La
Envolvente sigue desplegando su lazo. En este episodio, mostrará un secreto.
En
la vida de un barrio, ciertas personas se convierten en un centro de gravedad
permanente.
Durante
años, estuve convencido que eran los panaderos quienes cargaban con ese honroso
privilegio.
Antes, quizá lo fueran los quiosqueros, pero en este nuevo mundo virtual, son cada
vez menos necesarios.
Cobran
mayor presencia los farmacéuticos, en una sociedad que envejece y se
medicaliza.
Pero,
y esto no es ningún secreto, siempre fueron comerciantes los que ejercían esa
labor.
Los
que veían crecer a los niños, haciéndose adolescentes y, más tarde, adultos.
Los
que escuchaban las preocupaciones ajenas.
Quienes
tenían que estar, día sí y día también, al pie del cañón, asumiendo que un
mundo cambiante, en el que se apoyaba a los grandes y se abandonaba a su suerte
a los pequeños, era un mundo crecientemente injusto.
Aquellos
que sabían que su importancia derivaba de su presencia y su proximidad.
Porque
las cosas importantes se tocan y se sienten cerca.
Porque
la relevancia radica en el estar, más que en el ser.
Debo
admitir que la señora resulta simpática, pese a sus inexplicables hábitos. Se
retoca el cardado ante el espejo, en combinación, y llama a Horacio, sin
haberse dado cuenta que éste ya se ha ido.
La
camiseta que le pedía a Horacio estaba previsoramente dispuesta a su lado,
encima de la cama, a la vera de la cómoda donde da los últimos ajustes de
peinado y pintura.
Cariñete la contempla atónito. Sólo mueve su
cola. Nunca deja de darle sorpresas.
Como ahora. ¿No ha terminado de arreglarse el pelo?
Y, entonces, ¿por qué se pone la camiseta después?
No sólo eso. También se ha puesto un turbante. Para, ya completamente arreglada, venir a
darme de comer. Yo se lo agradezco, claro, pero creo que hace las cosas en completo
desorden.
En todo caso, siempre es amable conmigo. Me guste más mi nombre,
“Secreto”, que ese epíteto que me
dedica: “Cariñete”. A mí me suena
condescendiente, pero se lo acepto gustoso porque me da comida hasta que me
pongo tibio y me deja afilarme las uñas en el sillón orejero que usa Horacio.
La
señora sale a la calle y despliega su conocimiento enciclopédico del barrio.
Saluda a todas las Natalias que pilla
el paso. Le comió la tostada a la abuela de la Tahona, antigua pretendiente de
Horacio que, tras el rechazo, se encerró tras las cortinas de su escaparate y
perdió la posibilidad de ser el eje del vecindario.
Horacio
es gnomo y, entre ambos, tienen
montado un suministro de décimos y gorros de Papá Nöel, que no se lo salta un
reno, por mucho que lleve la nariz roja y diga llamarse Rudolph. Antoñito, que es un ingenuo y vive en la parra, no sabía
nada del trapicheo de la que Chelo, la provecta mujer, era camello. El
traficante es Horacio y, su mujer, su tapadera.
“Sabes lo que te digo: que
este año molaría que mostrase la camiseta. ¿Organizamos una fiesta de camisetas
mojadas para la Nochevieja, en el bar?”
*****
Estoy
convencido que en la Asociación de Administraciones de Lotería, si es que
existe, están encantados con el protagonismo que se la ha concedido a esta
singular mujer.
Una
comerciante, por mucho que su comercio sea el juego.
Pensándolo
bien, sólo falta la estanquera para completar el trío más perseguido durante la
“Ley seca”: alcohol, juego y tabaco.
Actividades
que en muchos sitios se consideran ilegales pero que, aquí, en nuestra querida
España, son una importante fuente de recaudación.
*****
Volviendo
al anuncio: si la labor de Chelo, la lotera, es tan importante:
[[[Reto a que alguien me muestre una escena de
la campaña completa, donde se vea a Chelo o su camiseta.
Y le regalo un décimo.
O le invito a ver repetido el vídeo de la
décima]]]
¿Por
qué los creativos de la agencia se empecinaron en mantenerla en secreto?
¿Por
qué ha quedado reducida a actuar como intermediaria (o agente)?
O,
si no te ha caído bien, como una chismosa y cotilla.
La
luz verde, en serpentín, era una pista. Una botella abierta y dos copas flauta.
Una pareja baila. No sabemos quiénes son. Aparentan felicidad.
Ella,
Verónica Forqué, le rasca en el
sitio donde, ayer mismo, él le decía hasta dónde estaba de ella. Aunque ya se
sabe que el tiempo da y quita razones (como aligera coronillas masculinas de peso capilar).
La
niña llega de la calle. Lleva un inmenso cartapacio azul y un tubo para llevar
planos. Es evidente que su vena artística la descarta como autora del adorno
navideño de la cocina, con espumillón verde rodeando el microondas y encima de
la panera.
“Menudo día llevo”. Son las diez y veintisiete. De la
noche. No hubiera podido decirlo si fueran de la mañana. Sus padres llevan diez
horas bailando y bebiendo. Son inmunes a la adolescencia programada.
Belén Rueda no ha madurado. Lleva fatal lo de compartir
coche con su hermano.
Arturo Pérez-Reverte, ahíto tras bailar (como una peonza) y
beber (como un trompo) es capaz, por primera vez en años, de ahorrarse el
improperio que le pasa por la cabeza y piensa para sí: “cosas de chicas”.
“Y, lo peor de todo, he
tenido que ir en metro, como si fuera una paria”.
“¿Qué quieres? ¿Un
teléfono móvil? Ni que fuera por pasta. Si tú supieras. Mamá te dejará su
pelliza de la suerte”.
*****
El
niño, que ya se mostraba obsesivo andando en triciclo durante el rodaje de la
película, ha tuneado el coche y, con su dedo parlante, le dice nones a su
hermanita.
Los
padres, con el virus de la ilusión inoculado, creen que podrán parar las
discusiones entre hermanos, acallándolas con un soborno.
— “¿Cuál
es el mejor premio?”.
— “Compartirlo”.
— “Pues
toma, un coche nuevo para que ya no tengas que compartir el viejo con tu hermano.
Y un teléfono móvil, que hemos aprendido las estrategias de los bancos, dándote
más de lo que habías pedido”.
*****
Posiblemente,
lo de que el mayor premio es compartirlo sea, simplemente, un eslogan. Quizá
haya que buscar otra motivación.
Puede
que haya un secreto, una forma un poco más compleja para resolver los problemas
que disolviéndolos con dinero.
Todos
hemos visto el anuncio. La campaña de la Lotería de Navidad empezó a emitirse
el miércoles 12 de noviembre. Y estará machaconamente presente hasta el 22 de
diciembre, el día del sorteo.
Es
una campaña. Marketing de guerra. Su objetivo es evidente: asaltar el bolsillo
de los españolitos de a pie. Ni Felipe,
ni Mariano, ni Rato, ni Pdro Snchz, ni
Pablo Iglesias, ni Sánchez Gordillo, ni Messi, ni CR7, ni Olga María Henao,
ni Isabel Pantoja (por poner sólo a
diez) necesitan hacerse con un décimo.
Pero
tú, seguramente, sí.
Así
que debes tener cuidado. No son tus amigos. No tienen escrúpulos. Y, por mucho
que (todavía) no respondan a intereses privados, están locos por tu pasta.
Vale.
El
spot es bueno.
Está
en boca de todos.
A
favor o en contra.
Han
conseguido su propósito.
Ha
polarizado a la audiencia.
Sin
término medio.
O
te gusta, apasionadamente, o lo
detestas.
Puede
que te emocione hasta hacerte brotar lágrimas.
O
que hayas intuido parte de la trama.
Pero
no te ha dejado indiferente.
*****
Aquí
puedes verlo, [si eres del planeta klingon y no lo has visto aún].
Tal
vez, rascando un poco, será posible encontrar la trampa.
El
truco.
El
señuelo con el que captan tu atención para que no veas cómo te despluman.
El
principio básico del trilero.
Centrar
tu mirada en una de sus manos; es la otra la que está metida en faena.
*****
Jon D. Domínguez es director de fotografía y fue el
responsable de tal tarea en la confección de la maqueta para presentar al
concurso que la agencia Leo Burnett
ganaría y que, en una práctica común, haría sin cobrar, a expensas de ser
contratado para la producción definitiva. No sería así. Da su versión en un blog creado ah hoc.
Afirma
que el spot es “tierno, emotivo, bonito, y técnicamente impecable”.
Y
cientos de interpretaciones variopintas para este singular fenómeno.
Así
que tratar de dar una nueva visión es un reto complejo.
Los
que molan de veras.
Allí
voy.
Espero
que tengas un poco de tiempo
*****
Antes
de empezar, hay que situar el contexto.
Quizá
no sea Berlín. Y seguramente no es 1989, pero no es la España en la que yo
vivo.
Y
no son, desde luego, humanos los seres que pueblan la pantalla.
Tendré
que demostrarlo.
Deconstruyamos.
Vamos
con Manuel y Antonio, protagonistas de la entrega.
*****
Manuel
mira por la ventana.
Los
ojos vidriosos.
Su
mujer le habla.
Se
vuelve.
Está
en casa.
En
el salón.
Es
su hogar.
Una
lámpara y un par de cuadros.
Ambos
cuadros representan el paisaje que se ve desde la ventana, en su lugar de
origen. Como la colina del Windows 98. La lámpara esconde diversos prototipos,
reducidos a escala, de las naves interestelares en las que suelen viajar. ¿Recuerdas
“MIB”, con Will Smith y Tommy Lee Jones?
Un
barómetro en la pared. Mis abuelos tenían uno igual. Y la pared del salón
chapada en madera.
Una
vespa blanca. Mi tío tenía una igual.
En
los bajos del portal de la casa de Manuel hay, ¡abiertos!, dos
establecimientos: uno, “Muebles de cocina”;
el otro, “La Tahona de la abuela”. El
segundo tapa el escaparate con cortinas, mientras a la puerta hay aparcado un
carrito de carga (de madera) y una señora charla con la transportista de un
bebé. Ambos locales sobreviven a pesar de la expansión sueca, el intrusismo de
GG SS, o la proliferación de franquicias. También se veía un local con un
escueto cartel que reza “Flores” y otro par que no he podido identificar. A
pesar de la hora (recordemos que es por la mañana; acaba de producirse el
sorteo), las luminarias están a todo trapo. Examinando la fachada del edificio
no se vislumbra ni un solo Santa Claus trepador.
Un
comerciante se ha gastado una pasta en ambientar su local, con lucecitas
colgantes, un abeto cargado de adornos, un árbol seco que ha forrado por
completo, un par de guirnaldas y una corona mortuoria que, por decencia, ha
cubierto de blanco. El cristal esmerilado y un esmirriado cartel de Feliz Navidad
(recortado a mano) no dan pistas de a qué demonios puede dedicarse el sujeto.
Las
muestras de la procedencia alienígena de los moradores del terruño, se van
multiplicando. Una bicicleta, sin amarrar, está a la izquierda…
…y
otra se ve a la derecha, también suelta. Posada junto a un banco, coronado de
lucecitas que tapan un muro y se iluminan sin necesidad de estar enchufadas.
El
Bar de Antonio tiene un ambientazo de aúpa. Parece el día de la final contra
Holanda. Sólo que ahora está lleno por dentro, pero también por fuera. Ha
llegado la prensa y se ve el corrillo jaranero a que estas situaciones
jubilosas conducen siempre.
Cómo
han llegado hasta allí es difícil de explicar. La toma cenital muestra que la
furgoneta de la TV (con la paellera encima) ha dejado escapar un sitio más
cercano a la puerta del local y se han tomado su tiempo para maniobrar y
aparcar de culo, sin rodadas impresas en el blanco manto. Además, pese a bajar
precipitadamente, sin tiempo para cerrar la puerta corredera, no han dejado
huella en la delatora nieve. Ni siquiera el propio Manuel, que debería ir
contrito, arrastrando los pies, deja más marca que la del pie que acaba de
levantar. No vale la excusa de que está nevando; cae un poco más que la caspa de
Torrente alborotándose el pelo.
Se
ve que los hombros de Manuel están limpios. Y se ven todos los detalles, porque
es fácilmente perceptible que la jamba de la puerta presenta desconchones que
deben ser reparados.
Una
tropa salta y brinca. Antonio ha tenido tiempo de desempolvar las copas y sirve
champán (es patriota y partidario del boicot al cava). Entre una grey, que se
viste con tonos pardos, se aprecia a una mujer, con pelliza (mi prima tenía una
igual, estilo McCloud), recibiendo un
beso. También se ve un tipo que se cubre con sombrero (recuerda al padre Merrin, Max Von Sydow en “El
exorcista”) e inicia un gesto cómplice. Y una jovencita con gorro de lana
embutido. Otro lleva un jersey de campo, color berenjena, con trenzas en las
mangas. En el bar hay ambientazo (y tufo a sobaquina).
Comparten
el mismo plano un joven con chaqueta verdiblanca (estilo Starsky), un abuelo con chaqueta gris, bufanda y boina (remedo de Paco Martínez Soria) y tres jóvenes
que, pizpiretos, lucen gorro de Navidad, pese a estar a 22 (día; los grados
irán subiendo y el termómetro del local estallará).
Antonio
trae una cara de satisfacción que no le cabe en el cuerpo. Singing Fish asoma su boca cantarina; tenerlo ahí colgado
era un signo premonitorio. La caja registradora manifiesta que no estamos en
1989. La báscula de aguja (analógica) parece fuera de contexto. El calcetín y la
bola contrastan cromáticamente con la camisa a cuadros del jefe y el abeto
casero (una nota retro). Mínimamente
asoman y se vislumbran las bolas que el buencha
se ha arrancado, para mostrarlas como colgajo, a modo de trofeo. ¡Qué güevos!
Antonio
tiene la capacidad de multiplicar el vino (aunque sea blanco y de aguja): pese
a que un montón de copas se ven llenas en la barra, en perfecta formación,
varios de los presentes trasiegan de la suya. Un tipo, de aspecto siniestro,
contrasta con el ambiente festivo, aunque se esconda al fondo de la barra;
lleva camisa blanca, chaqueta y corbata oscuras y se le intuye un aire de estar
fuera de su ambiente habitual. Ha reemplazado súbitamente a la joven del gorro
de lana. El barman no se despista y
sirve a Manuel su cafelito. Un fotógrafo inmortaliza el momento.
Una
chica mulata, rizosa, con chaqueta lavanda (la sobrina de Bob Marley) salta y sujeta una botella en la mano diestra. A su
lado, una mujer dada a vestirse en una tienda especializada en caza y pesca,
hace evidente lo difícil de estar en ese bar con la cabeza descubierta.
El
despipote va tomando carácter épico. Las copas desaparecen de la barra. El tono
festivo hace que el padre Merrin se
descubra y esboce un guiño que parece una sonrisa. No se sabe de dónde aparece
otra mujer, tocada con un Fedora.
Manuel
se da la vuelta. Cree que le han tocado el culo. Una rubia y uno que se hace
pasar por Craig David, disimulan y
mueven la mano: “pío, pío, que yo no he
sío”.
El
mosqueo de Manuel va in crescendo. La
borla de la chica bailarina que tiene al lado casi le da en el ojo y, para más inri, recuerda la gorra de chulapo que
olvidó ponerse y que le haría sentirse más integrado.
Manuel
quiere pirarse. Pide la cuenta. El camarero emplea el método vasco para cobrar
pintxos y, en lugar de contar palillos, cuenta copas. “Veintiuno”, afirma ufano, como si estuviera jugando al blackjack. Su capacidad para hacer
aparecer copas parece casi mágica. El fotógrafo tira fotos, pero no pilla al
prestidigitador que hay bajo el mandil burdeos. La mano siempre es más rápida
que el ojo.
Ni
Bárcenas. Aparece un sobre y el café
se mantiene intacto. El confeti cubre parte de la barra. En la mano de Manuel
se marca una vena.
Manuel
no aguanta. Asoman sus lágrimas (y sus dientes).
12:27.
Manuel ha salido a chupar cámara y alcachofa amarilla de TV4. Detrás suyo, una
chica agita un papelito de pega (se ve que el reverso es prístinamente blanco).
Su amiga, con gorro navideño, se agarra con dos manos y es seguro que, en
breve, deberá poner a prueba el antiprincipio de Arquímedes: “dame un punto de
apoyo y conseguiré que el mundo deje de moverse”.
Aparece
su mujer. No desde la derecha, como vimos que hacía Manuel. Ella llega desde la
izquierda. O ha hecho un requiebro o le costará dar explicaciones a un Manuel
que, a estas alturas, no siente la sangre en el cuerpo. Una mujer de mediana
edad dedica la mejor de sus sonrisas a la cámara (y a toda España).
Antonio
por fin ha salido. Los tres gnomos bailan felices. Manuel y su mujer se
abrazan. La reportera menos dicharachera de la historia de las retransmisiones
en directo sigue con su interminable cháchara.
*****
La
primera (mala) noticia es que para no saturar al público, han preparado una
campaña envolvente. Son 9 (nueve) anuncios. Seguramente los irán dosificando.
Pero he podido capturarlos todos.
[El Doctor Ugur Yansel no podía soportar la visión
de pies con pedicura francesa. Participando en la TV turca repitieron tantas
veces la imagen que terminó sufriendo uninfarto.
Pese a estar hablando de
cómo prevenirlo.
Con este aviso, las
consecuencias de la exposición a los vídeos que vienen a continuación, corren
de tu cuenta].
Repentinamente te percatas que has superado la cuarentena.
Me
he convertido en “uno de cincuenta”, la categoría que incluye a hombres (“uno”)
maduros (“de 50”). Nada hace
suponer que por ello deba ser más sabio, interesante o responsable.
Al
fin y al cabo, es sólo un día más y el cambio es casi imperceptible.
Pese
a que resulte inevitable dar mayor relevancia a ciertos pequeños detalles que llenan de gozo la vida.
Disfrutar
de un café, a media mañana, por el mero placer de pararte y pensar.
Encontrarte
a un amigo y charlar un rato.
Alguien se acuerda de un momento en el que, por lo que sea, te guarda en su
memoria y quiere compartirlo.
Una
canción o una lectura, recomendadas, que dejas que te atrapen y te
seduzcan.
Una
foto olvidada que aparece en el fondo de un cajón, escondida entre las hojas de
un libro, como un calcetín desemparejado.
El
tipo de cosas que un día como hoy me encantará recibir. Y que agradeceré.
*****
Esta
semana he visto dos películas que debería haber visto hace treinta años.
Una,
“Koyaanisqatsi”,
dirigida por Godfrey Reggio en 1982,
acompañada por música de Philip Glass,
que se convertiría pasado el tiempo en la primera parte de una trilogía. El
tipo de cine que mis amigos no me querían acompañar a ver.
La
otra, “Karate Kid”, con Pat Morita y Ralph Macchio, de 1984. No sé cómo lo conseguí pero hasta hace dos
días había sido capaz de evitarla.
Sorprende
sobremanera la transformación en los gustos musicales y estéticos, al igual que
cierto costumbrismo rancio que me niego a detallar, pero me aturde ver que he
caído sin remedio en la trampa simplista de hablar a mis hijos comiéndome los
artículos y moviendo dextrógiramente mi mano derecha, mientras la izquierda lo
hace de forma levógira, repitiendo (y resultando cansino):
“La profundidad del tiempo
es una reciente conquista mía. En el silencio de la casa, cuando durante la
mañana me quedo sola, reencuentro la felicidad de pensar, de recorrer el pasado
adelante y atrás, de escuchar el fluir del presente. Es algo que pocas veces me
había pasado antes. Después de una infancia satisfecha y sin problemas
inmediatos, una adolescencia pobre e introvertida y una juventud empecinada, he llegado a una madurez en la que las
cosas y los acontecimientos parecen tener un ritmo más lento, que permite la
reflexión. Del mundo del trabajo, con los chicos ya bastante crecidos, he
sido devuelta a la libertad de mi casa y de mis días. En el humilde y variado
trabajo cotidiano, los pensamientos pueden aflorar, organizarse, clarificarse. El tiempo, antes casi sin dimensiones,
reducido a mero presente debido a una vida apresurada, acosada por un turbión
de obligaciones, de alegrías robadas y de preocupaciones, ahora se despliega en
horas livianas, se dilata y se arrellana, se puebla de resonancias y recuerdos
que poco a poco se recomponen en forma de mosaico, emergiendo en pequeños
remolinos de un magma indistinto que, durante largos años, se ha ido acumulando
en un fondo oscuro y desatendido”.
“Hoy no me encuentro en
armonía conmigo misma y desearía poder alejarme de mí. Les he faltado a mis
hijos; he hecho que se sintieran mal con un arranque de impaciente y agresiva
estupidez. A veces el viento de la gracia sopla tan lejos de nosotros que nos
volvemos malos y torpes incluso con las personas que más queremos.
No he escondido mi
mortificación y ya me han perdonado. Los
hijos, con frecuencia, saben ser más comprensivos y maduros que sus padres.
Algunas veces me siento
incómoda en el papel de madre; me siento
inepta, me parece que educo de forma descuidada, que hablo poco, que dejo
escapar en vano estos preciosos años de convivencia con mis hijos, ya tan
mayores. Los miro y los encuentro amables y guapos y pienso en el vacío que
dejarán en mi casa cuando se vayan. Los miro y me parecen aún indefensos y
quisiera poder asumir la carga de dolor que la vida les reserva, a ellos como a
todos. De algún modo, me siento responsable de su felicidad y me pregunto si han recibido las armas y los
instrumentos necesarios para hacer elecciones conscientes, para ser aguerridos
en las pruebas, fuertes en las desilusiones, generosos en el éxito, para
amar y vivir en el significado”.
“Vivo como siempre he
deseado poder vivir: el amor y la existencia compartida, los hijos, la casa y
tantos afectos dentro y fuera de ella. Qué
importa si he trabajado mucho, si el mal vino y se fue, si alguna nube ha
turbado mi horizonte sereno, si los años pasan veloces”.
“A la abuela Anka le
gustan las cosas y los hechos, que permanecen. Por eso no teme el transcurrir
del tiempo, que arrolla solo a los
individuos”.
“Cuando las personas que
me conocieron antes de que dejara la enseñanza, que sin embargo me gustaba, me
preguntan “qué es lo que hago todo el
día”, me resulta difícil explicar en pocas palabras, sin caer en la
retórica, que el objeto de interés de mi comportamiento actual está en el
límite entre la vida y la muerte. Así que por lo general justifico mis días
hablando de mis hijos, de los viajes que tengo la suerte de realizar con
Claudio de vez en cuando, de las clases de informática a las que asisto hace
dos años para aprender a usar el ordenador que hemos comprado, y no digo nada acerca de mi desconcierto
cuando un niño no puede ser salvado o de la alegría que siento cuando a otro le
es concedido, por amor, permanecer entre nosotros, y hacernos sentir menos
solos en esta aventura terrena”.
“No siento tristeza, solo
gratitud. Si he regresado a Ítaca, si en los largos silencios de mi vida han
resonado por un instante las notas del vals que los planetas y las estrellas,
tan relucientes esta noche, danzan en la odisea de los espacios, siento que debo dar gracias a una multitud
de personas, incluso a las que he olvidado, que al quererme, o simplemente
al estar a mi lado, con su presencia fraternal no solo me han ayudado a vivir sino que son, quizá, mi vida misma”.
*****
Un
charco en el que chapoteo con frecuencia, me
mostró una madura reflexión. Estoy agradecido a Molinos por su inmensa generosidad.
Y
mi amiga Tere me animó a zambullirme
en un libro precioso, de imborrable recuerdo. Gracias y besos, muchos.
*****
El
libro de Marisa Madieri, editado por
Minúscula, se corona
con un emocionante escrito de Claudio
Magris, viudo de la autora.
Uno de esos libros que ayudan a desear ser
mejor persona.
Resulta complicado imaginar nada más aburrido que un político, gallego, tratando de andarse por las ramas, eludiendo hablar de lo que todo el mundo espera, soltando ráfagas de cifras, como si usara una metralleta, para defender el búnker del asedio al que ellos mismos han concedido someterse.
Todo ocurrió el pasado martes, 4 de noviembre, en el Auditorio de la Diputación de Alicante, donde la alcaldesa Sonia Castedo se saltaba el protocolo (no el del ébola) para hacerse un selfie con Felipe.
[[[Ese mismo día, cené en Valladolid con un montón
de amigos alicantinos y todos echaron en falta a Ortiz]]].
Lo peor; los niños del Colegio de San Ildefonso ven peligrar su anhelada participación en el próximo sorteo Extra de la Lotería de Navidad, sustituidos por el barbas, en formato plasta o plasma, lo que se decidirá, como casi todo, a última hora.
*****
Cualquiera que haya asistido a la ejecución de un ponente, que habla mientras lee las notas que trae de casa (al margen de que el soporte sea impreso, manuscrito, presentaciones o imágenes de un amanecer) y que pega la chapa de forma inclemente, es conocedor de un hecho que, por sabido, no deja de ser apabullante: es un tostón insoportable y, no habiendo nada peor que cuando actúan en batería y, tras el primero, se lanza el segundo, luego el siguiente y, más tarde, cuando ya has perdido la cuenta de las intervenciones y las comisuras de tu labio se unen por un levísimo fluido viscoso que ha alcanzado conexión con la solapa de tu chaqueta, donde se estanca y toma testigo de que fuiste incapaz de soportarlo, justo entonces, aparece un fulano, con los ojos inyectados en sangre, plagado de tics que, tienes por cierto, parecen signos premonitorios de que la mejor solución ante tamaño desmán es, cortar por las bravas su atropellada intervención, con una ovación que, por sonora, deja la alocución cerrada. Entonces, puede que muestre su ingenuidad y candor, repartidos en equilibrio, para dejar en el aire que atendería cualquier pregunta o duda por aclarar; rápidamente alguien zanja el conato con un rotundo: "Todo ha quedado suficientemente bien explicado".
Quizás la ejecución sea excesiva, pero cortarle la lengua podría ser considerado un acto de justicia.
Teniendo
que apechugar con la imperiosa obligación de encabezar cualquier ordenación
alfabética, los nativos de Alabama deben sobrellevar, para siempre, la afrenta
del segregacionismo, la deshonrosa huella de un siniestro pasado en el que un
puñado de ignorantes consideraban posible someter y esclavizar a los que eran
diferentes; de haber sido protagonistas de las simas más profundas a las que el
comportamiento humano puede conducir.
Los
sureños son orgullosos y una contradicción se puso de manifiesto en Alabama (la
misma que hoy se mantiene vigente en muchos otros lugares): los que deben sufrir la intolerancia son los
que están expuestos a ella. La lucha por la libertad, y el enfrentamiento a
la desigualdad y el racismo, se contempla con un estupor que turba el juicio y,
hoy, envueltos en una neblina que no permite percibir rasgos, todos los nativos
parecen enemistados en una pelea desigual, escindida en dos frentes.
— De un lado, se alinean bajo una triple bandera los que, se
envalentonan yendo encapirotados colectivamente, a los que, con la capacidad de
síntesis española, nos sobra una letra para definirlos: “KKK”.
— Del otro, se oponen los que resumen
sus ideales en tres estandartes con la misma inicial. Anhelan la igualdad, la integración y la “iustitia”.
No
eran blancos y negros los que se enfrentaban, porque no todos los negros
pensaban igual y no todos los blancos actuaban del mismo modo.
"Haz sitio"
En
esa (des)integración racial que estaba al borde de prender en llamas, en una
época y un lugar que determinaron un cambio de conciencia, generalizado y
extendido, muchos actores adquirieron protagonismo: Rose
Parks, Martin Luther King, …
Aunque,
como cualquier revolución que tenga sentido, fue un proceso liderado por muchos. Las personas sencillas, los
humildes, los que con pequeños gestos determinaron una completa transformación.
Los
que hicieron que en una tierra que fue inhóspita para muchos, la hospitalidad sureña
permitía que cualquier forastero pudiera sentirse allí como en casa.
Su
corazón —contradictorio, inabarcable y generoso, como casi todo lo humano—
permitió que algunos músicos, blancos de piel (y alma negra como un tizón)
facilitaran el caldo de cultivo para cocinar un guiso sabroso y especiado, fusión
de las emociones de quienes vibran con la música y sólo se muestran intolerantes
con la intolerancia.
*****
Bienvenidos
a Alabama, dulce hogar.
*****
Heart of Dixie
“Audemus jura nostra defendere”
(Nos atrevemos a defender nuestros derechos)
Capital y ciudades
La capital del Estado es Montgomery.
Toma su nombre de Richard Montgomery,
soldado nacido en Irlanda que había servido en el Ejército Británico. El cambio
de bando, para apuntarse a los independentistas, le granjeó la condición de
héroe y traidor (según a quien preguntes). En la Guerra de la Independencia una
de las primeras iniciativas rebelde fue el intento (fallido) de invadir Canadá,
en la que las fuerzas lideradas por Montgomery fracasarían en la batalla de
Quebec y él moriría (aunque quisieran recordarle dando nombre a la capital del
Estado de Alabama y varias ciudades más a lo largo del país).
La ciudad más poblada del estado es Birmingham.
Otras ciudades con más de 50.000 habitantes son: Mobile, Huntsville,
Tuscaloosa, Hoover, Dothan, Decatur y Auburn.
Canción
Lynyrd
Skynyrd es un grupo
originario de Jacksonville, Florida. Sus tres pilares eran: Ronnie Van Zant (voz solista), Gary Rossington (guitarra) y Ed King (guitarra y bajo). Tras un
primer LP, al que titularon como forma de desentrañar la pronunciación de su
enrevesado nombre, en 1974 entregan su segundo trabajo, “Second helping”, donde se encuentra su credencial para la
posteridad, la canción que se convertiría en el himno del Estado que visitamos;
un homenaje a la buena gente sureña, no a ciertos patanes que, con nocturnidad
y cobardía, empleaban la violencia y la intimidación en su intento de
convencerse que eran superiores. ¡Ja!
La canción surgió como respuesta a dos
canciones de Neil Young, “Southern man” (del
LP “After the gold rush”, 1970) y “Alabama” (incluido en “Harvest”, 1972). En ambas, NY arremete contra el racismo y la segregación
presentes en Alabama.
Al grupo de Florida no le hizo gracia
que un artista —canadiense— al que
admiraban, viniera a decir lo que sucedía en un lugar donde siempre habían sido
bien acogidos, donde en un pequeño núcleo, Muscle Shoals, se juntaban dos de
los estudios en los que intérpretes blancos habían ayudado a facturar la música
más negra y excitante realizada nunca [se trata de los estudios FAME (Florence Alabama Music Enterprise),
fundados por Rick Hall, el sitio
donde Aretha, Otis o Wilson
Pickett alcanzarían la condición de inmortales; y, más concretamente, de Muscle Shoals Sound Studio, donde cuatro
músicos se hacían conocer como The
Swampers y, siguiendo un deseo de independencia, fundaron su propio sello y
alcanzaron máxima cotización como músicos de sesión: nada más y nada menos que Jimmy Johnson (guitarra), David Hood (bajo), Barry Beckett (teclados) y Roger
Hawkins (batería)].
Alabama era un Estado al que, por muchas
y muy variadas razones, Van Zant y sus secuaces consideraban su hogar.
“Las
grandes ruedas siguen girando
Llevadme a casa a ver a los míos
Cantando canciones sobre el Sur
Echo de menos a Alabama, de nuevo
Y creo que es un pecado, sí
Oí al
señor Young cantar sobre ella
Oí al viejo Neil menospreciarla
Espero queNeil
Youngse
acuerde
Un hombre del sur no lo necesita cerca
Alabama,
dulce hogar
Donde el cielo es tan azul
Alabama, dulce hogar
Señor, vuelvo a casa contigo
En
Birmingham quieren al gobernador
Nosotros hicimos lo que pudimos
Lo de Watergate no me preocupa
¿Te incomoda a ti tu conciencia?
Di la verdad
EnMuscle
Shoalstienen
a los Swampers
Han sabido hacer una canción, o dos
Han sacado tanto de mí
Me animan cuando me siento abatido
Pero ahora, ¿qué será de ti?
Alabama,
dulce hogar
Dulce hogar, cariño
Donde los cielos son tan azules
Y la verdad del gobernador
Alabama, dulce hogar
Señor, vuelvo a casa contigo
Sí. Montgomery tiene la respuesta”.
*****
Una canción que ha quedado como himno
del Estado y como uno de los mejores exponentes de la hospitalidad y la
acogida.
Libro
Una niña de seis años, Scout, observa el mundo en el que vive: el
ficticio Maycomb, Alabama y la muy real Depresión de los años treinta. En ese
trasfondo contempla un contexto de racismo, intolerancia y prejuicios en el que
debe madurar, interiorizando y asimilando —aprendiendo— de los modelos que
tiene a su alrededor; singularmente, su padre, el abogado Atticus Finch, y su vecino, Arthur
‘Boo’ Radley, una persona llena de matices.
Se trata, por supuesto, de “To kill a mockingbird”(“Matar a un ruiseñor”),
de Harper Lee, premio Pullitzer en
1961.
El libro que todos los adolescentes
deberían leer. O, en caso de no hacerlo, atreverse a ver la versión
cinematográfica de 1962, dirigida por Robert
Mulligan, con las inolvidables interpretaciones de Gregory Peck (Atticus) y Robert Duvall (Boo). Más allá de su memorable comienzo,
el respeto que provoca la integridad moral
se hace eterno, al haber arraigado de manera profunda.
Una novela sobre la pérdida de la
inocencia y la madurez, sobre cómo los héroes se forjan en circunstancias
adversas, tan redonda y juiciosa que impediría que su autora volviera a
publicar.
Responsable de que muchos jóvenes
decidieran dedicarse a la abogacía, pese a que, la mayoría, olvidaran el motivo
en el proceso de adoctrinamiento.
La película con la mejor Banda Sonora
imaginable, en 1994 fue una sorpresa mayúscula. Dirigida por Robert Zemeckis, supuso la confirmación
del gran actor que es Tom Hanks,
tras el éxito del año precedente, con “Philadelphia”,
ganando dos años seguidos el Óscar al mejor intérprete masculino, hazaña que
sólo había logrado Spencer Tracy.
Es, se me olvidaba decirlo aunque no
fuera necesario, “Forrest Gump”,
película que, junto a Hanks, cuenta con Robin
Wright (Jenny), Gary Sinise (Teniente Dan) y Sally Field
(Señora Gump) en los papeles
principales.
Una película que nunca pasará de moda.
Un mensaje indeleble: “la vida es como una caja de bombones; nunca
sabes lo que te va a tocar”.
Serie
de TV
Mary Elizabeth “M. E.” Sims (Annie
Potts) y Rene Jackson (Lorraine Toussaint) son vecinas en
Birmingham, Alabama. Crecen juntas, desde niñas, viendo pasar la década de los ‘60s,
en el epicentro de la lucha por los Derechos Civiles y, a pesar de sus
distintos orígenes raciales, forjan una estrecha amistad. Su relación se trunca
cuando M. E. queda embarazada y quiere
casarse, decisión que no comparte Rene.
Más de veinte años después, Rene vuelve a Birmingham (tras haber
desarrollado una exitosa carrera como abogada en Washington) y se reencuentra
con M. E., que nunca ha salido de su
ciudad natal. Ambas retoman su amistad inicial y comparan las trayectorias que
han seguido sus vidas, en las que sorprende ver el triunfo profesional de la
mujer negra y la maternidad y la permanencia en el lugar de nacimiento, como
ama de casa, de la mujer blanca, en contraste con el cliché extendido de signo
contrario.
En la serie, emitida por Lifetime entre
1998 y 2002, se mezclan las historias de los dos amigas, en su vida adulta y en
los flashbacks en los que recuerdan
los viejos tiempos.
Se llamaba “Any day now”,
tomando el título de la canción compuesta por Burt Bacharach, cantada por Chuck Jackson, versionada por Ronnie Milsap y que Lori Perry volvió a interpretar para la sintonía
de la serie.
Que yo sepa, nunca se emitió en España,
aunque aceptaría confirmaciones de este extremo.
Visita obligada
El 1 de diciembre de 1955, en Montgomery,
Alabama, Rose Parks, maestra y activista del Movimiento por los Derechos
Civiles, se negó a seguir las indicaciones del conductor del autobús en el que
viajaba, en el sentido de ceder su asiento a un blanco y permanecer de pie,
como correspondía a su condición. Acusada de perturbar el orden, fue
encarcelada. Es el detonante para la intervención de un pastor relativamente desconocido, Martin Luther King,
organizador del boicot a los autobuses, en una protesta que llegaría hasta la
Corte Suprema, que finalmente declararía inconstitucional la segregación en el
transporte. Uno de los pilares fundamentales en la lucha por la integración se
había afianzado.
En el lugar donde se originó el boicot,
se yergue un monumento, diseñado por Maya
Lin, en homenaje y memoria por los caídos en la lucha por la igualdad,
presidido por un muro coronado con una cita de King: