lunes, 6 de junio de 2011

El mito de las vocaciones

En uno de los ejercicios que habitualmente planteo en sesiones formativas, los participantes deben expresar su grado de acuerdo o desacuerdo con una serie de afirmaciones que se les presentan. A partir de ahí, y atendiendo a los objetivos particulares que se hayan previsto para cada sesión, se organizan debates sugeridos por las respuestas que los participantes hayan dado. Es una dinámica muy flexible y fomenta mucho la participación de los formandos, por lo que la utilizo muy frecuentemente.

Entre las afirmaciones que se presentan, una es: “Me gusta mi trabajo”. Frente a otras, en las que las respuestas son menos variables, ésta plantea un rango de gran amplitud, llegando a abarcar ambos extremos. No es un producto exclusivo del aula. En efecto, todos podemos encontrar gente que se muestra totalmente de acuerdo con que “les gusta su trabajo”, mientras que a otros esa afirmación les provoca un desacuerdo total.

En los debates sugeridos por este ejercicio he podido comprobar que no todos los participantes responden a la misma pregunta, porque no todos la entienden del mismo modo. Para unos, la pregunta se transforma en si “hago lo que me gusta”. Para otros se convierte en si “me gusta lo que hago”. La manera de entender la pregunta, como en cualquier otro supuesto, determina la forma de plantear la respuesta.

ü      Hago lo que me gusta. Los que entienden así la pregunta tienen más dificultades para expresar su acuerdo con la afirmación planteada. Algunos se encuentran en una situación laboral en la que desempeñan una ocupación que no es la que corresponde a sus estudios o su preparación. No pueden ejercer profesionalmente aquello para lo que sienten una arraigada vocación. Eso hace que no puedan cumplir en su desempeño laboral con sus sueños o aspiraciones y por tanto sea percibido por ellos como una fuente de frustración vital. En algunos casos llegan a detestar profundamente la tarea profesional que les ocupa diariamente, llegando a ser el desencadenante de una infelicidad personal, además de otras patologías de diferente grado.

ü      Me gusta lo que hago. Para quienes se plantean de este modo la pregunta (no sólo en el ejercicio formativo, sino en su vida diaria), es más fácil expresar su acuerdo. Muchos entienden el trabajo como una obligación y buscan encontrar en cada una de sus ocupaciones la clave que haga que les guste lo que, sin posibilidad de elegirlo, tienen que hacer. No hay una clave única; cada una de las tareas que hay que desempeñar encierra en si misma la posibilidad de que pueda contestar afirmativamente que “me gusta lo que hago”.

Algunos pensamos que la culpa de esta situación la tienen Adán y Eva. Mira que les avisó Dios de que podían hacer lo que querían, pero que dejaran en paz la manzanita. Y ellos, en su soberbia, se condenaron y nos condenaron a todos los que llegamos detrás a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente. No hay más remedio: desde entonces, nos vemos obligados a tener que trabajar. Si me dieran a elegir es probable que se me ocurrieran otras ocupaciones mejores en las que emplear mi tiempo, pero, dado que tengo que desempeñar por obligación mis responsabilidades profesionales, mis tareas, resulta más llevadero para mí tratar de que me resulten más agradables. Que me guste lo que, quiera o no, tengo que hacer.

Algunos lo llaman el “efecto Tom Sawyer”. Al principio del libro de Mark Twain, castigan a Tom a pintar la cerca de la casa en la que vive. Sus amigos se burlan de él por tener que cumplir ese castigo. Él les convence de que está encantado de tener que hacerlo y lo hace con tal convencimiento que le ofrecen sus tesoros más preciados para conseguir que les permita pintar en su lugar. Lo que en un principio era un castigo para Tom, se convirtió en algo tan apetecible que sus amigos tenían que pagar para poder hacerlo. La enseñanza era que Tom había encontrado la clave para disfrutar de la tarea que tenía que hacer y así convertir su obligación en algo apetecible e incluso en motivo de envidia por sus amigos.

No importa qué tarea deba realizarse: todo trabajo es digno. Hay alguien que debe desempeñarlo. Y afirmamos aquí que las personas dignifican a los trabajos, no que el trabajo dignifica a la persona. La dignidad es una cualidad esencialmente humana.

Todo empieza cuando somos pequeños. Nuestros padres y sus amigos nos hacen preguntitas, aparentemente inocentes, pero cargadas de una oculta maldad. Nos presentan a unos señores que están de visita en casa y, haciendo el tonto, nos preguntan –poniendo ese tono de voz que reservan para hablar con niños o personas de cortas entendederas–: “qué quieres ser cuando seas mayor”. Nos vamos preparando para estas situaciones que se van repitiendo continuamente: los mayores no entienden a los niños por lo que, pese a que nos apetece contestar: “de mayor quiero ser más alto”, afirmamos que queremos ser médicos, bomberos, futbolistas o cualquier otra respuesta al uso de los mayores.

Así que, pasado el tiempo, después de muchas veces de repetir lo mismo, los niños acaban descubriendo que, a la fuerza, terminan teniendo una vocación. No todas las profesiones son igual de chulas para un niño: policía mola, músico mola, futbolista mola, barrendero no mola. Pero tiene que haber barrenderos, como tiene que haber policías, músicos o incluso futbolistas. Así que, cuando pasen los años, tienes un futuro predecible delante de ti: si has sido uno de los muy escasos afortunados que pueden trabajar en lo que empezaron a contestar a las visitas a la casa de tus padres que serían cuando fueran mayores, entonces tendrás una ocupación vocacional. Si no, necesariamente no harás lo que te gusta y serás frustrado potencial.

Ser violinista está muy bien. Hay muchos niños que emplean su tiempo de ocio en ir a clases al conservatorio y practican en casa diariamente, poniendo a prueba la paciencia de hermanos, padres y vecinos. Se esfuerzan mucho, generalmente mucho más que los niños de su misma edad. Pero las personas que pueden vivir de tocar profesionalmente el violín son contadas. Aparentemente, hay más personas que se ganan su sustento siendo carteros comerciales que violinistas. Desde luego, llaman más veces al telefonillo de mi domicilio.

Al segundo de mis hijos, cuando le preguntaban qué quería ser de mayor, siempre contestaba: guardia civil. Lo decía con tanta convicción que resultaba muy gracioso. Muchas personas se acordaban de su respuesta y le regalaron un montón de juguetes: camiones, furgonetas, ambulancias, jeeps; todos de la guardia civil. Llegó a tener una buena colección de juguetes verdes. Pasado un tiempo, intrigado le pregunté: “por qué quieres ser guardia civil”. Su respuesta, cargada de aplastante lógica infantil, me dejó atónito, cómo sólo sabe hacer un hijo: “porque van de verde y mandan”. Cualquiera le llevaba la contraria.

Ahora ya no responde de la misma forma (de hecho, tratamos de evitar que les hagan ese tipo de preguntas). Pero puedo imaginar qué hubiera podido pasar si hubiera continuado con su vocación de guardia civil. Después de muchos años de estudio y preparación, tras aprobar oposiciones, exámenes, pruebas o los trámites que se le hubieran planteado en su camino, llegaría, en el mejor de los casos, el día de empezar a trabajar como guardia civil. Si su vocación no se hubiera cumplido, probablemente estaría frustrado porque no podía hacer lo que le gusta: ser guardia civil. Pero si hubiera sido uno de los afortunados en alcanzar tan digna ocupación, es posible que pudiera, entonces, con quince o veinte años de retraso, comprobar que ser guardia civil no es exactamente ir de verde y mandar. Las vocaciones surgen muy temprano en nuestra vida, cuando no tenemos ni la más remota idea de lo que significa cumplir con las obligaciones asociadas a su desempeño. Por eso, ni en los trabajos más vocacionales, todos los que los desempeñan demuestran que están haciendo lo que les gusta. Todos reconocemos que el ejercicio profesional de la medicina es una de las actividades vocacionales por excelencia. Es además muy exigente en su formación: muchos años de estudio, de prácticas y, pese a eso, todos conocemos médicos que, a las claras, demuestran todos los días que no les gusta lo que tienen que hacer.

Así que, ahora mismo, cuando termines de leer esto, pregúntate si te gusta tu trabajo. Responder pensando si te gusta lo que haces, hará que te resulte más llevadero el tiempo que tengas que emplear en hacerlo y, como Tom Sawyer, todos sabemos que las tareas así entendidas son más fáciles de afrontar.

2 comentarios:

  1. No se por que no leí antes algunos de tus post, cuando creí que lo hacia puntualmente. Este me gusto. Besos, feliz año. No se si ya te felicite.

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