle. Lo tiramos abajo y, fuera.
— …
— Perdona. Ahora te llamo, ahora te llamo.
Antonio (en la TV): ¡Alegría, alegría!

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Un episodio justiciero, en el que se puede apreciar la sombra de Chespirito flotando tras su reciente fallecimiento, el pasado viernes. El espíritu de Roberto Gómez Bolaños estará presente en la deconstrucción de la nueva entrega de la saga, la número ocho.

Síganme los buenos. En esta época, en la que se añoran referentes, destaca sobremanera la irrupción estelar de Antonio, el dueño del bar más afortunado. Lo imaginamos afrontando las dificultades propias de su oficio y, pese a ello, mostrando entereza y generosidad, virtudes que escasean.

Lo sospeché desde un principio. Todo héroe necesita un antagonista al que enfrentarse. El Edward Vernon al que Blas de Lezo debe vencer. En el anuncio de marras se trata de Miguel, al que la cámara sigue mientras conversa. Es personaje secundario de uno de los spots (Llamada), aunque en esa entrega no se vislumbraba su rostro.

No contaban con mi astucia. Miguel contempla en la TV que el Gordo ha caído en el bar de Antonio. Pese a que queda patidifuso por el impacto de la noticia, rápidamente esboza un plan alternativo: llama a Luis, empleado suyo en el banco, para que se acerque hasta el bar, pese a estar de vacaciones, y trate de captar clientes para la oficina.

Se me chispoteó. Quizá sea cierto que el protagonista de este anuncio no sea el mismo que el de la llamada, aunque no me negarán que hubiera habido una justicia poética mayor si, el mismo villano, personifica a los que repudiamos por su enorme avaricia: los ricos y los banqueros.

Bueno, pero no se enojen. De la crítica social que la envolvente amaga quedan excluidos políticos y empresarios; una cosa es buscar llegar a la fibra sensible de un país que pasa penurias y, otra muy distinta, es morder la mano que da de comer. No hay que olvidar que, de momento, Loterías y Apuestas del Estado, sigue siendo una organización de titularidad estatal, pública. Depende, pues, de los políticos y se libran de la moralina implícita en toda la saga. También se salvan las grandes corporaciones; sabido es que una de las formas con las que el Estado busca aliviar sus números rojos (sin que les importe a las negras conciencias de los responsables) es privatizarla. Los que tienen dinero, y verdadero poder, están exentos de cualquier crítica a sus aviesas intenciones.

Fue sin querer queriendo. La confusión entre personajes no es casual. La trama está mal perfilada y el guión carece de solidez. Un análisis pormenorizado muestra que el que llama desde el aeropuerto, estaba presente en el primer anuncio, con ese aire lúgubre y siniestro, tal que si se tratara de un enterrador. La cadena de acontecimientos es imposible de dibujar. Imaginemos que se trata del Señor Potter, el acaudalado banquero y propietario al que se enfrenta James Stewart en It’s a wonderful world!. Potter va a iniciar un viaje. Está en la sala del aeropuerto cuando ve a Antonio celebrando que el Gordo haya caído en su bar. Puede tratarse del director de la sucursal del banco del barrio (en cuyo caso sorprende que tenga trato VIP en la sala más exclusiva del aeropuerto) y ha tenido oportunidad de llamar a Luis para que vaya a captar clientes. ¿Qué sentido tiene que haya cancelado su viaje y se haya personado allí? Si, en caso contrario, no es empleado bancario y es, llanamente, un ricachón, ¿qué interés tiene en personarse en el bar, agachar la cabeza y humillarse, cuando el problema que suponía el aplazamiento de un mes en el pago del contrato de arrendamiento ya ha sido resuelto? Y, finalmente, si tiene capacidad para viajar en el tiempo (como sabemos porque llega al bar antes que Manuel, que había llegado sin que hubieran hecho acto de presencia los medios de comunicación y por tanto no había podido ver la retransmisión en la que, primero Manuel y más tarde Antonio saltaban y celebraban con gozo el hecho de ser tan afortunados) o en el espacio (se persona en el bar en un pispás), ¿por qué desaprovecha sus superpoderes esperando en un aeropuerto para terminar compartiendo habitáculo con la plebe, en un viaje que era perfectamente prescindible?

Que no panda el cúnico. Ya sé que son demasiadas preguntas. Haber superado las tres entregas de “Back to the future”, sin que la cabeza haya explotado, no dan inmunidad perpetua.

Y prometí una deconstrucción detallada. No me olvido.

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Rápidamente se perfila el escenario en que se desarrolla la acción. A la izquierda se intuye la cola de un avión. Estamos en un aeropuerto. Al fondo, a la derecha, un grupo de secundarios presentan sus señas de identidad: cuatro viajeros y una mujer plantada, tiesa como una vela, con las manos tapando sus vergüenzas y una actitud servicial que, combinadas con su clásico atuendo, permite catalogarla como azafata de tierra. Se orienta hacia el pasajero que lee el periódico, mira el portátil y bebe limonada, cómodamente sentado. Nuestro protagonista habla por el móvil y gesticula. Ocupa el asiento contiguo dejando su gabardina sobre el reposabrazos (estrategia que hará que, con las prisas, olvide cogerla para irse al bar de Antonio). Su postura, escorado hacia la izquierda, muestra el desinterés prototípico de los que no se preocupan de los que tienen cerca. Su preeminencia queda de manifiesto por el lugar preferente que ocupa, con TV para su uso exclusivo.


La azafata se ha vuelto y acude presurosa a cumplir el encargo del tipo que, tendrá dinero y posibilidades para sentarse en la sala VIP, pero muestra poca clase en su vestimenta: no sólo lleva calcetines grises (como chaqueta, pantalones, zapatos y apariencia personal), sino que, además, son cortos. El nefasto resultado es que permite entrever sus canillas. Por otro lado, es evidente que el sorteo de la Lotería está en marcha.


“¡Como si yo fuera una ONG!”. Es evidente que no. El sujeto se ha incorporado, envalentonado hablando por teléfono, con esa actitud altiva de quien careciendo de vida interior, exterioriza sus ocurrencias mientras se muestra en público, con aspavientos, intentando convencerse de su ridícula importancia. Su mano derecha se despacha resuelta. En la izquierda, con la que sujeta el móvil, lleva el reloj y unas pulseras artesanas que compró en su última visita a Ibiza, un gesto para la galería que recuerda al expresidente de bigote entrecano.


El ademán displicente de la diestra se torna en el gesto más empleado en los lunchs que frecuenta, con sus dedos prensiles como garras, dispuestos para pillar cualquier loncha de Jabugo o gamba Orly que ande cerca.


La captura no ha sido nada del otro mundo: la pasta de té que hoy se considera obligatoria como acompañamiento de un café. Incluso en el bar de Antonio.


El status no es una cuestión accidental. Quizá se llegue de forma fortuita pero, si se mantiene, es por una cuestión de supervivencia: “el pez grande se come el chico”. Y por la capacidad de aprovechar sinergias, como emplear la pinza formada por el pulgar y el índice, para convertirlo en el gesto más empleado en cualquier reunión de altos vuelos (“por mis cojones”) o en la taberna del pueblo en el que veraneamos (“arrastro”). De fondo se ve a un par de figurantes, deambulando por la sala como si fueran seguidores de la Santa Compaña, con la gabardina en el antebrazo izquierdo, él, y vigilando la Samsonite que combina con su abrigo, ella, pese a permitirse echar un vistazo superficial al ¡Hola! que han dejado de cortesía en el aparador.

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Dejo para el final del análisis el rigor terminológico del menda.
Deja mucho que desear.
Expresiones como “el graciosillo del gerente del bar”, “grandote”, “es que es para fliparlo”, sólo caben en la imaginación de un copy que no haya salido de su casa en años. Que no sepa distinguir entre un potentado y un puñetazo. Que tenga por cierto que la idea “hablar con un amigo mío que es gestor” resulta válida en algún contexto más allá de su escasa imaginación.

Con un trabajo tan apremiado, el suyo y el de toda la productora, que les impida ser congruentes o detectar los errores en la serie de episodios que han montado.

Que no se hayan percatado de que es completamente imposible que, en el mismo minuto, en el mismo canal, puedan hablar, primero Manuel y luego Antonio. Con dos locutores diferentes (la chica de la alcachofa amarilla del primer spot; la mano varonil que sujeta una alcachofa negra, de la competencia, en este penoso anuncio).

Quizá sea que, en TV4, a las 12:27, emitiendo en directo, se haya abierto un hueco para la presencia estelar de Punxsutawney Phil, tarareando I got you babe junto a Sonny & Cher.


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Nada. Todo lo resolverá Antonio, diciendo: “alegría, alegría”.
Quizá él si pueda dormir como una marmota.

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Otros días anteriores:

Episodio 2 – Si tú supieras
Episodio 3 – El secreto
Episodio 4 – Beautiful
Episodio 5 – Dilo bien
Episodio 6 – Llamada
Episodio 7 – Carpeta
Episodio 8 – No siempre se gana
Episodio 9 – No la pierdas
Extras – Traca final

Tras una breve pausa, el último episodio.
Y un pequeño debate.
Ahora mismo, permanezcan atentos a la pantalla.

Mañana será otro día.

2 comentarios:

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